martes, 8 de noviembre de 2011

LA ESPAÑA INVERTEBRADA


Cuando Ortega y Gasset escribió, en 1921, el ensayo que da título a este capítulo de Tlön, se anticipó a las consecuencias de esa realidad que él observaba con preocupación: un país sesgado por regionalismos y separatismos y una dirigencia política incapaz de tomar decisiones acertadas y brindar soluciones eficaces a los problemas. Cualquier similitud con la actualidad es pura coincidencia.

Ese proceso de desintegración social que alarmaba al filósofo eclosionó con la Guerra Civil Española. Pero lo peor aún estaba por venir y se llamó franquismo. A la legión de escritores nacidos en esos años y que comenzaron a publicar hacia la mitad del siglo XX se los conoce como Generación del 50. Más allá de los géneros y estilos, los une el espanto y el pesimismo.

De este colectivo de poetas, narradores, ensayistas y dramaturgos, invitamos a los tres que nos prometieron llevarnos de tapas por esos paradores de la España interior, ni bien salgan de la crisis. Ellos son Ignacio Aldecoa, Ana María Matute y Juan Goytisolo.

Neorrealismo a la vasca


Ignacio Aldecoa Isasi fue un escritor nacido en Vitoria en 1925, que en la década del 50 se deslumbró por el nuevo periodismo de Truman Capote y los guiones cinematográficos de Cesare Zavattini. Novelista, cuentista y poeta desarrolló una obra de intenso compromiso social, al describir ni más ni menos que la España de Franco. Son historias pequeñas, cotidianas, pueblerinas, trágicas pero no épicas, al estilo de esas que en los años veinte había escrito Sherwood Anderson en su Winesburg, Ohio.

El fulgor y la sangre (novela), El corazón y otros frutos amargos (relatos, Los pájaros de Baden-Baden (relatos, son algunas de sus obras. Murió en Madrid en 1969.

El diablo en el cuerpo

Cuando sonó el despertador, don Eladio Castaños, sentado en el borde del lecho conyugal, se estaba atando las cintas de los calzoncillos. Se las ataba altas para que, al ponerse de pie, no le tirasen. Le venía una imaginación de carta voluminosa en un sobre demasiado justo cuando esto ocurría. Dejó una roseta a medio hacer y alargó la mano. El reloj dejó de sonar y doña Trinidad García, su señora, murmuró entre sueños: « ¿Las ocho ya?», y siguió durmiendo. Don Eladio la miró con ternura.
Don Eladio, con los pantalones sin abrochar y los tirantes caídos en riendas, salió en camiseta de felpa y mangas largas, que se le quedaban cortas a cuatro dedos de las muñecas, chancleteando por el pasillo. Se lavó. No se afeitó porque era hombre de barbería. Ordenó sus cabellos, blancos y ralos, sobre la honrada calva de comerciante que sabe lo que es la vida y recuerda, siempre que el tema surge, los nombres del coronel, del capitán, del sargento y hasta del cabo del regimiento, de la compañía, del pelotón y de la escuadra donde cumplió su servicio militar. Después bajó a abrir la tienda.
(Refrán: A quien madruga, Dios le ayuda.)
Alzó, valiéndose de una pértiga, el cierre metálico y comenzó a toser desesperadamente. Llegaron los dependientes.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Marcos.
Marcos llevaba veinte años con él. Era poca cosa y tenía un pulmón hecho tiras, pero fiel, ¡fiel y buena persona! «Denme ustedes hombres así - solía decir don Eladio en la tertulia del casino -, y verán cómo marchan los negocios.» Marcos, el pobre Marcos, admiraba a su jefe.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Juanito.
- Hace frío, ¿eh?
- El que corresponde al mes, el que corresponde.
Juanito cumplía veinticinco años de edad en septiembre. Hacía ocho que había entrado en la casa. Cuando le llamaron a quintas, don Eladio le guardó el puesto por cariño y porque era un muchacho pulcro y sensato, con un raro talento para la clientela femenina. Usaba corbatas de fantasía y mucha brillantina en el pelo.
- Buenos días, don Eladio.
- Hola, chico. Hoy hay que andar más vivo con los encargos.
- Sí, señor.
Chico había sido hasta hacía unos días botones en una tienda de modas. Su madre logró, por recomendación de un señor, que don Eladio le admitiera; esto era más seguro y además podía hacer carrera. Chico sustituía a un muchacho de cara ratonil que fue expulsado por vago y contestón.
Don Eladio subió a desayunar. Marcos se puso un guardapolvo. Juan se arregló el nudo de la corbata. Chico comenzó a silbar.
Don Eladio tomaba café con leche y sopas metiendo ruido. Pensaba que tenía dos hijos, a los que había sacado adelante con mucho esfuerzo, eso sí, pero que no le habían defraudado y eran gentes de provecho y de cultura. Pensaba, también, en el dinero que guardaba en el Banco para cuando se le echasen los años. Doña Trinidad le llamó:
- Eladio, ¿qué hora es?
- Las nueve y cuarto, Trini.
Doña Trinidad apareció hecha un adefesio, con el pelo revuelto y un albornoz cubriéndole el camisón y lo que bajo él se adivinaba como fláccidos volúmenes.
- ¿Dónde está María?
- Creo que limpiando la escalera.
- Estas chicas de hoy... Ya deberían estar limpias hace rato.
Salió gritando:
- ¡María, María!
Se oyó vagamente:
- ¿Qué, señora?
- ¿Hay agua caliente?
Don Eladio se pasó la servilleta por los labios y sacó la petaca. La servilleta gozaba de algunas manchas de salsas y de un fideo seco - con cierto aire de nervio de chuleta pegado en una esquina. Don Eladio encendió el primer cigarrillo del día.
(Advertencia: No se debe fumar hasta después del desayuno, si no los bronquios se estropean, se tose y se sienten náuseas.)
Cuando llegó el periódico, don Eladio se arrellanó en la butaca de su escritorio y se puso a leerlo. Marcos huroneaba por allí en busca de algo.
- Marcos, ¿ha leído usted esto? La pregunta no tenía sentido.
- No, don Eladio.
Don Eladio principió a hacer comentarios de hombre de orden; luego leyó en voz alta:
- «Se descubre una falsificación de lotería»... ¿Qué le parece a usted? Esto no ha ocurrido nunca. La inmoralidad de hoy no tiene precedentes. Esto es lo que traen las guerras.
Se hizo un silencio en el que solamente se oían los débiles ruidos que hacía el dependiente mayor al revolver en un estante.
- Pero qué cosas se inventan - dijo don Eladio, hablando consigo mismo, y comenzó a leer:
«Se ha descubierto un nuevo tratamiento de la tuberculosis.»
Don Eladio sufrió un fuerte ataque de tos que nada tenía que ver con la noticia.
A la una en punto de la tarde cerraron la tienda, no bajaron el cierre metálico y colocaron bien visible un cartel en la puerta: «Cerrado de una a cuatro.»
Don Eladio salió a la calle con Marcos. En la esquina, una taberna. En la taberna, buena gente y discreción. Entraron a beber unos vasos de vino. Don Eladio pagó la primera ronda, como era su costumbre. Cada uno abonaba después lo suyo.
Acertó a pasar una vieja que vendía lotería.
- Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo? Cómpreme un decimito. Son quince pesetas. Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo?
La salmodia continuaba.
Don Eladio despertó.
- ¿A ver, buena mujer?
- El trece mil doscientos setenta, señor. Suman trece.
No compraba a las vendedoras, porque su innato sentido del ahorro le prohibía casi derrochar el tanto por ciento de la reventa, pero tuvo un arrebato de inspiración:
- Démelo.
- ¿Un décimo?
- No, tres.
Ofreció de mala gana una participación a Marcos:
-¿Usted quiere llevar algo en éste?
Marcos aguantó:
- No, muchas gracias, don Eladio.
- Bonito número, ¿verdad?
- A ver si tiene usted suerte.
- Me da el corazón que es de tocar.
Bebieron sus vasos, pagaron y se fueron.
Al anochecer iba don Eladio al casino. Una tertulia de amigos, comerciantes como él, excepción hecha de un militar, que procedía de tropa y era un antiguo compañero, le esperaba. Hablaron de vaguedades.
Don Ulpiano Seco, que tenía una droguería, recordaba una gran tarde de Ricardo Torres, el torero de la sonrisita.
- ¡Qué tarde, santo Dios! El respetable se partía las manos. ¡Qué toro! Dos vueltas le dieron.
Don Ulpiano sabía mucho de tauromaquia y bastante de picardías. Soltero y con dinero, todavía echaba sus canas al aire bajo cuerda y con muchos tapujos.
Cambiaron de tema. Molestaron tres veces a un camarero. Se gastaron bromas y sacaron la lotería a relucir.
- ¿Qué número cayó la vez pasada?
- El veintiún mil doscientos setenta.
- ¿El qué?
- El veintiuno, dos, siete, cero.
Don Arcadio Luengo era algo sordo.
- ¡Ah! Esa terminación es de caer, ¿eh?
Don Eladio, pomposamente, sacó la cartera.
- Yo llevo el trece mil doscientos setenta.
Don Arcadio se inclinó a mirarlo.
- Ése no cae.
- ¿Quién sabe?
- Bueno, vaya usted a saber. El diablo las carga...
Don Eladio guardó los décimos y se estiró el chaleco.
- Esto de la lotería es cosa del demonio. Una vez vi un número que me gustaba y no lo compré por no cambiar. Pues ¿qué creen ustedes que ocurrió?
Hizo una gran pausa.
- Pues, nada. Voy a mirar la lista, por casualidad, porque no jugaba, y allí estaba con doscientas mil pesetas.
El militar que procedía de tropa se limitó a decir:
- Hay que ver lo que son las cosas.
A las nueve en punto se levantaron. Don Eladio salió con don Arcadio. El militar se fue a la Biblioteca. Don Ulpiano se sumergió en el sillón y empezó a mirar, con ojillos de perro en celo, a una señora que estaba con su marido.
Don Eladio llegó a su casa, puso la radio, cenó, charló un rato con doña Trinidad y ¡a la cama!
(Un decir: A las diez en la cama estés.)
A don Eladio le tocó la lotería.
En el casino le recibieron los de su tertulia con envidia y enhorabuenas.
Algún camarero se acercó para ver si caía algo. Don Ulpiano alzó las cejas: Muchacho, pero ¿has hecho pacto con el diablo?
Don Eladio, feliz, sonriente, un poco misterioso, le contestó:
- Pues claro, hombre. No te dije... Esto son cosas del demonio.
Repartió unos puros canarios, pagó la consumición de todos, dio dos pesetas al camarero y se fue. La tertulia quedó murmurando.
Don Ulpiano floreaba su conversación de torerías.
- Este tío tiene más suerte que El Guerra.
Don Arcadio se hacía cruces.
- Pero es posible; con el dinero que tiene este bribón... El militar recordó su paga:
- Ya quisiera yo ver a éste sirviendo al Estado.
Don Eladio entró en su casa, clamoroso y triunfante.
- ¡Trini!, ¡Trini! - se atragantó de saliva - ¿A que no sabes lo que te traigo?
Apareció doña Trinidad, saltando como una chiquilla.
- ¡Ay, Eladio...! ¿Qué es?
Don Eladio abrió un estuchito y le mostró una sortijita con un pequeño diamante.
- Un sol, un sol, Eladio mío. Pero ¿cómo se te ha ocurrido?
Don Eladio se encogió de hombros con suficiencia:
- A mi prenda adorada, yo soy capaz de regalarle el mundo.
Después le enseñó un billete completo de la lotería.
- Juego el catorce mil seiscientos veinte. A ver si se repite la suerte.
Besó en la frente a doña Trinidad y añadió:
- Hoy vamos al teatro.
A don Eladio le sorprendió el sábado de la semana siguiente que sus contertulios le miraran hoscamente. Don Ulpiano dijo:
- ¡De modo que otra vez! Eso del pacto con el diablo va siendo verdad.
Don Eladio sonrió forzosamente, asustado de su buena suerte. Tenía miedo, ese miedo que al hombre le entra tras de una racha de suerte. Miedo fáustico que le hacía sentir allá dentro, junto a su corazón, un duendecillo que murmuraba a cada latido: «Esto se ha de acabar, quien está a las vacas gordas está a las flacas.»
Don Eladio se despidió rápidamente. La tertulia se encocoraba de odios:
- Dios le da música al sordo.
- Esa vaca de su mujer se va a hacer una marquesona.
- Uno con un sueldo mezquino y cuatro hijos pequeños, y este cabrito de bóbilis.
Don Eladio no pudo dormir. Daba vueltas en la cama pensando en el infierno. El diablo lo agarraba con un tenedor gigantesco y le decía: «Eladio, he cumplido mi parte, ahora dame tu alma.» Doña Trinidad roncaba. El número 23-611, sumando trece, bailaba en la cartera de don Eladio, esperando el próximo sorteo. Don Eladio no tenía escarmiento.
(Cartel: Es peligroso jugar con fuego.)
No quiso ver la lista. No quiso enterarse de nada. Pero allá estaba la suerte, llamando a su puerta con aldabonazos de horror. Marcos, el dependiente, le dijo por la tarde:
- Don Eladio, me parece que otra vez, ¿no lleva usted el veintitrés mil seiscientos once?
Don Eladio contuvo la respiración. La cabeza le daba vueltas. Balbució:
- Sí.
Y aquel sí se le escapó como un suspiro de moribundo.
Marcos sonrió:
- Ya me parecía a mí. Pues le ha tocado.
Don Eladio no fue a la tertulia. En la ciudad todo el mundo hablaba de su caso. Las comadres charlaban.
- Eso es pacto con el diablo, no otra cosa...
- Así tiene que ser, porque si no, no es posible...
Don Eladio vagabundeaba por las calles como un sonámbulo. Su mujer, despeinada, en camisón, avizoraba desde la ventana.
Don Eladio contaba sus pasos y pensaba:
«No, no puede ser. No, no he podido vender mi alma. Me confesaré. Haré penitencia. Daré mi dinero a los pobres, o mejor al hospital, o mejor a los frailes para que recen por mí.»
Daban las tres de la madrugada cuando don Eladio entró en su casa. Un sudor frío le humedecía la frente. Estaba agotado, ojeroso, lívido. Su mujer intentó tranquilizarlo. Le mostró una carta que había recibido del hijo que trabajaba en Madrid. Don Eladio no le prestaba atención. Sentado miraba sus rodillas fijamente. No quiso acostarse.
A las dos semanas don Eladio estaba hecho un trapo. Profundas arrugas le deformaban el rostro. Había adelgazado. Hubo consultas de médicos. El no hablaba, vivía en otro mundo. En su interior una extraña, metálica voz le susurraba: «Cumple el contrato, cumple el contrato.» Llegaron los hijos a hacerse cargo del negocio.
El otoño extendía su color de pasa por los jardines. Algún gorrión picoteaba en los balcones. La gente miraba al cielo, todavía azul, pero con nubes gruesas, viajeras, sin rumbo, que traían el frío. La gente hacía cabalas sobre el tiempo futuro.
Las tapias son altas, arriba hay cristales para que no se puedan saltar. Las tapias tienen musguillos y plantas sin flores. Las tapias están desconchadas en la parte que da a la calle. Las tapias tienen una tristeza de tarde de domingo provinciano. Las tapias parecen infinitas. Tras las tapias está el húmedo, misterioso jardín del manicomio.

Los cuentos de la abuela


Nacida en Barcelona en 1926, Ana María Matute es la tercera mujer en obtener el Premio Cervantes, una de las pocas que ocupó un lugar en la Real Academia Española y la primera en depositar la primera edición de un libro en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, donde se guarda el tesoro de las letras españolas.

La autora de Olvidado rey Gudú, una fantástica novela fantástica, es una de las mejores plumas de la posguerra. Su literatura combina técnicas surrealistas con un contenido fuertemente realista. Habla de la hipocresía, la maldad, la alienación con una prosa lírica y clara. Además de la narrativa para adultos, ha escrito muchos relatos para niños y jóvenes.

Pecado de omisión

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope! ¡Lope!

Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:

-Sí, sí, sí...

Como decía un catalán...


Como las hermanitas Brönte, los Goytisolo fueron tres hermanos escritores, de los cuales sobreviven dos, Luis y Juan, ya que José Agustín se suicidó en 1999. Los tres son reconocidos como excelsos representantes de la Generación del 50, cada cual en lo suyo: José Agustín como poeta, Luis como novelista (su tetralogía Antagonía es considerada como una de las obras más importantes del siglo XX)y Juan como cuentista y ensayista, aunque también ha escrito novelas.

Precisamente de Juan Goytisolo se trata el asunto. Nacido en Barcelona en 1931, pasó gran parte de su vida en París, Marruecos y Estados Unidos, autoexiliado por su ferviente oposición al franquismo. Fue profesor de Literatura, periodista, crítico, editor e investigador y se lo tiene por uno de los intelectuales españoles más lúcidos. Actualmente vive en Marrakech.

A nuestro juicio, es otra de los olvidados de la Fundación Nobel, porque su obra, además de ser vasta y diversa, es de una calidad excepcional. Para reivindicarlo, no encontramos mejor recurso que compartir uno de sus cuentos.

Cara y cruz

A media tarde me habían telefoneado desde el cuartel para decirme que el martes entraba de guardia. Tenía por lo tanto tres días libres. Mi primera idea fue llamar a Borés, que acababa de cumplir la semana en el cuartel de Pedralbes.
-Mi viejo se ha largado a Madrid y ha olvidado las llaves del auto.
-Hace dos noches que no pego un ojo -me contestó.
-¿Putas? -dije.
-Chinches. Toda la Residencia de Oficiales está infestada.

Cuando llegué a la cafetería, me esperaba ya. Estaba algo más blanco que de costumbre y me mostró las señales del cuello.
-Lo que es esta vez no son mordiscos.
-¿Qué dice tu madre? -pregunté yo. Borés vació su ginfís de un trago.
-Desde que empecé el servicio anda más tranquila. Manolo se acercó a servimos con una servilleta doblada sobre el brazo.
-¿Qué piensa de toda esta gresca, don Rafael?. Con un ademán, indicó la cadena de altavoces encaramados en los árboles y los escudos que brillaban en los balcones de las casas.
-Turismo -repuse- El coste de la vida sube, y de algún modo deben sacar los cuartos.
-Eso mismo me digo yo, don Rafael.
-Aquí no es como en Roma... La gente va muy escaldada.

Retrepados en los sillones de mimbre, observamos el desfile de peregrinos. Tenía una sed del demonio y me bebí tres ginfís. Borés controló el paso de once monjas y siete curas.
-Por ahí cuentan que con la expedición americana viene un burdel de mulatas.
-Algo tienen que ofrecer al público. Con tanto calor y las apreturas...
-¿Qué te parece si fuéramos a dar un vistazo? ¿A la Emilia?
-Sí. A la Emilia.

Al arrancar, Manolo nos deseó que acabáramos la noche en buena compañía. Aunque eran las once, las calles estaban llenas de gente. Los altavoces transmitían música de órgano yen la luz roja de Canaletas cedimos el paso a un grupo de peregrinas.
-¿Crees que...? -preguntó Borés, asomando la cabeza.
-Quién sabe... Seguramente hay muchas mezcladas.
-Invítalas a subir.
-Recuerda lo que ocurrió la última vez -dije.

En las Ramblas, el tránsito se había embotellado y aguardamos frente al Liceo durante cerca de diez minutos. Al fin, aparcamos el coche en Atarazanas y subimos a pie por Montserrat. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en los raros cafés abiertos no cabía una aguja.
-Luego dicen que no hay agua en los pantanos -exclamó Borés, señalando las luminarias.
-Eres un descreído -le reprendí- En ocasiones así se tira la casa por la ventana

Por la calle Conde de Asalto discurría una comitiva tras un guión plateado. Varios niños salmodiaban algo en latín. Casa Emilia quedaba a una veintena de metros y contemplamos la fachada, asombrados. Resaltando entre las cruces de neón de la calle, sus balcones lucían un gigantesco escudo azul del Congreso.

-Caray -dijo Borés- ¿Has visto...?
-A lo mejor la han convertido también en capilla...

La luz del portal estaba apagada y subimos la escalera tientas. En el rellano, tropezamos con dos soldados.
-Están ustés perdiendo el tiempo -dijo uno- No hay nadie.
-¿Y las niñas?
-Se han ío.

Volvimos a bajar. Por la calzada desfilaban nuevos guiones y los observamos en silencio por espacio de unos segundos.
-¿Vamos al Gaucho?
-Vamos.

Al doblar la esquina, oí pronunciar mi nombre y mil atrás. Ninochka espiaba la procesión desde un portal y nos hacía señales de venir.
-Viciosos... -dijo atrayéndonos al interior del zaguán, ¿no os da vergüenza?

Iba vestida de negro, con un jersey con mangas cerrado hasta el cuello y ocultaba su pelo rubio platino bajo un gracioso pañuelo mantilla.
-¿Qué es este disfraz?
-Chist. Callaos -Al sonreír se le formaban dos hoyuelos en la cara- Se las han llevado a todas....En caminos...
-¿Cuándo?
-Esta mañana -apuntó al altavoz que tronaba en lo alto del farol- El señor ese ha dicho que cuando llegue el Nuncio la ciudad debe estar limpia.
-¿Y tú?
-Me escapé de milagro -volvió a mostrar el altavoz, con un mohín- Dice que no somos puras.
-Difamación -exclamé yo- Calumnia.
-Eso es lo que digo -Ninochka se arregló la mantilla, con coquetería-. Al fin y al cabo, somos flores. Arrugadas y marchitas, pero flores... Lo leí en una novela... Las hijas del asfalto... ¿La conoces?
-No.
-Pasa en el Mulén Ruxe de París... Es muy bonita.
-¿Y dónde han mandado las flores? -preguntó Borés.
-Fuera. A los pueblos. A tomar el aire del campo.
-¿No sabes dónde?
-A la Montse y la Merche, las han llevado a Gerona.
-Habría que ir a consolarlas -dije yo- ¿no te parece?
-Las pobrecillas -murmuró Borés- Deben sentirse tan solas...
-¿Vienes? -pregunté a Ninochka.
-¿Yo? -Ninochka reía de nuevo- Yo voy a la Adoración Nocturna... Como María Magdalena... Arrepentida...

Al despedimos, me mordió el lóbulo de la oreja. Estaba terriblemente atractiva con la mantilla y su jersey casto.
-¿Crees que encontraremos algo? -pregunté a Borés mientras ponía el motor en marcha.
-La noche es larga. No perdemos nada probando.

En el Paseo de Colón el tránsito se había despejado y bordeamos la verja del parque, camino de San Andrés.
-A lo mejor es una macutada.
-Por el camino nos enteraremos.

Habíamos dejado atrás los últimos escudos luminosos y avanzamos a ciento veinte por la carretera desierta. Nuestro primer alto fue en Matará.
-¿Ha visto usted un camión lleno de niñas? -pregunté al chico del bar.
-Yo no, señor -sus ojos brillaban de astucia- Pero he oído decir al personal que han pasado más de cinco.
-¿Hacia Gerona?
-Sí. Hacia Gerona.

Nos bebimos las dos ginebras y le dejé una buena propina.
-Uno de mis clientes ... Un notario ... ha tomado el mismo camino que ustedes hace sólo unos minutos.

Borés le agradeció la indicación y subimos de nuevo al coche. En menos de un cuarto de hora, dejamos atrás la carre­tera de Blanes. En una de las curvas de la sierra alcanzamos un Lancia negro, que conducía un hombre con gafas.
-Debe de ser el notario -dijo Borés.
-El tío parece que lleva prisa.
-Acelera ... Si me quita a la Merche, me lo cargo.

El parador de turismo tenía encendidas las luces y nos detuvimos a beber unas copas.
-¿Ha visto ... ? -preguntó Borés, al salir, indicando la carretera.
-Sí, sí -repuso el barman, riendo- Adelante.

En el cruce de Caldas volvimos a atrapar al notario. Borés se frotaba las manos excitado, y le largó una salva de insultos a través de la ventanilla.
-La Merche es para mí, y Dorita, y la Mari ...

A una docena de kilómetros de la ciudad, frené junto a un individuo que nos hacía señales con el brazo.
-¿Van a Gerona?
-Suba. El hombre se acomodó en el asiento de atrás, sin sacarse la boina.
-Parece que hay fiesta por ahí -aventuró Borés al cabo de un rato.
-Sí. Eso dicen ... -Hablaba con fuerte acento catalán- En mi pueblo todos los chicos han ido ...
-¿Y usted?
-También voy -en el retrovisor le vi guiñar un ojo- He esperado a que mi mujer se fuera a la cama...

La barriada dormía silenciosa y torcí por Primo de Rivera hacia el Oñar. Desde el puente, observé que los cafés de la Rambla estaban iluminados. Un camarero iba de un lado a otro con una bandeja y un grupo de gamberros se dirigía hacia la catedral, dando gritos.
-Mira... _dije yo.

El paseo ofrecía un extraordinario espectáculo. Sentadas en las sillas, acodadas en las barras de los bares, tumbadas sobre los bancos y los veladores había docenas de mujeres silenciosas, que nos contemplaban como a una aparición venida del otro mundo. El campanario de una iglesia daba las dos y muchas se recostaban contra la pared para dormir. Algunas no habían perdido aún la esperanza y nos invitaban a acercamos.
-Vente pa aquí, guapo.
-Una cama blandita y no te cobraré ni cinco.

Borés y yo nos abrimos paso hacia las arcadas. Venidos de todos los pueblos de la comarca, los tipos discutían, riendo, con las mujeres y se perdían por las callejuelas laterales, acompañados, a veces, de tres o cuatro. Los hoteles estaban llenos y no había una cama libre. Los afortunados poseedores de una habitación se acostaban gratis con las muchachas más caras.
-Llévame contigo, cielo...
-Anda... Ven a dormir un ratito...

A la primera ojeada, descubrimos a Merche. Estaba sentada en un café, fumando, y al vemos, no manifestó ninguna sorpresa.
-Dominus vobiscum -se limitó a decir, a modo de saludo.
-Ite missa est. Con ademán distraído nos invitó a instalamos a su lado.
-Perdonarán que el «livinrún» esté sucio -se excusó- Mi doncella está afiliada al sindicato y no trabaja el sábado.

El camarero hizo notar su presencia con un carraspeo. Borés pidió dos ginebras y otro café.
-¿De imaginaria? -preguntó cuando se hubo ido.
-Las clases ociosas solemos dormir tarde -repuso Merche. Su rostro reflejaba gran fatiga. Como de costumbre no se sabía si hablaba en serio, o bromeaba.
-Hace un par de horas pasamos por el barrio y Ninochka nos contó lo ocurrido.
-Es una iniciativa del Ministerio de Turismo -Merche apuró el café de su taza- Como éramos incultas nos ha pagado un viaje... Agencia Kuk... Ver mundo...
-¿No has encontrado cama? -pregunté yo. En lugar de contestarme, se encaró con Borés, sonriente.
-¿Y vosotros?... ¿Por qué estáis aquí?... ¿Han echado también a los hijos de buena familia?
-Sólo a los depravados -dijo él.
-Ah... A los depravados, sólo... Temía... Los ojos se le cerraban de sueño. Borés cambió una mirada conmigo.
-Mi padre tiene un despacho cerca de aquí -explicó- Si quieres, podemos dormir los dos juntos.
-Gracias, vida -dijo Merche- Eres un amor de chico.

Bebimos las dos ginebras y el café. Una mujer roncaba en la mesa del lado y los gamberros corrían aún dando gritos.
-Yo beberé otra copa, y ahueco.
-Entonces, telefonea a casa... Di que me he quedado a dormir en tu estudio.

Los miré alejarse hacia el barrio de la catedral. Cogidos del brazo. Luego pagué la nota del bar y caminé en dirección al río. Las mujeres me volvían a llamar y bebí otras dos ginebras. Aquella noche absorbía el alcohol como nada. Yo solo hubiera podido vaciar una barrica.
-Congresos así debería haber to los años -decía un hombre bajito a mi lado- ¿no le parece, compadre?

Le contesté que tenía razón y, si la memoria no me engaña, creo que bebimos un trago juntos. No sé a qué hora subí al coche, ni cómo hice los cien kilómetros que me separaban de Barcelona. Cuando llegué había amanecido y, por las calles adornadas, circulaban los primeros transeúntes. Sólo recuerdo que una brigada de obreros barría el suelo, preparando la procesión y que, al mirar al balcón de mi cuarto, descubrí un flamante escudo.
-Debe ser cosa de mamá -expliqué al sereno.

Procurando no hacer ruido, me colé hasta el cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha.