martes, 8 de noviembre de 2011

LA ESPAÑA INVERTEBRADA


Cuando Ortega y Gasset escribió, en 1921, el ensayo que da título a este capítulo de Tlön, se anticipó a las consecuencias de esa realidad que él observaba con preocupación: un país sesgado por regionalismos y separatismos y una dirigencia política incapaz de tomar decisiones acertadas y brindar soluciones eficaces a los problemas. Cualquier similitud con la actualidad es pura coincidencia.

Ese proceso de desintegración social que alarmaba al filósofo eclosionó con la Guerra Civil Española. Pero lo peor aún estaba por venir y se llamó franquismo. A la legión de escritores nacidos en esos años y que comenzaron a publicar hacia la mitad del siglo XX se los conoce como Generación del 50. Más allá de los géneros y estilos, los une el espanto y el pesimismo.

De este colectivo de poetas, narradores, ensayistas y dramaturgos, invitamos a los tres que nos prometieron llevarnos de tapas por esos paradores de la España interior, ni bien salgan de la crisis. Ellos son Ignacio Aldecoa, Ana María Matute y Juan Goytisolo.

Neorrealismo a la vasca


Ignacio Aldecoa Isasi fue un escritor nacido en Vitoria en 1925, que en la década del 50 se deslumbró por el nuevo periodismo de Truman Capote y los guiones cinematográficos de Cesare Zavattini. Novelista, cuentista y poeta desarrolló una obra de intenso compromiso social, al describir ni más ni menos que la España de Franco. Son historias pequeñas, cotidianas, pueblerinas, trágicas pero no épicas, al estilo de esas que en los años veinte había escrito Sherwood Anderson en su Winesburg, Ohio.

El fulgor y la sangre (novela), El corazón y otros frutos amargos (relatos, Los pájaros de Baden-Baden (relatos, son algunas de sus obras. Murió en Madrid en 1969.

El diablo en el cuerpo

Cuando sonó el despertador, don Eladio Castaños, sentado en el borde del lecho conyugal, se estaba atando las cintas de los calzoncillos. Se las ataba altas para que, al ponerse de pie, no le tirasen. Le venía una imaginación de carta voluminosa en un sobre demasiado justo cuando esto ocurría. Dejó una roseta a medio hacer y alargó la mano. El reloj dejó de sonar y doña Trinidad García, su señora, murmuró entre sueños: « ¿Las ocho ya?», y siguió durmiendo. Don Eladio la miró con ternura.
Don Eladio, con los pantalones sin abrochar y los tirantes caídos en riendas, salió en camiseta de felpa y mangas largas, que se le quedaban cortas a cuatro dedos de las muñecas, chancleteando por el pasillo. Se lavó. No se afeitó porque era hombre de barbería. Ordenó sus cabellos, blancos y ralos, sobre la honrada calva de comerciante que sabe lo que es la vida y recuerda, siempre que el tema surge, los nombres del coronel, del capitán, del sargento y hasta del cabo del regimiento, de la compañía, del pelotón y de la escuadra donde cumplió su servicio militar. Después bajó a abrir la tienda.
(Refrán: A quien madruga, Dios le ayuda.)
Alzó, valiéndose de una pértiga, el cierre metálico y comenzó a toser desesperadamente. Llegaron los dependientes.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Marcos.
Marcos llevaba veinte años con él. Era poca cosa y tenía un pulmón hecho tiras, pero fiel, ¡fiel y buena persona! «Denme ustedes hombres así - solía decir don Eladio en la tertulia del casino -, y verán cómo marchan los negocios.» Marcos, el pobre Marcos, admiraba a su jefe.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Juanito.
- Hace frío, ¿eh?
- El que corresponde al mes, el que corresponde.
Juanito cumplía veinticinco años de edad en septiembre. Hacía ocho que había entrado en la casa. Cuando le llamaron a quintas, don Eladio le guardó el puesto por cariño y porque era un muchacho pulcro y sensato, con un raro talento para la clientela femenina. Usaba corbatas de fantasía y mucha brillantina en el pelo.
- Buenos días, don Eladio.
- Hola, chico. Hoy hay que andar más vivo con los encargos.
- Sí, señor.
Chico había sido hasta hacía unos días botones en una tienda de modas. Su madre logró, por recomendación de un señor, que don Eladio le admitiera; esto era más seguro y además podía hacer carrera. Chico sustituía a un muchacho de cara ratonil que fue expulsado por vago y contestón.
Don Eladio subió a desayunar. Marcos se puso un guardapolvo. Juan se arregló el nudo de la corbata. Chico comenzó a silbar.
Don Eladio tomaba café con leche y sopas metiendo ruido. Pensaba que tenía dos hijos, a los que había sacado adelante con mucho esfuerzo, eso sí, pero que no le habían defraudado y eran gentes de provecho y de cultura. Pensaba, también, en el dinero que guardaba en el Banco para cuando se le echasen los años. Doña Trinidad le llamó:
- Eladio, ¿qué hora es?
- Las nueve y cuarto, Trini.
Doña Trinidad apareció hecha un adefesio, con el pelo revuelto y un albornoz cubriéndole el camisón y lo que bajo él se adivinaba como fláccidos volúmenes.
- ¿Dónde está María?
- Creo que limpiando la escalera.
- Estas chicas de hoy... Ya deberían estar limpias hace rato.
Salió gritando:
- ¡María, María!
Se oyó vagamente:
- ¿Qué, señora?
- ¿Hay agua caliente?
Don Eladio se pasó la servilleta por los labios y sacó la petaca. La servilleta gozaba de algunas manchas de salsas y de un fideo seco - con cierto aire de nervio de chuleta pegado en una esquina. Don Eladio encendió el primer cigarrillo del día.
(Advertencia: No se debe fumar hasta después del desayuno, si no los bronquios se estropean, se tose y se sienten náuseas.)
Cuando llegó el periódico, don Eladio se arrellanó en la butaca de su escritorio y se puso a leerlo. Marcos huroneaba por allí en busca de algo.
- Marcos, ¿ha leído usted esto? La pregunta no tenía sentido.
- No, don Eladio.
Don Eladio principió a hacer comentarios de hombre de orden; luego leyó en voz alta:
- «Se descubre una falsificación de lotería»... ¿Qué le parece a usted? Esto no ha ocurrido nunca. La inmoralidad de hoy no tiene precedentes. Esto es lo que traen las guerras.
Se hizo un silencio en el que solamente se oían los débiles ruidos que hacía el dependiente mayor al revolver en un estante.
- Pero qué cosas se inventan - dijo don Eladio, hablando consigo mismo, y comenzó a leer:
«Se ha descubierto un nuevo tratamiento de la tuberculosis.»
Don Eladio sufrió un fuerte ataque de tos que nada tenía que ver con la noticia.
A la una en punto de la tarde cerraron la tienda, no bajaron el cierre metálico y colocaron bien visible un cartel en la puerta: «Cerrado de una a cuatro.»
Don Eladio salió a la calle con Marcos. En la esquina, una taberna. En la taberna, buena gente y discreción. Entraron a beber unos vasos de vino. Don Eladio pagó la primera ronda, como era su costumbre. Cada uno abonaba después lo suyo.
Acertó a pasar una vieja que vendía lotería.
- Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo? Cómpreme un decimito. Son quince pesetas. Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo?
La salmodia continuaba.
Don Eladio despertó.
- ¿A ver, buena mujer?
- El trece mil doscientos setenta, señor. Suman trece.
No compraba a las vendedoras, porque su innato sentido del ahorro le prohibía casi derrochar el tanto por ciento de la reventa, pero tuvo un arrebato de inspiración:
- Démelo.
- ¿Un décimo?
- No, tres.
Ofreció de mala gana una participación a Marcos:
-¿Usted quiere llevar algo en éste?
Marcos aguantó:
- No, muchas gracias, don Eladio.
- Bonito número, ¿verdad?
- A ver si tiene usted suerte.
- Me da el corazón que es de tocar.
Bebieron sus vasos, pagaron y se fueron.
Al anochecer iba don Eladio al casino. Una tertulia de amigos, comerciantes como él, excepción hecha de un militar, que procedía de tropa y era un antiguo compañero, le esperaba. Hablaron de vaguedades.
Don Ulpiano Seco, que tenía una droguería, recordaba una gran tarde de Ricardo Torres, el torero de la sonrisita.
- ¡Qué tarde, santo Dios! El respetable se partía las manos. ¡Qué toro! Dos vueltas le dieron.
Don Ulpiano sabía mucho de tauromaquia y bastante de picardías. Soltero y con dinero, todavía echaba sus canas al aire bajo cuerda y con muchos tapujos.
Cambiaron de tema. Molestaron tres veces a un camarero. Se gastaron bromas y sacaron la lotería a relucir.
- ¿Qué número cayó la vez pasada?
- El veintiún mil doscientos setenta.
- ¿El qué?
- El veintiuno, dos, siete, cero.
Don Arcadio Luengo era algo sordo.
- ¡Ah! Esa terminación es de caer, ¿eh?
Don Eladio, pomposamente, sacó la cartera.
- Yo llevo el trece mil doscientos setenta.
Don Arcadio se inclinó a mirarlo.
- Ése no cae.
- ¿Quién sabe?
- Bueno, vaya usted a saber. El diablo las carga...
Don Eladio guardó los décimos y se estiró el chaleco.
- Esto de la lotería es cosa del demonio. Una vez vi un número que me gustaba y no lo compré por no cambiar. Pues ¿qué creen ustedes que ocurrió?
Hizo una gran pausa.
- Pues, nada. Voy a mirar la lista, por casualidad, porque no jugaba, y allí estaba con doscientas mil pesetas.
El militar que procedía de tropa se limitó a decir:
- Hay que ver lo que son las cosas.
A las nueve en punto se levantaron. Don Eladio salió con don Arcadio. El militar se fue a la Biblioteca. Don Ulpiano se sumergió en el sillón y empezó a mirar, con ojillos de perro en celo, a una señora que estaba con su marido.
Don Eladio llegó a su casa, puso la radio, cenó, charló un rato con doña Trinidad y ¡a la cama!
(Un decir: A las diez en la cama estés.)
A don Eladio le tocó la lotería.
En el casino le recibieron los de su tertulia con envidia y enhorabuenas.
Algún camarero se acercó para ver si caía algo. Don Ulpiano alzó las cejas: Muchacho, pero ¿has hecho pacto con el diablo?
Don Eladio, feliz, sonriente, un poco misterioso, le contestó:
- Pues claro, hombre. No te dije... Esto son cosas del demonio.
Repartió unos puros canarios, pagó la consumición de todos, dio dos pesetas al camarero y se fue. La tertulia quedó murmurando.
Don Ulpiano floreaba su conversación de torerías.
- Este tío tiene más suerte que El Guerra.
Don Arcadio se hacía cruces.
- Pero es posible; con el dinero que tiene este bribón... El militar recordó su paga:
- Ya quisiera yo ver a éste sirviendo al Estado.
Don Eladio entró en su casa, clamoroso y triunfante.
- ¡Trini!, ¡Trini! - se atragantó de saliva - ¿A que no sabes lo que te traigo?
Apareció doña Trinidad, saltando como una chiquilla.
- ¡Ay, Eladio...! ¿Qué es?
Don Eladio abrió un estuchito y le mostró una sortijita con un pequeño diamante.
- Un sol, un sol, Eladio mío. Pero ¿cómo se te ha ocurrido?
Don Eladio se encogió de hombros con suficiencia:
- A mi prenda adorada, yo soy capaz de regalarle el mundo.
Después le enseñó un billete completo de la lotería.
- Juego el catorce mil seiscientos veinte. A ver si se repite la suerte.
Besó en la frente a doña Trinidad y añadió:
- Hoy vamos al teatro.
A don Eladio le sorprendió el sábado de la semana siguiente que sus contertulios le miraran hoscamente. Don Ulpiano dijo:
- ¡De modo que otra vez! Eso del pacto con el diablo va siendo verdad.
Don Eladio sonrió forzosamente, asustado de su buena suerte. Tenía miedo, ese miedo que al hombre le entra tras de una racha de suerte. Miedo fáustico que le hacía sentir allá dentro, junto a su corazón, un duendecillo que murmuraba a cada latido: «Esto se ha de acabar, quien está a las vacas gordas está a las flacas.»
Don Eladio se despidió rápidamente. La tertulia se encocoraba de odios:
- Dios le da música al sordo.
- Esa vaca de su mujer se va a hacer una marquesona.
- Uno con un sueldo mezquino y cuatro hijos pequeños, y este cabrito de bóbilis.
Don Eladio no pudo dormir. Daba vueltas en la cama pensando en el infierno. El diablo lo agarraba con un tenedor gigantesco y le decía: «Eladio, he cumplido mi parte, ahora dame tu alma.» Doña Trinidad roncaba. El número 23-611, sumando trece, bailaba en la cartera de don Eladio, esperando el próximo sorteo. Don Eladio no tenía escarmiento.
(Cartel: Es peligroso jugar con fuego.)
No quiso ver la lista. No quiso enterarse de nada. Pero allá estaba la suerte, llamando a su puerta con aldabonazos de horror. Marcos, el dependiente, le dijo por la tarde:
- Don Eladio, me parece que otra vez, ¿no lleva usted el veintitrés mil seiscientos once?
Don Eladio contuvo la respiración. La cabeza le daba vueltas. Balbució:
- Sí.
Y aquel sí se le escapó como un suspiro de moribundo.
Marcos sonrió:
- Ya me parecía a mí. Pues le ha tocado.
Don Eladio no fue a la tertulia. En la ciudad todo el mundo hablaba de su caso. Las comadres charlaban.
- Eso es pacto con el diablo, no otra cosa...
- Así tiene que ser, porque si no, no es posible...
Don Eladio vagabundeaba por las calles como un sonámbulo. Su mujer, despeinada, en camisón, avizoraba desde la ventana.
Don Eladio contaba sus pasos y pensaba:
«No, no puede ser. No, no he podido vender mi alma. Me confesaré. Haré penitencia. Daré mi dinero a los pobres, o mejor al hospital, o mejor a los frailes para que recen por mí.»
Daban las tres de la madrugada cuando don Eladio entró en su casa. Un sudor frío le humedecía la frente. Estaba agotado, ojeroso, lívido. Su mujer intentó tranquilizarlo. Le mostró una carta que había recibido del hijo que trabajaba en Madrid. Don Eladio no le prestaba atención. Sentado miraba sus rodillas fijamente. No quiso acostarse.
A las dos semanas don Eladio estaba hecho un trapo. Profundas arrugas le deformaban el rostro. Había adelgazado. Hubo consultas de médicos. El no hablaba, vivía en otro mundo. En su interior una extraña, metálica voz le susurraba: «Cumple el contrato, cumple el contrato.» Llegaron los hijos a hacerse cargo del negocio.
El otoño extendía su color de pasa por los jardines. Algún gorrión picoteaba en los balcones. La gente miraba al cielo, todavía azul, pero con nubes gruesas, viajeras, sin rumbo, que traían el frío. La gente hacía cabalas sobre el tiempo futuro.
Las tapias son altas, arriba hay cristales para que no se puedan saltar. Las tapias tienen musguillos y plantas sin flores. Las tapias están desconchadas en la parte que da a la calle. Las tapias tienen una tristeza de tarde de domingo provinciano. Las tapias parecen infinitas. Tras las tapias está el húmedo, misterioso jardín del manicomio.

Los cuentos de la abuela


Nacida en Barcelona en 1926, Ana María Matute es la tercera mujer en obtener el Premio Cervantes, una de las pocas que ocupó un lugar en la Real Academia Española y la primera en depositar la primera edición de un libro en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, donde se guarda el tesoro de las letras españolas.

La autora de Olvidado rey Gudú, una fantástica novela fantástica, es una de las mejores plumas de la posguerra. Su literatura combina técnicas surrealistas con un contenido fuertemente realista. Habla de la hipocresía, la maldad, la alienación con una prosa lírica y clara. Además de la narrativa para adultos, ha escrito muchos relatos para niños y jóvenes.

Pecado de omisión

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope! ¡Lope!

Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:

-Sí, sí, sí...

Como decía un catalán...


Como las hermanitas Brönte, los Goytisolo fueron tres hermanos escritores, de los cuales sobreviven dos, Luis y Juan, ya que José Agustín se suicidó en 1999. Los tres son reconocidos como excelsos representantes de la Generación del 50, cada cual en lo suyo: José Agustín como poeta, Luis como novelista (su tetralogía Antagonía es considerada como una de las obras más importantes del siglo XX)y Juan como cuentista y ensayista, aunque también ha escrito novelas.

Precisamente de Juan Goytisolo se trata el asunto. Nacido en Barcelona en 1931, pasó gran parte de su vida en París, Marruecos y Estados Unidos, autoexiliado por su ferviente oposición al franquismo. Fue profesor de Literatura, periodista, crítico, editor e investigador y se lo tiene por uno de los intelectuales españoles más lúcidos. Actualmente vive en Marrakech.

A nuestro juicio, es otra de los olvidados de la Fundación Nobel, porque su obra, además de ser vasta y diversa, es de una calidad excepcional. Para reivindicarlo, no encontramos mejor recurso que compartir uno de sus cuentos.

Cara y cruz

A media tarde me habían telefoneado desde el cuartel para decirme que el martes entraba de guardia. Tenía por lo tanto tres días libres. Mi primera idea fue llamar a Borés, que acababa de cumplir la semana en el cuartel de Pedralbes.
-Mi viejo se ha largado a Madrid y ha olvidado las llaves del auto.
-Hace dos noches que no pego un ojo -me contestó.
-¿Putas? -dije.
-Chinches. Toda la Residencia de Oficiales está infestada.

Cuando llegué a la cafetería, me esperaba ya. Estaba algo más blanco que de costumbre y me mostró las señales del cuello.
-Lo que es esta vez no son mordiscos.
-¿Qué dice tu madre? -pregunté yo. Borés vació su ginfís de un trago.
-Desde que empecé el servicio anda más tranquila. Manolo se acercó a servimos con una servilleta doblada sobre el brazo.
-¿Qué piensa de toda esta gresca, don Rafael?. Con un ademán, indicó la cadena de altavoces encaramados en los árboles y los escudos que brillaban en los balcones de las casas.
-Turismo -repuse- El coste de la vida sube, y de algún modo deben sacar los cuartos.
-Eso mismo me digo yo, don Rafael.
-Aquí no es como en Roma... La gente va muy escaldada.

Retrepados en los sillones de mimbre, observamos el desfile de peregrinos. Tenía una sed del demonio y me bebí tres ginfís. Borés controló el paso de once monjas y siete curas.
-Por ahí cuentan que con la expedición americana viene un burdel de mulatas.
-Algo tienen que ofrecer al público. Con tanto calor y las apreturas...
-¿Qué te parece si fuéramos a dar un vistazo? ¿A la Emilia?
-Sí. A la Emilia.

Al arrancar, Manolo nos deseó que acabáramos la noche en buena compañía. Aunque eran las once, las calles estaban llenas de gente. Los altavoces transmitían música de órgano yen la luz roja de Canaletas cedimos el paso a un grupo de peregrinas.
-¿Crees que...? -preguntó Borés, asomando la cabeza.
-Quién sabe... Seguramente hay muchas mezcladas.
-Invítalas a subir.
-Recuerda lo que ocurrió la última vez -dije.

En las Ramblas, el tránsito se había embotellado y aguardamos frente al Liceo durante cerca de diez minutos. Al fin, aparcamos el coche en Atarazanas y subimos a pie por Montserrat. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en los raros cafés abiertos no cabía una aguja.
-Luego dicen que no hay agua en los pantanos -exclamó Borés, señalando las luminarias.
-Eres un descreído -le reprendí- En ocasiones así se tira la casa por la ventana

Por la calle Conde de Asalto discurría una comitiva tras un guión plateado. Varios niños salmodiaban algo en latín. Casa Emilia quedaba a una veintena de metros y contemplamos la fachada, asombrados. Resaltando entre las cruces de neón de la calle, sus balcones lucían un gigantesco escudo azul del Congreso.

-Caray -dijo Borés- ¿Has visto...?
-A lo mejor la han convertido también en capilla...

La luz del portal estaba apagada y subimos la escalera tientas. En el rellano, tropezamos con dos soldados.
-Están ustés perdiendo el tiempo -dijo uno- No hay nadie.
-¿Y las niñas?
-Se han ío.

Volvimos a bajar. Por la calzada desfilaban nuevos guiones y los observamos en silencio por espacio de unos segundos.
-¿Vamos al Gaucho?
-Vamos.

Al doblar la esquina, oí pronunciar mi nombre y mil atrás. Ninochka espiaba la procesión desde un portal y nos hacía señales de venir.
-Viciosos... -dijo atrayéndonos al interior del zaguán, ¿no os da vergüenza?

Iba vestida de negro, con un jersey con mangas cerrado hasta el cuello y ocultaba su pelo rubio platino bajo un gracioso pañuelo mantilla.
-¿Qué es este disfraz?
-Chist. Callaos -Al sonreír se le formaban dos hoyuelos en la cara- Se las han llevado a todas....En caminos...
-¿Cuándo?
-Esta mañana -apuntó al altavoz que tronaba en lo alto del farol- El señor ese ha dicho que cuando llegue el Nuncio la ciudad debe estar limpia.
-¿Y tú?
-Me escapé de milagro -volvió a mostrar el altavoz, con un mohín- Dice que no somos puras.
-Difamación -exclamé yo- Calumnia.
-Eso es lo que digo -Ninochka se arregló la mantilla, con coquetería-. Al fin y al cabo, somos flores. Arrugadas y marchitas, pero flores... Lo leí en una novela... Las hijas del asfalto... ¿La conoces?
-No.
-Pasa en el Mulén Ruxe de París... Es muy bonita.
-¿Y dónde han mandado las flores? -preguntó Borés.
-Fuera. A los pueblos. A tomar el aire del campo.
-¿No sabes dónde?
-A la Montse y la Merche, las han llevado a Gerona.
-Habría que ir a consolarlas -dije yo- ¿no te parece?
-Las pobrecillas -murmuró Borés- Deben sentirse tan solas...
-¿Vienes? -pregunté a Ninochka.
-¿Yo? -Ninochka reía de nuevo- Yo voy a la Adoración Nocturna... Como María Magdalena... Arrepentida...

Al despedimos, me mordió el lóbulo de la oreja. Estaba terriblemente atractiva con la mantilla y su jersey casto.
-¿Crees que encontraremos algo? -pregunté a Borés mientras ponía el motor en marcha.
-La noche es larga. No perdemos nada probando.

En el Paseo de Colón el tránsito se había despejado y bordeamos la verja del parque, camino de San Andrés.
-A lo mejor es una macutada.
-Por el camino nos enteraremos.

Habíamos dejado atrás los últimos escudos luminosos y avanzamos a ciento veinte por la carretera desierta. Nuestro primer alto fue en Matará.
-¿Ha visto usted un camión lleno de niñas? -pregunté al chico del bar.
-Yo no, señor -sus ojos brillaban de astucia- Pero he oído decir al personal que han pasado más de cinco.
-¿Hacia Gerona?
-Sí. Hacia Gerona.

Nos bebimos las dos ginebras y le dejé una buena propina.
-Uno de mis clientes ... Un notario ... ha tomado el mismo camino que ustedes hace sólo unos minutos.

Borés le agradeció la indicación y subimos de nuevo al coche. En menos de un cuarto de hora, dejamos atrás la carre­tera de Blanes. En una de las curvas de la sierra alcanzamos un Lancia negro, que conducía un hombre con gafas.
-Debe de ser el notario -dijo Borés.
-El tío parece que lleva prisa.
-Acelera ... Si me quita a la Merche, me lo cargo.

El parador de turismo tenía encendidas las luces y nos detuvimos a beber unas copas.
-¿Ha visto ... ? -preguntó Borés, al salir, indicando la carretera.
-Sí, sí -repuso el barman, riendo- Adelante.

En el cruce de Caldas volvimos a atrapar al notario. Borés se frotaba las manos excitado, y le largó una salva de insultos a través de la ventanilla.
-La Merche es para mí, y Dorita, y la Mari ...

A una docena de kilómetros de la ciudad, frené junto a un individuo que nos hacía señales con el brazo.
-¿Van a Gerona?
-Suba. El hombre se acomodó en el asiento de atrás, sin sacarse la boina.
-Parece que hay fiesta por ahí -aventuró Borés al cabo de un rato.
-Sí. Eso dicen ... -Hablaba con fuerte acento catalán- En mi pueblo todos los chicos han ido ...
-¿Y usted?
-También voy -en el retrovisor le vi guiñar un ojo- He esperado a que mi mujer se fuera a la cama...

La barriada dormía silenciosa y torcí por Primo de Rivera hacia el Oñar. Desde el puente, observé que los cafés de la Rambla estaban iluminados. Un camarero iba de un lado a otro con una bandeja y un grupo de gamberros se dirigía hacia la catedral, dando gritos.
-Mira... _dije yo.

El paseo ofrecía un extraordinario espectáculo. Sentadas en las sillas, acodadas en las barras de los bares, tumbadas sobre los bancos y los veladores había docenas de mujeres silenciosas, que nos contemplaban como a una aparición venida del otro mundo. El campanario de una iglesia daba las dos y muchas se recostaban contra la pared para dormir. Algunas no habían perdido aún la esperanza y nos invitaban a acercamos.
-Vente pa aquí, guapo.
-Una cama blandita y no te cobraré ni cinco.

Borés y yo nos abrimos paso hacia las arcadas. Venidos de todos los pueblos de la comarca, los tipos discutían, riendo, con las mujeres y se perdían por las callejuelas laterales, acompañados, a veces, de tres o cuatro. Los hoteles estaban llenos y no había una cama libre. Los afortunados poseedores de una habitación se acostaban gratis con las muchachas más caras.
-Llévame contigo, cielo...
-Anda... Ven a dormir un ratito...

A la primera ojeada, descubrimos a Merche. Estaba sentada en un café, fumando, y al vemos, no manifestó ninguna sorpresa.
-Dominus vobiscum -se limitó a decir, a modo de saludo.
-Ite missa est. Con ademán distraído nos invitó a instalamos a su lado.
-Perdonarán que el «livinrún» esté sucio -se excusó- Mi doncella está afiliada al sindicato y no trabaja el sábado.

El camarero hizo notar su presencia con un carraspeo. Borés pidió dos ginebras y otro café.
-¿De imaginaria? -preguntó cuando se hubo ido.
-Las clases ociosas solemos dormir tarde -repuso Merche. Su rostro reflejaba gran fatiga. Como de costumbre no se sabía si hablaba en serio, o bromeaba.
-Hace un par de horas pasamos por el barrio y Ninochka nos contó lo ocurrido.
-Es una iniciativa del Ministerio de Turismo -Merche apuró el café de su taza- Como éramos incultas nos ha pagado un viaje... Agencia Kuk... Ver mundo...
-¿No has encontrado cama? -pregunté yo. En lugar de contestarme, se encaró con Borés, sonriente.
-¿Y vosotros?... ¿Por qué estáis aquí?... ¿Han echado también a los hijos de buena familia?
-Sólo a los depravados -dijo él.
-Ah... A los depravados, sólo... Temía... Los ojos se le cerraban de sueño. Borés cambió una mirada conmigo.
-Mi padre tiene un despacho cerca de aquí -explicó- Si quieres, podemos dormir los dos juntos.
-Gracias, vida -dijo Merche- Eres un amor de chico.

Bebimos las dos ginebras y el café. Una mujer roncaba en la mesa del lado y los gamberros corrían aún dando gritos.
-Yo beberé otra copa, y ahueco.
-Entonces, telefonea a casa... Di que me he quedado a dormir en tu estudio.

Los miré alejarse hacia el barrio de la catedral. Cogidos del brazo. Luego pagué la nota del bar y caminé en dirección al río. Las mujeres me volvían a llamar y bebí otras dos ginebras. Aquella noche absorbía el alcohol como nada. Yo solo hubiera podido vaciar una barrica.
-Congresos así debería haber to los años -decía un hombre bajito a mi lado- ¿no le parece, compadre?

Le contesté que tenía razón y, si la memoria no me engaña, creo que bebimos un trago juntos. No sé a qué hora subí al coche, ni cómo hice los cien kilómetros que me separaban de Barcelona. Cuando llegué había amanecido y, por las calles adornadas, circulaban los primeros transeúntes. Sólo recuerdo que una brigada de obreros barría el suelo, preparando la procesión y que, al mirar al balcón de mi cuarto, descubrí un flamante escudo.
-Debe ser cosa de mamá -expliqué al sereno.

Procurando no hacer ruido, me colé hasta el cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL HOMBRE, SU CIRCUNSTANCIA Y LA POSMODERNIDAD


Muerto Sábato, el último de los representantes de una camada del panteón literario nacional que integraron, entre otros, Borges, Bioy y Cortázar, cabe preguntarse quienes los reemplazan. Podríamos imaginar un nuevo Parnaso habitado por Juan Gelman, Abelardo Castillo, Andrés Rivera, Ricardo Piglia, César Aira, Mempo Giardinelli, Alberto Laiseca y Héctor Tizón, seguidos por los más jóvenes Pablo Mairal y Eduardo Sacheri, estos dos pertenecientes a la literatura del siglo veintiuno.

Y este es nuestro tema de hoy. En la década que va del siglo, los cambios más notorios experimentados por la literatura están basados en los formatos que ha introducido la tecnología. El blog, la cibernovela, el comic-book, la novela gráfica son algunos de los nuevos soportes, que demandan también nuevos lenguajes.

En cuanto a la temática, se profundizan los planteos del siglo anterior: el hombre frente a una realidad hostil, los dramas sociales, la búsqueda introspectiva. Para algunos, hay una carencia de innovaciones, porque lo verdaderamente novedoso, no vende. El marketing literario apuesta a lo seguro, a las fórmulas probadamente exitosas.

Tal vez la excepción a este aserto lo constituya la llamada novela negra sueca, corriente iniciada en la década del 60, cuya publicación causa furor en Europa y propone una vuelta de tuerca al género policial, al introducir el factor político en la trama, desnudando las falencias y complicidades de la socialdemocracia escandinava.

En esta suerte de páramo al que nos somete el exceso de Harry Potter y afines, encontramos algunos oasis. Ni vale la pena insistir con que la selección es antojadiza, fundamentada únicamente en el gusto personal del antologista. Como dicen por ahí, es lo que hay. En Tlön somos compadritos a la violeta.

Un pionero


Admirado por Julio Cortázar y recomendado por Abelardo Castillo, este italiano pertenece a una generación anterior a los otros autores seleccionados en esta oportunidad. Dino Buzzati había nacido en Belluno en 1906 y murió en Milán en 1972.

Sin embargo, hay una línea conductora entre ellos y es su visión postmoderna de la humanidad. La literatura de Buzzati es ciertamente kafkiana, si Kafka hubiera atravesado las dos contiendas mundiales, la guerra fría y la cultura de supermercado. Acusa también influencias existencialistas. Curiosamente, nunca quiso que se lo llamara escritor, sino que se lo reconociera como un periodista con facilidad para la ficción. Otro de sus intereses fue la pintura.

Su obra más famosa es una novela, El desierto de los tártaros, escrita en 1940, en la cual expone la impotencia del hombre ante lo absurdo de la vida.

Elegimos uno de sus cuentos, en el cual se puede apreciar esa visión inconformista y desesperanzada de la humanidad.

Extraños nuevos amigos

Cuando murió Stefano Martella, director de una sociedad de seguros y que había pasado una temporada en la superficie de la tierra pecando, trabajando y viviendo su partitura por casi cincuenta años, se encontró en una ciudad maravillosa hecha de palacios suntuosos, calles amplias y regulares, jardines, prósperos negocios, lujosos automóviles, cines y teatros, gente bien alimentada y elegante, sol brillante, todo bellísimo. Caminaba plácidamente por una avenida al lado de un señor muy cortés que le daba explicaciones mostrándole la ciudad.
"Lo sabía -pensaba- no podía ser de otra manera. He trabajado toda mi vida, he mantenido a mi familia, he dejado a mis hijos una herencia respetable. En síntesis, he cumplido con mi deber; por eso estoy en el paraíso."

El señor que lo acompañaba se presentó con el nombre de Francesco y le dijo que se encontraba ahí desde hacía diez años.

-¿Contento?, le preguntó Martella con una sonrisa de complicidad, como si la pregunta fuera ridículamente superflua.

Francesco lo miró fijamente:

-¿Cómo negarlo?

Los dos rieron.

¿Acaso Francesco era funcionario del municipio o lo hacía por mera cortesía? Condujo a Martella de una calle a otra, de maravilla en maravilla. Todo era perfecto, ordenado, limpio, sin ruido y sin malos olores. Caminaron largamente sin que Martella, que era bastante corpulento, sintiera ningún cansancio.

En una esquina estaba estacionado un vehículo de lujo con un chofer de librea que esperaba.

-Es de usted -dijo Francesco e invitó a Martella a subir. Dieron un largo paseo. El invitado miraba a la gente en las calles, hombres y mujeres de diferentes edades y de variada condición social, pero todos bien vestidos y de aspecto floreciente. Todos tenían buena expresión; sin embargo, en sus rostros se advertía una especie de fijeza, de aburrimiento secreto.

"Por supuesto -se dijo Martella- no pueden estar riendo de felicidad todo el día."

Se estacionaron en uno de los palacios más bellos.

-Es su casa -dijo Francesco, invitándolo a entrar. La casa que había tenido Martella en el mundo era una pocilga comparada con esto.

Como en los cuentos de hadas, había de todo: salones, estudio, biblioteca, sala de billar y una serie de comodidades que es inútil enumerar; jardín, naturalmente, con cancha de tenis, pista para correr, alberca y un lago con peces. Y por todas partes servidores que esperaban órdenes.

Subieron en el elevador al último piso. Ahí se encontraba, entre otras cosas, un encantador salón de música con un inmenso vitral por donde escapaba la mirada.

Martella reía maravillado. Por más que forzase la vista, no alcanzaba a ver el límite de la ciudad: terrazas, cúpulas, rascacielos, torres, pináculos, banderas al viento y, una vez más, terrazas, cúpulas, pináculos, torres, banderas, siempre más y más lejanas que parecerían no tener fin. Pero había otra cosa: no se veía ningún campanario. Entonces Martella preguntó:

-¿Y las iglesias, qué, no hay iglesias aquí?

-¡Bah! -respondió Francesco y pareció sorprendido por la ingenuidad-. Aquí no parecen necesarias, ¿no es verdad?

-¿Y Dios? -preguntó Martella (en su corazón no le importaba en lo absoluto, pero le parecía necesario, sólo por cortesía, preguntar por el anfitrión, por el señor de aquel reino)-. ¿Y Dios? Recuerdo que cuando era pequeño, en el catecismo decían que en el paraíso uno puede ver a Dios. ¿No se puede ver desde aquí arriba?

Francesco rió, en un tono un poco burlón, para ser sinceros.

-Hey, querido Martella, perdóneme si se lo digo, pero me parece que usted es demasiado pretencioso -(Pero ¿porqué se reía de aquel modo tan antipático?)- Cada uno tiene el paraíso que se merece; por supuesto, conforme a su propia naturaleza. ¿Por qué se interesa ahora por Dios, si jamás creyó en él?

Martella no insistió; después de todo ¿qué le importaba?

Visitaron, no todo el palacio que era enorme, sino los sitios principales: el conjunto prometía una estancia beatífica. Después, Francesco le propuso ir al Círculo: ahí, Martella podría conocer a un grupo de sus amigos más entrañables. Mientras salían, el ex director de seguros, con curiosidad no exenta de astucia, susurró a su guía:

-¿Y las damiselas? ¿No hay jóvenes damiselas?

(No porque en la calle no las hubiera visto: una más bella que la otra; pero quería saber si él, a su edad, sin poner en juego su prestigio, hubiera podido etcétera, etcétera.)

-Qué pregunta -dijo Francesco con aquel tono burlón-. ¿Usted cree que falten, justo aquí en el paraíso?

En el Círculo, una residencia digna de un monarca, siete u ocho señores de conspicua altura social se reunieron en torno a Martella con la cordialidad de los viejos amigos. Tuvo la impresión de reconocer a dos; tuvo incluso la vaga sospecha de que habían sido colegas, rivales suyos, a quienes quizá les había hecho alguna mala jugada. Pero no estaba seguro. Al resto no lo reconoció.

-¡Hete aquí también tú! -dijo el más viejo de aquellos señores, de cabellos blancos, y que lo contemplaba dignamente ávido-: ¿Contento?, ¿contento?

-Forzosamente contento -respondió Martella, atrapando al vuelo un aperitivo que le ofrecieron.

-¿Por qué dices forzosamente? -intervino otro, flaco, sobre la treintena, con un rostro parecido al de Voltaire, con un gesto en los labios un poco irónico y amargo- ¿crees que es obligatorio estar contento?

-Te suplico que no empieces con tus necedades, te lo ruego -le dijo el viejo de pelo blanco, como si esas palabras lo hubieran molestado-. Por mi parte, digo que es prácticamente obligatorio. Todo aquello que nos hacía sufrir allá... -hizo un gesto extraño que Martella no había visto jamás, evidentemente un gesto convencional y bastante común en el más allá para indicar la primera existencia-. Todo aquello que nos hacía sufrir allá, ahora ha desaparecido.

-¿Todo, absolutamente todo? ¿Incluyendo a los que no nos caían bien? -preguntó Martella para hacerse el gracioso.

-Eso espero -dijo el viejo de cabellos blancos.

-¿Y enfermedades?, ¿no hay siquiera resfriados?

-¿Enfermedades? ¿Entonces para qué se estaría en el paraíso? -Y acentuó esta última palabra como si la despreciase.

-Tranquilízate -confirmó el flaco fijando la mirada en su nuevo compañero- es inútil esperar enfermedades. No vendrán.

-¿Y qué te hace pensar que las espero? Ya he tenido bastantes, yo diría -contestó Martella complacido de que le hubiese salido, espontáneamente, una gracejada.

-Nunca se sabe, nunca se sabe -insistió el flaco. No se entendía si estaba bromeando o no-. No espere estar algún día en la cama con fiebre... o tener dolor de muelas... Ni siquiera un retortijón. ¡Ni siquiera un vulgar retortijón le será concedido!

-Pero ¿por qué le hablas así? ¡Como si fuera una desgracia! -exclamó el viejo, dirigiéndose al recién llegado-. No se preocupe. ¿Sabe?, él se divierte haciendo bromas.

-Sí, ya me di cuenta -dijo Martella con forzada desenvoltura, porque en realidad se sentía bastante incómodo-. Entonces, aquí no existe el dolor.

-No existe el dolor, querido mío -confirmó el señor de cabello blanco- por lo tanto no existen hospitales, ni manicomios, ni asilos.

-¡Precisamente! -aprobó el flaco-, ¡vamos, explícale todo bien!

-Exacto -continuó el viejo señor- nosotros no tenemos dolores. Y por lo tanto nadie tiene miedo. ¿De qué cosa temeríamos? Ya verás que nunca vas a volver a sentir el corazón desbocado.

-¿Ni cuando tenga sueños desagradables? ¿Ni cuando tenga pesadillas?

-¿Y por qué crees que vas a tener pesadillas? No creo que siquiera vayas a soñar. Desde que estoy aquí no recuerdo haber soñado una sola vez.

-¿Y tienen deseos? Me imagino que tienen deseos...

-¿Deseos de qué? Lo tenemos todo. ¿Qué más podemos desear? ¿Qué nos hace falta?

-¿Y las así llamadas... penas de amor?

-Tampoco eso, naturalmente. Ni deseos, ni amores, ni arrebatos, ni odios, ni guerras. Aquí todo es absolutamente tranquilo.

En ese momento, el flaco se levantó con una expresión dura en el rostro.

-Ni siquiera lo pienses -dijo a Martella con ímpetu-, clávatelo en la mente. Aquí todos somos felices, ¿entiendes? Nada te va a costar trabajo. Nunca te sentirás cansado, no tendrás sed, nunca te dolerá el corazón a la vista de una mujer, nunca recibirás la luz del amanecer como una liberación, revolcándote en tu cama. Aquí no tenemos ni nostalgias, ni remordimientos, nada nos da miedo, ¡no tenemos miedo ni del infierno! Somos felices, como puedes darte cuenta. -(Aquí hizo una pausa, como si se le atravesase un pensamiento desagradable.)- Y además... además, especialmente una cosa, entre nosotros no existe la muerte, ¿entiendes? Ya no tenemos la facultad de morir.

-Qué maravilla, ¿verdad? Estamos de-fi-ni-ti-va-men-te (remarcando las sílabas), definitivamente exonerados. Aquí pasa lentamente el tiempo, hoy es igual a ayer, mañana igual a hoy, nada malo nos puede suceder -la voz se hizo lenta y grave-. ¿Te acuerdas cuánto odiábamos a la muerte? ¡Cómo nos amargaba la vida! Y los cementerios, ¿te acuerdas? Y los cipreses. Y las luces en la noche, y los fantasmas, los fantasmas con cadenas que salían de sus tumbas... Y el pensamiento sobre el más allá, las discusiones que se hacían a ese respecto, aquel misterio, ¿te acuerdas? ¿Quién se acuerda de eso ahora?... Aquí todo es diferente; aquí somos libres finalmente, no hay nadie que nos espere a la puerta. Qué satisfacción, ¿no es verdad? ¡Qué maravillosa alegoría!

El viejo señor, que había escuchado el discurso con creciente aprensión, intervino duramente:

-¡Ya basta! ¡Ya basta! ¿Cómo es posible que pierdas así el control?

-¿El control? Y ¿qué me importa? ¿Y por qué no tendría que saberlo él? -exclamó el flaco, bufando, dirigiéndose otra vez a Martella-: Has venido tú también a marchitarte, ¿qué no lo entiendes? A miles de gentes les pasa lo mismo que a ti, ¿sabías? ¡Y encuentran su automóvil, castillos, teatros, mujeres, paseos, y no tienen enfermedades, ni amores, ni ansia, ni miedo, ni remordimientos, ni deseos, ni nada!

Era demasiado. Sin escándalo, pero con una extrema firmeza, tres de los presentes, entre ellos el viejo de cabellos blancos, cogieron al flaco por los brazos, llevándolo por la fuerza hacia la salida, como convenía a un pacto imperioso del cual dependía la existencia común. Por otra parte, la prontitud de la intervención denotaba que no era una novedad. Escenas del mismo género seguramente habían sucedido muchas veces.

El flaco fue expulsado por la puerta y después por la escalera hacia el jardín, pero continuó gritando, siempre dirigiéndose a Martella:

-¡Conserva tu palacio, los jardines, las joyas, diviértete si eres capaz. ¿Qué, no te das cuenta que hemos perdido todo? No has entendido que...

Aquí las palabras fueron sofocadas, como si le hubieran puesto una mordaza. La frase terminó en un murmullo informe que Martella no pudo descifrar. Ya no importaba, después de todo. Una voz sutil, extremadamente precisa murmuró:

-Estamos en el infierno.

-¿El infierno? ¿Con esos palacios, esas flores y tantas criaturas agraciadas? ¿Esto, el infierno? ¡Qué absurdo!

Sin embargo, Stefano Martella miraba extraviado en torno suyo, sintiendo que se le desbordaba el corazón. Miraba invocando algo que lo desmintiera. Pero a su alrededor se encontraban seis o siete rostros impecables, con la piel lisa y bien alimentada. Rostros misteriosos que lo miraban con los labios cerrados y regularmente regocijados. Un sirviente se acercó para ofrecerle otra copa. Martella tomó un sorbo con disgusto; se sentía horriblemente solo, abandonado por la humanidad; lentamente se repuso, miró a la cara a sus queridos amigos, uniéndose a la desesperada conjura. Y todos juntos, con un enorme cansancio, trataron de sonreír.

El amigo inglés


Con esa pinta, parece más un actor maduro que un escritor. Nacido en 1949 e hijo de otro célebre hombre de letras de nombre Kingsley, Martin Amis, educado en Oxford, es considerado el mejor escritor británico de su generación.

Su trabajo se reparte entre la docencia, el ensayo y la ficción. Obsesionado con la sociedad contemporánea, con la escalada armamentista, con la energía nuclear, es básicamente un novelista. Algunos de sus títulos son: El libro de Rachel, Niños muertos, Campos de Londres, Tren nocturno, Perro callejero, La viuda embarazada, Lionel Asbo.

De su colección de cuentos de ciencia ficción, reunida en Los monstruos de Einstein, elegimos el siguiente fragmento:

La capacidad de pensar

Nací el 25 de agosto de 1949: cuatro días más tarde los rusos probaron con éxito su primera bomba atómica y así apareció la disuasión. De modo que tuve esos cuatro días de tranquilidad, más de lo que nunca tuvieron los de menor edad. En realidad no los aproveché mucho. Me pasé la mitad del tiempo dentro de una burbuja. Apacibles como pintaban las cosas, nací en estado de conmoción aguda. Mi madre dice que parecía Orson Welles desencajado de furia. Al cuarto día me había repuesto, pero el mundo había dado un giro para peor. Era un mundo nuclear. Si tengo que decirles la verdad, no me sentía nada bien. Tenía un sueño y una fiebre terribles. No dejaba de vomitar. Me entregaba a incontenibles accesos de llanto... Cuando tenía doce o trece años la televisión empezó a mostrar mapas de objetivos del sudeste de Inglaterra: Londres era el centro del blanco; los condados cercanos eran las franjas periféricas. Yo solía irme de la sala lo más rápido posible. Ignoraba por qué había armas nucleares en mi vida o quién las había metido ahí. No sabía qué hacer con ellas. Quería quitármelas de la cabeza. Me enfermaban.

Ahora, en 1987, treinta y ocho años después, sigo sin saber qué hacer con las armas nucleares. Y los demás tampoco lo saben. Si hay algunos que lo saben, yo no los he leído. Las alternativas extremas son la guerra nuclear y el desarme nuclear. La guerra nuclear es algo difícil de imaginar; pero también lo es el desarme nuclear. (Sin duda la primera alternativa se encuentra más inmediatamente a mano.) El desarme atómico no se ve de veras, ¿no es cierto? Algunos programas para la abolición final -pienso, por ejemplo, en la «disuasión teórica» de Anthony Kenny, en la «disuasión sin armas» de Jonathan Schell- resultan maravillosamente elegantes y seductores; pero estos autores están previendo un mundo político tan sutil, maduro y (sobre todo) concertado, como sus propias solitarias reflexiones. Para la guerra nuclear faltan siete minutos, y podría acabarse en una sola tarde. Estamos esperando. Y también las armas están esperando.

¿Qué es lo único capaz de provocar el uso de armas atómicas? Las armas atómicas. ¿Cuál es el objetivo prioritario de las armas atómicas? Las armas atómicas. ¿En qué consiste la única defensa establecida contra las armas atómicas? En armas anímicas. ¿Cómo se previene el uso de armas atómicas? Amenazando con usar armas atómicas. Y a causa de las armas atómicas no podemos librarnos de las armas atómicas, como si la intransigencia fuese una función de las propias armas.

Las armas atómicas pueden matar a un ser humano doce veces seguidas de doce maneras diferentes; y -como ciertas arañas, como los faros de los coches- parece que paralizan antes de matar.

L'enfant terrible


A Michel Houellebecq se lo toma o se lo deja, pero ante su literatura uno no permanece indiferente. Acusado de pornógrafo, racista, políticamente incorrecto, es sin duda la figura de las letras francesas del siglo XXI.

Nacido en la isla de la Reunión en 1958, su trabajo abarca la narrativa, la poesía y el ensayo con igual vehemencia. En 1994, se estrena con Ampliación del campo de batalla. Su novela Las partículas elementales, publicada en 1998, despertó polémica al presentar la historia de dos hermanos bastante patéticos en sus vidas privadas, en un marco en que la humanidad está completamente perdida y exhausta, producto de los experimentos sociológicos de los 60 y 70, la New age, la insatisfacción sexual y la falta de amor y de esperanzas. La ciencia, ese nuevo dios, aportará una salida un tanto distópica.

La seguirá Lanzarote (2000), Plataforma (2001), La posibilidad de una isla (2005)y El mapa y el territorio(2010). Ha recibido el premio Goncourt con esta última.

Su faceta como articulista (escribe para numerosas publicaciones, entre ellas, Les Inrrokuptibles)se puede evaluar en una antología llamada El mundo como supermercado. Tiene varios volúmenes de poesía, entre ellos Renacimiento y Supervivencia.

De Las partículas elementales, ofrecemos su comienzo, como para tentar a que continúen leyendo.

Hoy vivimos en un reino completamente nuevo,
Y la mezcla de circunstancias envuelve nuestros cuerpos,
Baña nuestros cuerpos,
En un halo ¿le júbilo.
Lo que los hombres de antaño presintieron a veces a través de la
música,
Nosotros lo llevamos a la práctica cada día.
Lo que para ellos pertenecía al campo de lo inaccesible y de lo absoluto,
Nosotros lo consideramos algo sencillo y conocido.
Sin embargo, no despreciamos a esos hombres;
Sabemos lo que debemos a sus sueños,
Sabemos que no seríamos nada sin la mezcla de dolor y alegría que
fue su historia,
Sabemos que llevaban nuestra imagen dentro cuando atravesaban el
odio y el miedo, cuando chocaban en la oscuridad,
Cuando escribían, poco a poco, su historia.
Sabemos que no habrían sido, que ni siquiera podrían haber sido, sin
guardar en el fondo de su corazón esa esperanza,
Ni siquiera podrían haber existido sin su sueño.
Ahora que vivimos en la luz,
Ahora que vivimos en las cercanías inmediatas de la luz
Y que la luz baña nuestros cuerpos,
Envuelve nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo,
Ahora que nos hemos establecido en las cercanías inmediatas del río,
En tardes inagotables
Ahora que la luz en torno a nuestros cuerpos se ha vuelto palpable,
Ahora que hemos llegado a nuestro destino
Y que hemos dejado atrás el universo de la separación,
El universo mental de la separación,
Para bañarnos en la alegría inmóvil y fecunda
De una nueva ley,
Hoy,
Por primera vez,
Podemos contar el final del antiguo reino.

El 1 de julio de 1998 caía en miércoles. Así que con toda lógica, aunque fuese poco habitual, Djerzinski organizó su copa de despedida un martes por la tarde. Entre las cubetas de congelación de embriones y un poco aplastado por su volumen, un refrigerador Brandt albergaba las botellas de champán; por lo general servía para conservar los productos químicos corrientes.

Cuatro botellas para quince; era un poco justo. Por lo demás, todo era un poco justo; las motivaciones que los reunían eran superficiales; una palabra torpe, una mirada de reojo y el grupo corría el riesgo de dispersarse, de que cada cual saliera corriendo hacia su coche. Estaban en una habitación climatizada del sótano, embaldosada en blanco, decorada
con un poster de lagos alemanes. Nadie había propuesto que hicieran fotos. Un joven investigador llegado a principios del año, un barbudo de aspecto estúpido, se eclipsó al cabo de unos minutos con la excusa de tener problemas de garaje. Un malestar cada vez más
perceptible se extendió entre los invitados; las vacaciones llegarían pronto. Algunos iban a la casa familiar, otros hacían turismo verde.

Las palabras cruzadas restallaban lentamente en el aire. Se separaron deprisa. A las siete y media, todo había terminado. Djerzinski atravesó el aparcamiento en compañía de una colega de largo pelo negro, piel muy blanca y senos voluminosos. Era un poco mayor que él; estaba claro que le sucedería en la dirección de la unidad de investigación. La mayor parte de sus publicaciones trataban sobre el gen DAF3 de la drosofila; era soltera.

De Lima a Alabama


Daniel Alarcón pertenece a una generación cuyos padres emigraron al gran país del Norte, escapando de la tensa situación política y buscando las oportunidades que su país no le brindaba. Nacido en Lima, Perú, en 1977 y trasplantado a Birmingham, Alabama, a los tres años, se erige como uno de los mejores escritores jóvenes, tanto en español como en inglés.

Es fundamentalmente reconocido como cuentista, aunque en 2007 publicó su primera novela, Radio Ciudad Perdida.

De su libro debut, Guerra en las penumbras, publicamos este extracto. La versión completa, ilustrada por Sheila Alvarado, se puede leer en: http://etiquetanegra.com.pe/wp-content/uploads/2010/08/CUIDAD-DE-PAYASOS.pdf.

Ciudad de payasos

Cuando llegué al hospital aquella mañana, encontré a mi madre fregando los pisos. Mi anciano padre había muerto un día antes y a ella le había dejado una cuenta excepcional con que lidiar. Ellos la habían tenido trabajando toda la noche. Coloqué la deuda con un avance en un papel que me había dado. Le dije que lo sentía, y lo sentía. Su cara se fue tornando roja, pero ella no lloraba más. Ella se veía cansada con una triste y oscura mirada. "ella es Carmela", dijo, " la amiga de tu padre”. Carmela fregaba el suelo conmigo". Mi madre me miró a los ojos, como para que interpretara eso. Y lo hice. Sabía exactamente quién era esa mujer.

“¿Oscarcito? No te he visto desde que eras así de grande" dijo Carmela, señalando su cadera. Ella levantó su mano, y yo se la di de mala gana. Algo en aquel comentario me molestó, me confundió. ¿Cuándo yo la había visto? Yo no podía creer que ella estuviera de pie, allí delante de mí.

En el velorio, conocí a mis hermanastros. Yo conté tres. Durante doce años me había alejado de la vida de mi padre - desde que él nos abandonó, justo después de mi decimocuarto cumpleaños. Carmela había sido su amante, después su esposa. Menuda, color cocoa, con ojos verde azulados, ella era más bonita de lo que yo me había imaginado. Llevaba un simple vestido negro, más agradable que el de mi madre. No dijimos mucho, pero me sonrió con ojos brillosos. Ella y mi madre lloraron de nuevo y se consolaron la una a la otra. Nadie había previsto la enfermedad que derribó a mi padre

Los hijos de Carmela eran mis hermanos, eso era bastante claro. Había un aire de Don Hugo en sus rostros: los ojos, los brazos largos y las piernas cortas. Ellos eran unos años más jóvenes que yo, el mayor tenía tal vez diecisiete, el menor aproximadamente once. Me pregunté si yo debería acercarme a ellos. Sabía, de hecho, que como mayor que ellos, yo debería hacerlo; pero no lo hice. Finalmente, por insistencia de nuestras madres, nos dimos la mano. "Ah, el reportero," dijo el mayor. Él tiene la sonrisa de mi padre. Intenté proyectar una especie de autoridad sobre ellos - basado en la edad, supongo, o talvez el hecho que ellos eran negros, o que yo era el hijo legítimo - pero pienso que no resultó. Mi corazón no estaba en ello. Ellos tocaron a mi madre, con aquella luz. Había una forma cómplice cuando hablaban que mostraba una cierta intimidad entre ellos, como si ella fuera una tía querida y no la esposa suplantada. Incluso ellos le pertenecían ahora. Ser el primer nacido del legítimo matrimonio no significaba nada en absoluto; esta gente era, al final, la verdadera familia de Don Hugo.

Al día siguiente, en el periódico, no mencioné a nadie la muerte de mi padre, excepto al tipo de necrología, a quien le pedí hiciera la nota por mí, como un favor a mi madre. "¿Él es un pariente?" preguntó, con su voz evasiva.

"Un amigo de la familia. Échame un mano pues, ¿Lo harás?", le alcancé un pedazo de papel:

Hugo Uribe Banegas, natural de Cerro de Pasco, pasó a la vida eterna este pasado 2 de febrero en el hospital de Lima, el Dos de Mayo. Un amigo bueno y esposo de Doña Marisol Lara de Uribe. Que descanse en paz.

Dejé afuera a mis hermanos y a Carmela también. Ellos pudieron hacer su propio obituario si hubieran querido o si lo hubieran podido pagar-

En Lima, los que mueren de una manera fantasmagórica, violenta, espectacular, son celebrados por los periódicos de cincuenta centavos bajo de manera de titulares sangrientos: “Conductor quema melones” o “Narco come plomo en tiroteo”. Yo no trabajo en esa clase de periódico; pero si lo hiciera, tendría que escribir aquellos titulares también. Como mi padre, yo nunca he rechazado algún trabajo. He cubierto traficantes de droga, homicidas, incendios en discotecas y mercados, accidentes de tráfico, bombas en centros comerciales. Tengo un expediente de políticos corruptos, viejo jugadores de fútbol, artistas que odian el mundo. Pero nunca he cubierto la muerte inesperada de un trabajador de la construcción de mediana edad en un hospital público. Afligido por su esposa, su hijo, su otra esposa y sus otros hijos.

martes, 29 de marzo de 2011

UN SIGLO CON TENNESSEE WILLIAMS


Hace cien años nacía en Mississippi, Thomas Lanier Williams III, quien con los años devendría en uno de los representantes de la mejor literatura estadounidense y de los grandes dramaturgos del siglo XX.

Conocido con el sobrenombre de Tennessee por su fuerte acento sureño, este prolífico autor desmiente el mito de que para ser popular no se debe ser profundo ni trágico. Celebérrimo en vida, mimado por la crítica y por los premios, obsesivo en sus puestas y celoso de sus adaptaciones a la pantalla grande, tuvo una existencia feliz y tranquila, sin tener que dar explicaciones sobre su elección sexual y compartiendo muchos años con su pareja, Frank Merlo. Esto también hecha por tierra el mito de que el escritor dramático debe llevar una existencia miserable para poder alimentar a la musa.

Su infancia y adolescencia son la materia prima de sus obras. La madre de buena familia que lo alienta a imaginar, el padre severo y a veces agresivo, el hermano preferido del padre. Escribe regularmente a partir de los 16 años, va a la universidad local, luego se muda a Nueva Orleans y de allí a Nueva York, donde ejerció varios oficios. Es declarado no apto para ir al frente de batalla, durante la Segunda Guerra Mundial, debido a su homosexualidad y a algunos problemas cardíacos y nerviosos.

En 1943 se traslada a Hollywood, contratado por la Metro Goldwyn Meyer como guionista. El éxito lo sorprende dos años más tarde, cuando se estrena en Broadway El zoo de cristal. El suceso se confirmaría en 1947, cuando suba a escena Un tranvía llamado deseo, con un actor debutante en el protagónico: Marlon Brando.

Este período de creatividad intensa y grandes obras declina tras la muerte de su pareja y por el recrudecimiento de su dependencia al alcohol y a las drogas. Sin embargo, seguirá escribiendo hasta su muerte, ocurrida el 23 de febrero de 1983.

La obra de Tennessee Williams fue materia de análisis y de críticas. Jean-Paul Sartre le achaca indolencia y falta de compromiso social. Es cierto que no es un escritor revolucionario, sino más bien todo lo contrario, es un conservador. Hay una sublimación de los valores morales y de la tradición. Y a la vez hay un pensamiento nihilista subyacente, ya que el pasado no tiene retorno y quienes se aferran a él o a lo que representa, quedan marginados de la realidad.

Precisamente, un factor común que atraviesa el drama de sus personajes es esta incapacidad para vivir en el mundo real. La misma incapacidad que padecía su adorada hermana Rose, víctima primero de un trastorno mental y luego de una lobotomía. Tennessee deposita en estas mujeres débiles y disfuncionales la suma de virtudes anticuadas, como el pudor, la humildad, la inocencia, virtudes que probablemente encarnaba su hermana.

Hay también un cuestionamiento a las pasiones desenfrenadas. Nada bueno resulta cuando alguien da rienda suelta a sus instintos, como ya sostenían los griegos. La hybris siempre tiene su castigo y ellos son la soledad, la pobreza y la vejez. Lo paradójico es que el público que colmaba cines y teatros, esa clase media yanqui de postguerra, representaban precisamente el comportamiento que Tennessee cuestionaba.

Para ser conservador, fue un gran atrevido. Introdujo abiertamente el tema de la sexualidad en medio de una sociedad pacata. Escribió sobre la locura, sobre el canibalismo, sobre la prostitución masculina, temas que resultan incómodos de tratar. Escribió para sus actrices, dándole preponderancia a los roles femeninos, en una industria que promovía más héroes que heroínas.

Y como le dio voz a los perdedores, a los marginados y a los solitarios, como no se ocupó de redimirlos ni de inventarles un final feliz, lo recibimos con el mejor whisky que reservamos en el bar de Tlön para los amigos.

El zoo de cristal (1944)


Esta obra marcará el primer hito en la carrera literaria de Tennessee Williams, a pesar de que ya llevaba publicadas media docena de obras. En ella ya están bien definidas las características de su dramaturgia: personajes femeninos débiles y virtuosos que sufren y no encajan en su entorno, personajes masculinos débiles y viciosos que arrastran en su caída a los primeros, la represión sexual, la homosexualidad encubierta, la madre ejerciendo indistintamente tiranía o desidia, el padre severo y castrador, el temor a la vejez, la hipocresía y la nostalgia por el pasado.

El autor mueve piadosamente los hilos de sus criaturas. Esta piedad es la que el espectador siente al ver en escena a Laura Wingfield, la chica renga que colecciona figuritas de cristal en una casa que se asemeja a una jaula. Laura es tímida, dulce y romántica, tan ingenua que es incapaz de albergar malos sentimientos hacia esa madre dura, egoísta e insensible que compone el personaje de Amanda. El tercero en la familia es Tom, el hermano mayor de Laura y narrador de la historia. El padre está presente en su ausencia.

Amanda vive aferrada a un esplendor perdido y lamenta esa hija minusválida, que no tiene posibilidad alguna de brillar en sociedad. En cambio, alienta a Tom, porque espera grandes cosas de su vástago, incluso que la salve de ese presente que la agobia. Cabe señalar que el defecto de Laura es imperceptible, agrandado a fuerza de centrarse en él toda la atención de la madre. En medio de ese clima desalentador, la reaparición de Jim, antiguo compañero escolar de Laura y actual colega de Tom, enciende una llama de esperanza en Amanda, que lo ve como un candidato ideal para Laura. Esa llama, alimentada por la fantasía, se transformará en un fuego que lo consumirá todo. Sin embargo, Laura permanecerá ajena a tantas expectativas exageradas, aunque sentirá que una vez más ha defraudado a su madre. Sólo la conmoverá la rotura de su figurita preferida, un unicornio, símbolo de la singularidad de su dueña.
Finalmente, el hijo no encuentra otra salida que repetir el comportamiento de su padre y se aleja, dejando a las dos mujeres inmersas en sus respectivos mundos, uno de evocación de tiempos felices y otro de animales de cristal, mucho más fáciles de afrontar que el mundo real.

La película original se filmó en 1950. La dirección estuvo a cargo de Irving Rapper y la protagonizaron Gertrude Lawrence, Arthur Kennedy, Jane Wyman y Kirk Douglas. (http://descargacineclasico.blogspot.com/2011/03/el-zoo-de-cristal.html)

Un tranvía llamado deseo (1947)


Tal vez su título más reconocido, es un clásico del teatro norteamericano y contemporáneo y la cumbre del talento de este autor. ¿Cómo olvidar a esa voluble y soberbia Blanche DuBois, esa cabecita loca que despierta compasión, a pesar de sus delirios de grandeza y de su hipocresía? Porque Blanche comparte ese sitial de las heroínas no necesariamente perfectas ni simpáticas, como Medea, como Emma Bovary. Tiene varios muertos en el armario y muchas excusas para justificarlos. Es alcohólica, promiscua, altanera y mentirosa. Finge una superioridad que no es tal y añora un pasado de lujos que ya no tiene. Y desde ese pedestal de barro cuestiona al marido de su hermana Stella, Stanley Kowalski, un obrero polaco, rústico, bebedor y jugador de cartas, pero a la vez salvajemente sexy. Pero Stella se ha adaptado a su nueva realidad, que tampoco es un jardín de rosas. Stanley la domina y ella lo permite, movida por esa atracción animal que siente por él.

La llegada de Blanche altera la de por sí alterada relación matrimonial. Blanche se enreda con un amigo de Stanley, Mitch, un tipo simple y sentimental que pretende casarse con ella, a quien ve frágil y desprotegida. Sin embargo, Stanley descubre la verdad sobre el turbulento pasado de su cuñada y la enfrenta y ese enfrentamiento, cruel y violento, pone al descubierto la prohibida tensión sexual que existe entre ambos. Esta conmoción perturba aún más la mente confundida de Blanche, que termina internada en un manicomio.

Los personajes son shakespereanos, en el sentido de que son personificaciones de conceptos y paradigmas sociales. Así, Stella es la sociedad burguesa que conoce sus debilidades, las rechaza, pero sin intentar cambiar nada, porque prefiere la seguridad de lo conocido. Juega bien su rol de mujer y de esposa decente, ya que hasta su lascivia está santificada por el matrimonio. Stanley representa la fuerza bruta del proletariado, ese monstruo soterrado y peligroso. Sin embargo, todo en él es real y sin ambages, no especula como Stella ni pretende como Blanche. Mitch refleja los valores de un caballero dispuesto a combatir por su dama. Es el más noble de los personajes. Blanche es la aristocracia corrompida, que no sabe adaptarse a los nuevos tiempos y queda atrapada en una ilusión del pasado. Es también un ángel caído, una pecadora que finalmente es castigada severamente por sus faltas.

La película es una joya de Elia Kazan, con un elenco insuperable: Marlon Brando como Kowalski, Vivien Leigh como Blanche, Karl Malden como Mitch y Kim Hunter como Stella. (http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/un-tranvia-llamado-deseo-1951-dvdrip/)

Verano y humo (1948)


La trama que se teje en esta obra es casi un tango: la mujer virtuosa que se enamora del galán que fatalmente la abandona para casarse con otra. Pero Tennessee no se queda en el melodrama, sino que escarba como un bisturí.

Originariamente titulada "Chart of anatomy", la acción tiene lugar en un pueblito del Mississippi, donde vive la hija solterona de un ministro protestante, Alma Winemiller. Puerta de por medio, está su vecino, el doctor John Buchanan, un hombre un tanto desprolijo y liberal, que intenta seducirla ese verano en cuestión. Ella se resiste, pero cae en una confusión entre platónica y sexual, que hace que ya no pueda ser la misma de antes. "La mujer que decía no murió el pasado verano, sofocada por el humo del fuego que nació dentro de ella", dice Alma en uno de sus diálogos con Buchanan. Pero él también cambió y sentó cabeza, al comprometerse con una mujer más joven. En la última escena, Alma seduce a un eventual viajante, dejando en claro qué dirección ha tomado su vida.

La corrupción de un alma pura por un hombre desconsiderado y su posterior caída es el colofón de esta obra moralista que fue llevada al cine por Peter Grenville en 1961, con Laurence Harvey como Buchanan, Geraldine Page como Alma y Rita Moreno como la prometida.

La rosa tatuada (1951)


Este drama tiene lugar en Louisiana, dentro de una comunidad de ítalo-americanos que ve alterada su vida cotidiana cuando un policía mata a un camionero, envuelto en un caso de contrabando de mercaderías. Serafina, su viuda, se ve profundamente afectada por la pérdida y el paso del tiempo sólo consigue aislarla cada vez más. Ella pretende que su hija adolescente la imite, pero en cambio la joven huye con su novio. De repente, su soledad es interrumpida por la aparición de otro camionero, que le hace replantear su vida entera y, particularmente, la idealización del esposo muerto. Si algún pecado se le puede adjudicar a Serafina es el orgullo, porque por lo demás es una buena mujer que solamente exageró un poco su deber conyugal.

Es de las obras menos crudas de Tennessee y tiene incluso pinceladas de humor. La película fue realizada en 1955 por Daniel Mann y protagonizada por Anna Magnani y Burt Lancaster. La italiana se llevó un Oscar por su interpretación de Serafina, algo inusual entonces para una actriz de habla no inglesa. (http://descargacineclasico.blogspot.com/2009/09/la-rosa-tatuada.html)

La gata sobre el tejado de cinc caliente (1955)


En esta obra el drama se cierne sobre un matrimonio en crisis, integrado por Brick y Maggie. Mientras él, un ex jugador de fútbol americano, se refugia en el alcohol, ella desea desesperadamente tener un hijo.

La escena comienza con ella esperando a que regrese su marido, deseándolo como una gata en celo. Pero él sólo abraza a la botella de whisky. Subterráneamente yace el recuerdo amargo y el sentimiento de culpa por la muerte de su mejor amigo (que se suicidó), una relación que sugiere un trasfondo homosexual. Ella no soporta más el desdén y saca las uñas. Paralelamente y no menos importante, está la conflictiva relación de Brick con su padre moribundo y la codicia de su hermano y esposa. La tórrida noche en que se celebra el cumpleaños del patriarca de esta familia sureña todo quedará al desnudo.

La película fue rodada por Robert Brooks, luego de que George Cukor resignara la dirección previendo que la historia sería censurada, y protagonizada por Elizabeth Taylor y Paul Newman. El autor no quedó conforme con la versión, principalmente porque quería el papel para Vivien Leigh y porque el guión suavizó las referencias a la homosexualidad de Brick. A pesar de estos inconvenientes, el film se convirtió en un clásico. (http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/la-gata-sobre-el-tejado-de-zinc-1958/)

De repente, el último verano (1958)


Esta es, quizás, la más revulsiva de las obras de Tennessee Williams, porque introduce temas que provocan polémica; el canibalismo, la locura y los experimentos médicos. La historia cuenta el drama de Catherine Holly (interpretada por Elizabeh Taylor en el film), una muchacha que es internada en un hospital psiquiátrico, por intervención de su desalmada tía, Violet Venable (Katharine Hepburn). Allí trabaja el doctor Cukrowicz (Montgomery Clift), un neurocirujano especializado en lobotomías. La tía ofrece una gran cantidad de dinero para que el médico realice esta práctica sobre su sobrina, apoyada por la codiciosa madre de la pobre chica y por el director del hospital, que ve la oportunidad de mejorar sus finanzas.

Sin embargo, Cukrowicz se opone, porque cree que Catherine no está loca, sino perturbada por sus miedos. De sus diálogos, nos enteramos que el primo de la joven (a quien veladamente se lo describe como homosexual), hijo de la perversa Violet, fue devorado por unos muchachos y que el verdadero motivo que la impulsa para lobotomizar a su sobrina es tapar esta espantosa verdad.

La película sufrió el recorte de la censura, por lo que hay que adivinar las piezas que faltan. Así y todo, es un gran film, duro, innovador y osado, con la factura del maestro Joseph Leo Mankiewicz, quien trabajó sobre el guión del propio autor y de Gore Vidal (http://www.full-backup.com/de-repente-el-ultimo-verano-dvd/)

Dulce pájaro de juventud (1959)


Chance Wayne, un muchacho joven y guapo, regresa al pueblo natal, después de sus frustrados intentos de convertirse en actor de cine. En el viaje, se relaciona con Alexandra del Lago, una estrella en decadencia, con la esperanza de que pueda conseguirle un papel. Se alojan juntos en un hotel, pero entonces él aprovecha para retomar el romance con Heavenly, una antigua ex novia, hija de un político local, a causa de quien había tenido que abandonar la ciudad. El triángulo está planteado, así como las miserias humanas. Un hombre que vende su compañía a mujeres ricas y solitarias, una mujer que no acepta la decadencia natural que impone el paso del tiempo, una chica inocente que se transforma en víctima (su novio le contagia una enfermedad venérea que deriva en una histerectomía y en la imposibilidad de tener hijos) y un pueblo que condena al gigoló y en él a las costumbres liberales que representa.

La obra se estrenó en el teatro con los mismos actores que la llevaron a la pantalla grande: Geraldine Page como Alexandra y Paul Newman en el rol de Chance. La dirección de la película estuvo a cargo de Robert Brooks.
El enlace para descargar la película es: http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/dulce-pajaro-de-juventud-1962/

La noche de la iguana (1961)


El último gran drama de su etapa de madurez literaria fue llevado al cine en 1964 de la mano de John Huston, con Burt Lancaster como ese sacerdote anglicano conflictuado y pintón. A pesar de que la obra se centra esta vez en un personaje masculino, es su relación con las mujeres la que define la trama, ya que cuando decide trasladarse a México para resolver sus problemas, se emplea como guía turístico de solteronas estadounidenses. Allí se ve acosado por una jovencita que lo quiere seducir a toda costa (en la película, la "Lolita" Sue Lyon), lo que provoca que las señoras se ofendan y lo despidan. Más angustiado que antes, se escapa a Puerto Vallarta, donde se refugia en el hotel de una vieja amiga (Ava Gardner), donde conocerá a otra mujer (Deborah Kerr) de costumbres tradicionales y altos valores morales.

Nuevamente, la represión sexual y las relaciones interpersonales disfuncionales es el tema central. El sacerdote no es un santo: tiene un pecado oculto que lo acecha (sedujo a una menor cuando apenas se ordenó), problemas con el alcohol y se debate entre su deber y su afición por las mujeres. Como contrafigura a este hombre imperfecto, una mujer pura y emocionalmente frágil, tal vez su única chance de salvación. Nuevamente, Tennessee deposita la esperanza de la humanidad en estas criaturas tímidas, débiles y que caminan a contracorriente de la sociedad, porque pertenecen a un pasado idílico, a una época idealizada en la mente del autor.
(http://mundocine.portalmundos.com/la-noche-de-la-iguana-1964-descarga-cine-online/