viernes, 15 de mayo de 2009

HISTORIAS DE TAITAS Y DE GUAPOS

El ciudadano que no habita dentro de los límites humanos o es una bestia bruta o es un dios.
Aristóteles

Tal vez porque el hombre actual es un escéptico, tal vez porque le han copado la parada otros géneros y soportes, como el periodismo y el cine, la literatura épica ya no es lo que era en otros tiempos.

La epopeya narrada, en la cual uno se identificaba con el protagonista quien después de mil penurias emergía victorioso, fue reemplazada, en el siglo XX, por historias sobre antihéroes, hombres comunes, sin mayores virtudes que el propio lector, que casi siempre terminaba solo, sin la chica, envilecido y borracho en alguna taberna.

Cualquier texto épico que se precie debe tener una intriga, es decir, una trama que se va develando a medida que los sucesos son narrados. Y tiene un héroe, con un objetivo o ideal concreto, y una serie de obstáculos a superar. Puede contar con la intervención (a favor o en contra) de entidades sobrenaturales. Los viajes también aparecen con mucha frecuencia: es parte de las dificultades que debe afrontar.

En los inicios de su desarrollo, la épica fue un género poético, en el cual el autor presentaba de forma objetiva hechos legendarios acontecidos en un tiempo y espacio determinados. Se utilizaba como forma de expresión habitual la narración, con inclusión de descripciones y diálogos.

Los textos épicos más antiguos, escritos por sumerios (Gilgamesh), griegos (Iliada y Odisea), romanos (Eneida) e hindúes (Mahabarata) giraban en torno a un personaje arquetípico que representaba los valores tradicionales de cada cultura, con la concurrencia de las deidades propias de cada panteón.

Posteriormente, se diversificó en varios subgéneros: la epopeya, el cantar de gesta, el poema épico culto, el romance, el cuento tradicional, el mito, la leyenda, el relato y la novela. Esta presente en todas las literaturas: podríamos decir que es el numen de las historias que ha contado el hombre.

En la Edad Media, con la aparición de los cantares de gesta, el elemento fantástico comenzó a disminuir. Eran relatos sobre nobles y guerreros valerosos. Son representativos de esta época el Cantar de Roldán, el Mío Cid, los Nibelungos, Beowulf, las leyendas sobre el rey Arturo, las sagas nórdicas.

Con la aparición de la novela picaresca, el protagonista fue perdiendo su característica heroica: era un ser vulgar que sobrevivía en un medio hostil. Tal es el caso del Lazarillo de Tormes. Otra vuelta de tuerca la daría la publicación de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, que sepultaría a las novelas de caballería, para inaugurar una literatura realista, que tendría su apogeo en el siglo XIX.

Contrarrestando esta tendencia, aparece el poema épico culto, que rescata la tradición griega y romana. Son ejemplos de esta corriente la Divina Comedia de Dante, Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, Os Lusiadas, de Luís de Camoes, La Araucana de Alonso de Ercilla, El Paraíso Perdido de John Milton.

La épica pura encuentra nuevos cultores en los autores fantásticos y de aventuras del siglo XIX y XX, que reinventan la figura del héroe: nacen Sandokán, Ivanhoe, el Príncipe Valiente. Y sobreviven gracias a los comics o historietas que recrean antiguas leyendas e inventan nuevas: Conán el Bárbaro, Nippur de Lagash, el Eternauta.

La literatura argentina, de la mano del romanticismo y de la gauchesca, también ha contado historias épicas: La cautiva de Esteban Echeverría, Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y sobre todo, el Martín Fierro de José Hernández.

Hoy que el bombardeo informativo nos expone cotidianamente a lo banal y mezquino de la existencia humana, se nos ocurrió armar un bailongo en Tlön, con todos los héroes míticos, ficcionales y reales, para que nos cuenten otra vez sus aventuras, esos relatos donde triunfaba el más guapo, pero no por guapo, sino porque perseguía un ideal.

AQUEL QUE VIO TODO


La literatura escrita tiene un texto fundacional: el Poema de Gilgamesh. Copiado en tablillas de arcilla con caracteres cuneiformes que datan del II milenio a.C., fueran recopilados por el rey Asurbanipal de Nínive.

La epopeya cuenta la historia del rey de Uruk, quien se cree vivió aproximadamente en 2500 a.C., pero aún hoy en día, con tanto superhéroe, sus aventuras mantienen vigencia. Será que, precisamente, Gilgamesh es el primer personaje inmortal.

El relato está estructurado en doce tablillas, siguiendo un orden astrológico y fueron encontradas por los arqueólogos al final del siglo XIX. La traducción definitiva fue realizada en 1984 y contó con la colaboración del escritor británico John Gardner.

Al comienzo, nos enteramos de que Gilgamesh no es un buen rey. Somete a su pueblo a su poder tiránico y los súbditos deciden quejarse al dios del cielo, Anu, quien en respuesta al reclamo, crea un héroe, Enkidu. Sabemos que Enkidu es peludo, que viste el atuendo de los pastores, que no tiene patria ni familia y vive en estado salvaje, en perfecta armonía con la naturaleza.

Gilgamesh se entera de la existencia de Enkidu por medio del chisme de otro pastor, que le va con la queja, dado que le había desarmado las trampas para cazar animales. Gilgamesh entonces idea un plan: mandarle una prostituta para que lo seduzca y le haga abandonar la vida en la montaña.

Durante seis días y siete noches, Enkidu se regocijó con la señorita, al cabo de los cuales se sintió satisfecho y regresó a sus animales, que se espantaron al verlo. Su inteligencia había despertado: era otro hombre. La prostituta trató de consolarlo, aconsejándole que abandonara la vida salvaje, dado que ahora era "como un dios".

Es ella la que va a descubrirle los rudimentos de la vida civilizada: le hace cambiar de ropa, le enseña a comer y a beber y lo lleva a la ciudad. En Uruk, Enkidu se anoticia de los atropellos cometidos por el rey Gilgamesh y decide hacerlo entrar en razón. Antes de enfrentarlo, somete a los animales que acechaban a los pobladores, como forma de demostrar que ha cambiado.

Es recibido por la gente con gran algarabía, como un protector. En tanto, Gilgamesh ha tenido un sueño premonitorio sobre la llegada de Enkidu. Este lo sorprende cuando se habia concedido el derecho de pernada sobre las jóvenes a punto de casarse y lo derrota en combate. Gilgamesh reconoce el valor de Enkidu y lo convierte en su mejor y único amigo. Luego de este encuentro, el rey abandona sus insensateces y gobierna justamente.

Para terminar con un mal que asolaba la región, juntos deciden atacar a Humbamba, custodio del Bosque de los Cedros, colocado allí por el dios Enlil. Enkidu duda, porque conoce el terrible poderío del monstruo. La gente también trata de disuadir a Gilgamesh. Pero ya se sabe que no hay peor fanático que el recién converso y el rey insiste en acometer la hazaña.

Por suerte para ellos, resultan victoriosos y son recibidos apoteóticamente. Gilgamesh realiza un ritual de purificación, tras el cual aparece tan bello que excita la lujuria de la diosa Ishtar (que ya de por sí era bastante ligera de cascos) La diosa le propone matrimonio al rey, quien la rechaza, recordándole su pasado non sancto, que incluye hombres y animales. Furiosa, la despechada le pide ayuda al dios Anu. Este envía un toro celeste a la tierra, para aterrar a los hombres. Sin embargo, nuestros héroes lo liquidan en un abrir y cerrar de ojos.

La diosa, vengativa, los maldice y llama a un consejo de dioses quienes deciden acabar con Enkidu, para salvar a Gilgamesh (que era un semidiós) Enkidu se entera en sueños de la decisión divina y se enferma mortalmente. Ya agonizando, maldice a la prostituta y al pastor que lo habían sacado de su estado salvaje para llevarlo a una muerte tan terrible, pero el dios Shamash le hace ver las virtudes de su nueva condición.

Gilgamesh está acongojado por la muerte de su amigo, hecho que no acepta hasta que el cadáver entra en descomposición. Se envuelve en una piel de león y decide llegar hasta los dominios de Utnapishtin, héroe del diluvio universal, a quien los dioses le habían concedido la inmortalidad.

Luego de varias peripecias, llega a orillas del Mar de la Muerte, donde el barquero lo cruza hasta la isla donde mora Utnapishtin. Este le hace comprender la inutilidad de su empresa y lo convence de regresar a Uruk. Pero no lo manda con las manos vacías: le da el secreto de una planta que hace rejuvenecer. La consigue, no sin dificultad, pero en el camino de regreso a casa se la roba una serpiente.

Sin esperanzas de vida eterna, vuelve a su ciudad, en la que permanecerá hasta su muerte. El poema culmina con la exaltación de la memoria del héroe: sin saberlo, ha conseguido lo que se proponía pues su nombre, tal como él deseó, se ha hecho eterno.

Además de su estructura épica, con su retahíla de andanzas gloriosas y extraordinarias, el texto tiene un trasfondo filósofico: es una alegoría que expone el problema del hombre frente a su propia muerte. Tema que, como se ve, es inherente a la condición humana desde los principios de la historia. Hay otra referencia curiosa en el mito de Gilgamesh: el tabú del incesto, cuando penaliza la relación entre Enil y Ninlil.

Pero además introduce otro dilema: estado de naturaleza versus cultura. Una disyuntiva que sería abordada por los filósofos modernos, como Hume y Rousseau y por los antropólogos como Levi-Strauss. Enkidu sería así el buen salvaje que transita el camino hasta su adaptación a la vida en sociedad. Cuando muere, Gilgamesh intenta recorrer el camino inverso, para aliviar su angustia ante la muerte. El mensaje que trasciende en esta simbologia es que es la conciencia de la muerte lo que nos aterra, conciencia que se adquiere en la medida en que el ser humano adquiere racionalidad.

La atemporalidad del poema, entonces, está lograda doblemente: por lo paradigmático de sus personajes y por lo universal del tema que desarrolla.

Para el texto completo: http://www.triplov.com/poesia/gilgamesh/index.html

CUÉNTAME, MUSA, LA HISTORIA DEL HOMBRE DE MUCHOS SENDEROS


¿Qué vicisitud no atravesó este hombre a lo largo de veinte años? ¡Acción! ¡Intriga! ¡Romance! ¿Qué guionista contemporaneo no querría inventar un argumento así y llevárselo a Spielberg? Porque la Odisea es un poema épico con alma de novela de aventuras, es la madre de todos los Salgaris, los Scott, los London, los Verne que en este mundo han sido.

Todo se lo debemos a Homero, dando por hecho que existió alguien que se tomó el trabajo de recopilar los cantos que se transmitían por tradición oral, de polis a polis. Homero debió vivir entre los siglos IX y VIII a.C. pues fue en el siglo VI a.C., durante la tiranía ateniense de Pisístrato, cuando se hicieron las mejores recopilaciones de su obra.

El poema comienza cuando Zeus y Atenea deciden que ya es tiempo de que Ulises (Odiseo para los griegos) vuelva a su hogar, de donde partió para pelear en la guerra de Troya, dejando a su esposa y a su hijo recién nacido. Ya pasaron cuatro años desde el fin de la guerra y la casa es un viva la pepa: a Penélope la acosan unos pretendientes bastante maleducados y Telémaco no da abasto con las responsabilidades del reino. Ella teje y desteje, para evitar tener que casarse con uno de los candidatos, ya que a su marido lo daban por muerto.

Por todo esto, Telémaco, ayudado por Atenea, parte en busca de su padre extraviado. Encuentra en su camino a otros combatientes griegos de Troya, que le dicen que no se preocupe, que seguro está a buen resguardo. A todo esto, nuestro héroe estaba prisionero en la isla de Calipso, quien estaba encaprichada con casarse con él. Atenea lo averigua y manda a Hermes hablar con Calipso para que libere a Ulises.

Ya en viaje a casa, lo sorprende una tormenta y naufraga. Lo rescata Atenea disfrazada, quien le hace escuchar, por intermedio de un aedo ciego, la narración de la guerra de Troya. Ulises se echa a llorar y ahí es cuando empieza a contar sus peripecias, desde que concluyó la guerra. Relata el episodio del cíclope, la estancia en la isla de Circe, la hechicera que convertía a los hombres en animales, el encuentro con Hades, quien le anticipó el futuro, el ardid para burlar a las sirenas, el ataque del monstruo marino. Le esperaba otro disgusto: Zeus lanzó un rayo sobre la embarcación, enojado porque habían matado unas vacas consagradas a Apolo, matando a todos los tripulantes, excepto a Ulises. Se había quedado solo.

Una vez que terminó el cuento, parte rumbo a Itaca, bajo la protección de Atenea, que lo cuidaba de los embates de Poseidón. En tanto, la diosa le avisa a Telémaco que vuelva a su casa. Cuando ve llegar a un forastero, no reconoce a en él a su padre, pero luego éste se da a conocer y así pergeñan un plan para sacarse de encima a los pretendientes de Penélope.

Organizan un concurso de arquería, en el que triunfa el héroe. Los desairados intentan matarlo, pero como es el protagonista de la historia, los madruga y los liquida a todos. Finalmente, Penélope se da cuenta que su marido ha regresado y viven felices los tres, luego de veinte años de ausencia.

La obra recorre los temas propios del género: los viajes, las dificultades, el amor altruísta, los valores perdidos, la fuerza de voluntad del héroe, su superioridad frente a los otros hombres. El poema se compone por veinticuatro rapsodias escritas en verso y está narrado en tercera persona, con excepción de los cantos IX al XII, en los que es Ulises el que toma la palabra. Homero utiliza el diálogo y el epíteto como recursos literarios, para amenizar la narración.

Ulises no es el clásico fortachón que emplea la fuerza bruta para salir de los entuertos. Su principal arma es la astucia y gracias a ella (y a los oficios de Atenea) logra sortear los obstáculos que se empeñan en ponerle a su paso los dioses olímpicos. Es un héroe de la razón, antes que un soldado, papel que también desempeña en la otra epopeya homérica que la antecede, la Ilíada, el relato de la guerra de Troya.

Para el texto completo: http://www.apocatastasis.com/odisea-homero.php

¡OID! YO CONOZCO LA FAMA GLORIOSA


El tatarabuelo de Frodo Bolson, el bisabuelo de Ivanhoe, el abuelo de la saga artúrica: Beowulf es el primer héroe épico de la literatura sajona. Un héroe como dios manda, rodeado de dragones, hechiceros y criaturas sobrenaturales, que reíte de Harry Potter. Y su aparición en escena no sólo dio el puntapié inaugural a una tradición narrativa de fuerte pregnancia en las islas británicas, sino que constituyó la primera epopeya europea escrita en un idioma no clásico.

El poema cuenta las aventuras de un noble gauta (de Gautlandia, sur de Suecia) que ofrece sus servicios para terminar con las tropelías del ogro Grendel, que asolaba las comarcas danesas. Al principio, la verdad, no le tienen mucha fe, pero dado que no hay mucho para elegir, aceptan su ofrecimiento. La cosa es que, ya en el primer encontronazo con el monstruo, Beowulf le corta los brazos. Gran alborozo en el reino, aplauso, medalla y beso para el joven aspirante a héroe.

Sin embargo, la cosa se pone brava cuando la madre del ogro se entera del estropicio que hicieron con su vástago. Más feroz que su hijo, decide tomar venganza y ataca la aldea. Beowulf no se arredra y va a buscarla a su guarida, para lo que debe atravesar terribles peligros. Por supuesto, la mata cuando está a punto de sucumbir y no conforme con eso, también decapita a Grendel. Cubierto de fama y de riqueza, el héroe retorna a su tierra, donde reinará durante 50 años.

Ya anciano, vuelve a las andadas, al enfrentar a un dragón que azotaba sus dominios, con la única ayuda de su sobrino, Wyglaf. Beowulf triunfa nuevamente, pero resulta mortalmente herido, por lo cual entrega su torque de oro a Wyglaf y le ordena tomar el tesoro que guardaba el dragón y emplearlo para reconstruir el reino. Muere con todas las honras y es incinerado, de acuerdo con el rito, para luego ser enterrado frente al mar, al lado de los restos del dragón.

La acción, como se ve, transcurre en Escandinavia y se cree que pasó a Inglaterra como narración oral, en alguna de las constantes invasiones germánicas, alrededor del año 450 d.C. La fecha de su traslado a lengua escrita es desconocida, aunque se estima que tuvo lugar entre los siglos VIII y XII. El único manuscrito existente data del año 1000 y forma parte del códice Nowell, quese conserva en la Biblioteca Británica.

Consta de 3.182 versos aliterativos y redactados en Old English. El o los autores son anónimos. No hay evidencia concreta sobre la existencia real del personaje, pero es evidente que hay un sustrato histórico al menos en el contexto narrado.

Su origen germánico está dado por el uso de la aliteración (repetición interna de fonemas para estructurar el verso), que reemplaza a la rima usada en las lenguas de origen latino, y por la presencia de la kenning, figura retórica similar a un epíteto metafórico, que reemplaza al personaje o al sustantivo aludido. Así, una batalla se menciona como "danza de las espadas".

Parece simple, pero para quien no está familiarizado con las kenningar resulta de ardua interpretación. Por ejemplo: "canta el guardián del verano, presagiando amargos pesares al tesoro del pecho" se debe entender como "canta el cuclillo, presagiando amargos pesares al corazón". Para definir a un capitán de un barco, un bardo sajón diría "el morador de lo alto de la bestia uncida de la ola". Hay un texto de Borges muy interesante a propósito de las kenningar, que parece en la Nueva Antología Personal, publicada por Bruguera.

Para el texto completo: http://www.scribd.com/doc/6974789/Beowulf-en-Espanol-Texto

A MITAD DEL CAMINO DE LA VIDA


Se nos ocurre que quien mejor interpretó la monumental obra de Dante Alighieri ha sido Hyeronimus Bosch, de quien tomamos prestado el Infierno. Ambos artistas comparten la característica de dotar a un tema de indole religiosa y espiritual de una estremecedora y terrenal humanidad.

Ambos, también, tienen la particularidad de resultarnos atemporales. Dante, por su parentesco con la literatura grecorromana clásica, El Bosco, por su pincelada surrealista. Pero enfoquemos la atención en la obra del toscano, nacido en 1265 en la ciudad de Florencia.

La Divina Comedia es, esencialmente, un poema épico dividido en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Cada una de ellas está, a su vez, dividada en cantos compuestos por tercetos. La simbología del número 3 marca toda la construcción de la obra, significando tanto la Santísima Trinidad, como el equilibrio y la figura pitagórica del triángulo. Tres son los personajes principales: Dante (simboliza al Hombre), Beatrice (la Fe) y Virgilio (la Razón) Tres son los versos de cada estrofa y cada una de las tres partes consta de treinta y tres cantos. Además, Dante utiliza el número cabalístico 10, por lo que lleva la composición a un total de 100 cantos, sumado el canto de la introducción. Diez también son los niveles del Infierno (nueve círculos, más el Anteinfierno)

La primera parte cuenta el descenso al inframundo. Dante, acompañado por Virgilio, su maestro y guia, recorren los nueve círculos en los cuales se castiga a los impíos. Allí moran personajes históricos y contemporáneos del autor, recibiendo un castigo acorde a sus faltas, por toda la eternidad. Vale la pena destacar a quiénes manda Dante al mismísimo demonio:

Primer círculo: el Limbo de los no bautizados, mansión de los Justos
Segundo círculo: los lujuriosos y los que pecan por amor, sometidos al castigo de la soledad absoluta, bajo la mirada atenta del rey Minos.
Tercer círculo: los glotones, los soberbios y los envidiosos, azotados por una tormenta y desollados por el Cerbero.
Cuarto círculo: los pródigos y los avaros, empujándose entre sí y arrastrando enormes pesos: es el club de los Papas y los cardenales.
Quinto círculo: los orgullosos, los librepensadores y los materialistas.
Sexto círculo: los herejes, metidos en sepulcros de fuego.
Séptimo círculo: vigilado por el Minotauro, lo conforman tres subcírculos destinados a los violentos, los suicidas y violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra la sociedad.
Octavo círculo: los fraudulentos, acomodados en fosas de distinto nivel, según se trate de rufianes y seductores, aduladores y cortesanos, simoníacos, adivinos, los que trafican con la Justicia, hipócritas, ladrones, consejeros, escandaloso y charlatanes.
Noveno círculo: los traidores, la lacra de las lacras, inmersos en una llanura de hielo.

El segundo recorrido es a través del Purgatorio. Si Dante hubiera vivido en tiempos de Benedicto XVI podría haberse ahorrado este tramo, dado que este sector del más allá ha sido suprimido por decreto papal. Aquí se despide Virgilio, ya que al ser pagano le está prohibido acceder al Paraiso, constituyendo la despedida entre ambos poetas uno de los pasajes más conmovedores de la obra. El Purgatorio es una montaña escalonada y se avanza peldaño a peldaño a medida de que uno se redime de sus pecados. En la cumbre se halla la fuente Eunoe, cuyas aguas tienen el poder de hacer olvidar lo malo.

Ya purificado, Dante accede al Paraíso, donde lo espera su amada Beatrice. Es este Paraiso una rosa y en cada pétalo se encuentra un alma. Dios se encuentra en el centro de la flor, rodeado por los coros angélicos. Cuando el poeta dirige sus ojos hacia él, se desmaya y despierta.

El poema simboliza la constante lucha del bien y del mal en el interior del ser humano. Los tres mundos, Infierno, Purgatorio y Paraíso, reflejan el vicio, el pasaje del vicio a la virtud y la condición de los hombres perfectos. Es un universo sobrenatural, pero verosímil. Dante apela a personajes cristianos y mitológicos, haciendo un sincretismo perfecto. Puede interpretarse de acuerdo con los cuatro significados que se le atribuyen a los textos sagrados: literal, moral, alegórico y anagógico (elevarlo a la esfera de la divinidad) El autor lo llamó "comedia" porque tiene un final feliz, luego de llevar a cabo un viaje indudablemente "dantesco".

Para el texto completo: http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/dante/da.htm

EN UN LUGAR DE LA MANCHA


Para mí,el Quijote es, en primer término, un libro español; en segundo término, un problema apenas planteado o, si queréis, un misterio. Fue Cervantes, ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo, hablado y escrito; a grandes redadas aprisionó Cervantes enorme cantidad de lengua hecha, es decir, que contenía ya una expresión acabada de la mentalidad de un pueblo. El material con que Cervantes trabaja, el elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma, incluyendo en ella la cultura media de Universidades y Seminarios. Con dificultad encontraréis en el Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la mella del alma de su autor. A primera vista parece que Cervantes se ahorra el trabajo de pensar. Deja que la lengua de los arrieros y de los bachilleres, de los pastores y de los soldados, de los golillas, de los buhoneros y vagabundos piensen por él. Desde este punto de vista, el Quijote viene a ser como la enciclopedia del sentido común español, contenida en la lengua española de principios del siglo XVII.
Antonio Machado

¿Qué tiene, entonces, la epopeya de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, para ser considerado un personaje inmortal de la literatura universal? ¿Qué tienes de épicas las andanzas de este ser desdichado, loco de a ratos, amante frustrado, noble sin heredad y de su fiel ladero Sancho Panza?

Para Ortega y Gasset (Meditaciones sobre El Quijote), no es posible analizar al personaje sin analizar a su creador. De allí que tanto uno como el otro tienen voluntad de aventura porque quieren trascender su materialidad actual conquistando ideales perdidos y deseables. Esto le confiere su universalidad, a la vez que lo inscribe en la tradición épica.

Sin embargo, la lucha entre la búsqueda de estos ideales imaginarios con la cruda realidad, hace que finalmente el protagonista reniegue de su sueño y recupere el sentido común. Es en este camino donde, según Ortega, la épica se transforma en novela. Es más, para Miguel de Unamuno, a partir del capítulo XXIX, podríamos calificarla de comedia, dado que las situaciones ya toman un tono burlón y poco queda del perfil orgulloso del hidalgo.

Como ocurrirá con el gaucho Fierro, Don Quijote intentará revivir un pasado más feliz, no animado por el desencanto, sino llevado por una suerte de deber patriótico. El desencanto sólo sobreviene cuando retorna la cordura, cuando abjura de su sueño de gloria. Con este desenlace, Cervantes ofrece una visión nihilista, porque no plantea alternativa. Pero, paralelamente, es entonces cuando Sancho Panza, quien encarna el sentido común y la simpleza de una naturaleza pedestre, toma la posta de su amo agonizante y reivindica la locura epopéyica.

Don Quijote es la quintaesencia del idealismo, de la utopía desbordada. Tanto ha calado como ícono en la cultura occidental que sus molinos de viento son símbolo de las empresas riesgosas e inútiles. Es un perdedor y los perdedores provocan empatía. A su lado, Sancho Panza es la voz de la conciencia, aquel que tiene como función echar un balde de realidad sobre una imaginación inflamada.

Ni bien fue publicado, en 1605, se transformó en un "best-seller", aunque este hecho no redundó en beneficios económicos para Cervantes. Sus primeros críticos lo leyeron simplemente como una parodia a los libros de caballería. Ya en el siglo XVIII, se le otorgó un carácter didáctico, como sátira a las costumbres de la época y, por extensión, a la nación española. Los románticos alemanes rescataron su heroísmo patético: Don Quijote pasaba de hacer reír a conmover. Los románticos ingleses, encabezados por Coleridge, vieron en la obra "una sustancial alegoría viviente de la razón y el sentido moral". El siglo XIX convierte al personaje en símbolo de la bondad, el sacrificio y el entusiasmo, tanto que Dostoievsky afirma que "de todas las figuras de hombres buenos en la literatura cristiana, sin duda, la más perfecta es Don Quijote". El siglo XX retoma la primera lectura jocosa, sin dejar de reconocerle el simbolismo implícito.

Es indiscutible el gran aporte de Cervantes al cambio de la estructura narrativa. Como primera novela verdaderamente realista, al regresar Don Quijote a su pueblo, asume la idea de que no sólo no es un héroe, sino que no hay héroes. Esta idea desesperanzada e intolerable, similar a lo que sería el nihilismo para Dostoievsky, matará al personaje que era, al principio y al final, Alonso Quijano, conocido por el sobrenombre de El Bueno. Es esta construcción moderna y polifónica lo que le confirió su perdurabilidad a través de los siglos.

Y si la bondad nos eterniza, ¿qué mayor cordura que morirse? «Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno»; muere a la locura de la vida, despierta de su sueño.

Hizo Don Quijote su testamento y en él la mención de Sancho que éste merecía, pues si loco fue su amo parte a darle el gobierno de la ínsula, «pudiera estando cuerdo darle él de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece». Y volviéndose a Sancho, quiso quebrantarle la fe y persuadirle de que no había habido caballeros andantes en el mundo, a lo cual Sancho, henchido de fe y loco de remate cuando su amo se moría cuerdo, respondió llorando: «¡Ay, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más!» ¿La mayor locura, Sancho?

Y consiento en mi morir
con voluntad placentera
clara y pura;
que querer hombre vivir,
cuando Dios quiere que muera,
es locura,
pudo contestarte tu amo, con palabras del maestre don Rodrigo Manrique, tales cuales en su boca las pone su hijo don Jorge, el de las coplas inmortales.

Y dicho lo de la locura de dejarse morir, volvió Sancho a las andadas, hablando a Don Quijote del desencanto de Dulcinea y de los libros de caballerías. ¡Oh, heroico Sancho, y cuán pocos advierten el que ganaste la cumbre de la locura cuando tu amo se despeñaba en el abismo de la sensatez y sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe, tu fe, Sancho, la fe de ti, que ni has muerto ni morirás! Don Quijote perdió su fe y murióse; tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú.

Miguel de Unamuno

Para bajar el texto completo: http://www.donquijotedelamancha2005.com/descarga.php

AQUI ME PONGO A CANTAR


Junta experiencia en la vida,
hasta pa' dar y prestar,
quien la tiene que pasar
entre sufrimiento y llanto,
porque nada enseña tanto,
como el sufrir y el llorar.


La verdadera gloria para cualquier personaje literario o legendario consiste en transformarse en arquetipo de la sociedad que le dio origen y trascender como mito para las generaciones siguientes. Un héroe genuino que representa lo que fueron, lo que son y lo que serán los hijos de esa cultura que lo vio nacer. Descontextualizado de su momento histórico, seguirá vigente en el inconsciente colectivo como un referente de la identidad nacional.

En el camino, tomará carnadura, se olvidarán sus miserias y se engrandecerá en el imaginario popular. Será como un santo laico, como un blasón sin nobleza. Opacará a su creador, quien ya no podrá escapar del sino de ser el padre de la criatura. Atravesara las fronteras geográficas e idiomáticas, porque la suya es la epopeya del hombre, de todos los hombres.

Decir que Martín Fierro es la obra cumbre de la poesía gauchesca es hacerle poca justicia. Habría que decir, más bien, que es la joya de la épica americana. El destino de este hombre, empujado a vivir en la pobreza y en el exilio interno, sojuzgado por un poder que no lo representa, añorando un pasado sin retorno y desconfiando de un futuro incierto, terriblemente solo en la inmensidad de la pampa, es el reflejo de todo un continente. Fierro sigue vivo, porque sus penurias y sus pequeñas alegrías, su ansia de libertad, su voz que se alza para denunciar la injusticia, son fácilmente reconocibles por universales.

Seguramente, José Hernández no sospechaba lo que el destino le deparaba a su creación, porque su objetivo fue construir un alegato social que llegara a las clases sociales oprimidas del interior de la provincia de Buenos Aires. Fue, antes que escritor, un político de una gran ilustración y de aguda observación, la que le permitió captar el habla del peón de campo y transferirla en su poema, sin afectación, con toda naturalidad.

Hernández se anima a contar la historia de los vencidos, de un país que ya no es. Recopila el refranero popular, lo reiventa y le da entidad de frase célebre, pausible de ser citada en los foros académicos sin sonrojarse. Sin embargo, no traiciona ni subestima a sus personajes, colocándose por encima de ellos. El autor se coloca entre bastidores, humildemente, como herramienta para que las palabras de Fierro fluyan de su boca.

El Gaucho Martín Fierro se publicó por primera vez en 1872 y nueve años más tarde vio la luz La vuelta de Martín Fierro. Estaban vigentes entonces las ideas europeizantes de Sarmiento (ese que dijo "no hay que economizar en sangre de gaucho) y contra estas ideas se rebelaba este federal criollo, autor también de una Vida del Chacho y de Instrucción del estanciero.

La primera parte consta de 13 cantos, mientras que la segunda está conformada por 33. En una carta a su hija Isabel, el autor explicó que bautizó al personaje con el nombre Martín en homenaje a dos personas: su tío, Juan Martín de Pueyrredón y Martín Güemes. El apellido Fierro lo eligió para simbolizar el temple de hierro del gaucho de la pampa.

El interés que despertó en su época fue tal que dio origen a círculos de lectura entre los hombres del campo, y a recitadores que memorizaban pasajes de la primera o la segunda parte y los decían ante grupos de oyentes entusiasmados. El reconocimiento literario llegó después, en el siglo XX, de la mano de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones. Su proyección internacional llegó a través del elogio de Miguel de Unamuno y de Menéndez y Pelayo. Finalmente, fue traducido a más de 70 idiomas, siendo una de sus últimas versiones en idioma quechua, gracias al trabajo de don Sixto Palavecino.

Para bajar el texto completo: http://www.literatura.org/Fierro/

miércoles, 6 de mayo de 2009

LATINOAMÉRICA CUENTA

La narrativa latinoamericana del siglo XIX, siglo en que el cuento toma cuerpo y forma, reproduce los estilos y las corrientes literarias que se imponen en Europa y Estados Unidos. Así florecerá una cuentística romántica, inaugurada en el Río de la Plata por Esteban Echeverria y relatos cortos adscriptos al naturalismo (tendencia que en nuestro país continuará hasta 1930, con los representantes del grupo de Boedo)

Es con el surgimiento del modernismo cuando América Latina inventa su propia voz. Rechazando la severidad del naturalismo y del realismo, alejados de la exaltación romántica, los modernistas hacían culto de la estética y el refinamiento estilístico y rescataban como modelos el clasicismo griego y el exotismo oriental. Rubén Darío, Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Manuel Gutiérrez Nájera son algunos de los nombres representativos de este período.

Abierta esta puerta, se asomará el regionalismo, que engloba el criollismo y el indigenismo. Es una corriente que marca las primeras décadas del siglo XX. Los hijos de la tierra toman protagonismo en los cuentos de Manuel Rojas, Juan Bosch, Augusto Céspedes, Lima Barreto y, sobre todo, Horacio Quiroga.

Lejos de la temática del regionalismo y como producto cultural de las grandes ciudades, nace el cosmopolitismo, una narrativa con contenido filosófico. Ya no se trata de viajar a las tierras vírgenes, sino al interior del individuo "que está solo y espera", como diría Scalabrini Ortiz. Arturo Uslar Pietri, Eduardo Mallea, Mario de Andrade, Felisberto Hernández, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Clarice Lispector, Héctor Tizón, Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges son algunos de los escritores que transitaron esta senda.

Y aparece el realismo mágico, ese gran aporte que ha dado nuestro continente a la literatura universal. Como señala Anderson Imbert se trata de "sugerir un clima sobrenatural sin apartarse de la naturaleza". El escritor se hace eco de la desmesura de nuestra geografía, de la convivencia entre el pasado y el futuro, de todas las contradicciones de nuestra historia. Aparecen Miguel Angel Asturias, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Joao Guimaraes Rosa.

Antes de recorrer la Babel -faro y ombligo de nuestro planeta Tlön- en búsqueda de textos ilustres, nos gustaría preguntarle a dos de nuestros habitantes qué diantres es un cuento, visto desde el cono Sur.

Cortázar nos explica, entre bocanadas de humo: "Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar, los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquéllos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.

¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto".


Borges nos da otra pista: "Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.

En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión.

El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula."


Con ustedes, los intérpretes.

LA MUJER


Juan Bosch (La Vega, 1909 - Santo Domingo, 2001)

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.

LA VIUDA CHING, PIRATA


Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 - Ginebra, 1986)

La palabra corsarias corre el albur de despertar un recuerdo que es vagamente incómodo: el de una ya descolorida zarzuela, con sus teorías de evidentes mucamas, que hacían de piratas coreográficas en mares de notable cartón. Sin embargo, ha habido corsarias: mujeres hábiles en la maniobra marinera, en el gobierno de tripulaciones bestiales y en la persecución y saqueo de naves de alto bordo. Una de ellas fue Mary Read, que declaró una vez que la profesión de pirata no era para cualquiera, y que, para ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, como ella. En los charros principios de su carrera, cuando no era aún capitana, uno de sus amantes fue injuriado por el matón de a bordo. Mary lo retó a duelo y se batió con él a dos manos, según la antigua usanza de las islas del Mar Caribe: el profundo y precario pistolón en la mano izquierda, el sable fiel en la derecha. El pistolón falló, pero la espada se portó como buena... Hacia 1720 la arriesgada carrera de Mary Read fue interrumpida por una horca española, en Santiago de la Vega (Jamaica).

Otra pirata de esos mares fue Anne Bonney, que era una irlandesa resplandeciente, de senos altos y de pelo fogoso, que más de una vez arriesgó su cuerpo en el abordaje de naves. Fue compañera de armas de Mary Read, y finalmente de horca. Su amante, el capitán John Rackam, tuvo también su nudo corredizo en esa función. Anne, despectiva, dio con esta áspera variante de la reconvención de Aixa a Boabdil: "Si te hubieras batido como un hombre no te ahorcarían como a un perro".

Otra, más venturosa y longeva, fue una pirata que operó en las aguas del Asia, desde el Mar Amarillo hasta los ríos de la frontera del Annam. Hablo de la aguerrida viuda de Ching.

LOS AÑOS DE APRENDIZAJE
Hacia 1797, los accionistas de las muchas escuadras piráticas de ese mar fundaron un consorcio y nombraron almirante a un tal Ching, hombre justiciero y probado. Éste fue tan severo y ejemplar en el saqueo de las costas que los habitantes despavoridos imploraron con dádivas y lágrimas el socorro imperial. Su lastimosa petición no fue desoída: recibieron la orden de poner fuego a sus aldeas, de olvidar sus quehaceres de pesquería, de emigrar tierra adentro y aprender una ciencia desconocida llamada agricultura. Así lo hicieron, y los frustrados invasores no hallaron sino costas desiertas. Tuvieron que entregarse, por consiguiente, al asalto de naves: depredación aún más nociva que la anterior, pues molestaba seriamente al comercio. El gobierno imperial no vaciló y ordenó a los antiguos pescadores el abandono del arado y la yunta y la restauración de remos y redes. Éstos se amotinaron, fieles al antiguo temor, y las autoridades resolvieron otra conducta: nombrar al almirante Ching jefe de los Establos Imperiales. Éste iba a aceptar el soborno. Los accionistas lo supieron a tiempo, y su virtuosa indignación se manifestó en un plato de orugas envenenadas, cocidas con arroz. La golosina fue fatal: el antiguo almirante y jefe novel de los Establos Imperiales entregó su alma a las divinidades del mar. La viuda, transfigurada por la doble traición, congregó a los piratas, les reveló el enredado caso y los instó a rehusar la clemencia falaz del Emperador y el ingrato servicio de los accionistas de afición envenenadora. Les propuso el abordaje por cuenta propia y la votación de un nuevo almirante. La elegida fue ella. Era una mujer sarmentosa, de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos.

A sus tranquilas órdenes, las naves se lanzaron al peligro y al alto mar.

EL COMANDO
Trece años de metódica aventura se sucedieron. Seis escuadrillas integraban la armada, bajo banderas de diverso color: la roja, la amarilla, la verde, la negra, la morada y la de la serpiente, que era de la nave capitana. Los jefes se llamaban Pájaro y Piedra, Castigo de Agua de la Mañana, Joya de la Tripulación, Ola con Muchos Peces y Sol Alto. El reglamento, redactado por la viuda Ching en persona, es de una inapelable severidad, y su estilo justo y lacónico prescinde de las desfallecidas flores retóricas que prestan una majestad más bien irrisoria a la manera china oficial, de la que ofreceremos después algunos alarmantes ejemplos. Copio algunos artículos:

"Todos los bienes transbordados de naves enemigas pasarán a un depósito y serán allí registrados. Una quinta parte de lo aportado por cada pirata le será entregada después; el resto quedará en el depósito. La violación de esta ordenanza es la muerte.

»La pena del pirata que hubiere abandonado su puesto sin permiso especial será la perforación pública de sus orejas. La reincidencia en esta falta es la muerte.

»El comercio con las mujeres arrebatadas en las aldeas queda prohibido sobre cubierta; deberá limitarse a la bodega y nunca sin el permiso del sobrecargo. La violación de esta ordenanza es la muerte."


Informes suministrados por prisioneros aseguran que el rancho de esos piratas consistía principalmente en galleta, en obesas ratas cebadas y arroz cocido, y que, en los días de combate, solían mezclar pólvora con su alcohol. Naipes y dados fraudulentos, la copa y el rectángulo del "fantan", la visionaria pipa del opio y la lamparita distraían las horas. Dos espadas de empleo simultáneo eran las armas preferidas. Antes del abordaje, se rociaban los pómulos y el cuerpo con una infusión de ajo; seguro talismán contra las ofensas de las bocas de fuego.

La tripulación viajaba con sus mujeres, pero el capitán con su harem, que era de cinco o seis, y que solían renovar las victorias.

HABLA KIA-KING, EL JOVEN EMPERADOR
A mediados de 1809 se promulgó un edicto imperial, del que traslado la primera parte y la última. Muchos criticaron su estilo:
"Hombres desventurados y dañinos, hombres que pisan el pan, hombres que desatienden el clamor de los cobradores de impuestos y de los huérfanos, hombres en cuya ropa interior están figurados el fénix y el dragón, hombres que niegan la verdad de los libros impresos, hombres que dejan que sus lágrimas corran mirando el Norte, molestan la ventura de nuestros ríos y la antigua confianza de nuestros mares. En barcos averiados y deleznables afrontan noche y día la tempestad. Su objeto no es benévolo: no son ni fueron nunca los verdaderos amigos del navegante. Lejos de prestarle ayuda, lo acometen con ferocísimo impulso y lo convidan a la ruina, a la mutilación o a la muerte. Violan así las leyes naturales del Universo, de suerte que los ríos se desbordan, las riberas se anegan, los hijos se vuelven contra los padres y los principios de humedad y sequía son alterados...

»... Por consiguiente te encomiendo el castigo, Almirante Kvo-Lang. No pongas en olvido que la clemencia es un atributo imperial y que sería presunción en un súbdito intentar asumirla. Sé cruel, sé justo, sé obedecido, sé victorioso."


La referencia incidental a las embarcaciones averiadas era, naturalmente, falsa. Su fin era levantar el coraje de la expedición de Kvo-Lang. Noventa días después, las fuerzas de la viuda Ching se enfrentaron con las del Imperio Central. Casi mil naves combatieron de sol a sol. Un coro mixto de campanas, de tambores, de cañonazos, de imprecaciones, de gongs y de profecías, acompañó la acción. Las fuerzas del Imperio fueron deshechas. Ni el prohibido perdón ni la recomendada crueldad tuvieron ocasión de ejercerse. Kvo-Lang observó un rito que nuestros generales derrotados optan por omitir: el suicidio.

LAS RIBERAS DESPAVORIDAS
Entonces los seiscientos juncos de guerra y los cuarenta mil piratas victoriosos de la Viuda soberbia remontaron las bocas del Si-Kiang, multiplicando incendios y fiestas espantosas y huérfanos a babor y estribor. Hubo aldeas enteras arrasadas. En una sola de ellas, la cifra de los prisioneros pasó de mil. Ciento veinte mujeres que solicitaron el confuso amparo de los juncales y arrozales vecinos fueron denunciadas por el incontenible llanto de un niño y vendidas luego en Macao. Aunque lejanas, las miserables lágrimas y lutos de esa depredación llegaron a noticias de Kia-King, el Hijo del Cielo. Ciertos historiadores pretenden que le dolieron menos que el desastre de su expedición punitiva. Lo cierto es que organizó una segunda, terrible en estandartes, en marineros, en soldados, en pertrechos de guerra, en provisiones, en augures y astrólogos. El comando recayó esta vez en Ting-Kvei. Esa pesada muchedumbre de naves remontó el delta del Si-Kiang y cerró el paso de la escuadra pirática. La Viuda se aprestó para la batalla. La sabía difícil, muy difícil, casi desesperada; noches y meses de saqueo y de ocio habían aflojado a sus hombres. La batalla nunca empezaba. Sin apuro el sol se levantaba y se ponía sobre las cañas trémulas. Los hombres y las armas velaban. Los mediodías eran más poderosos, las siestas infinitas.

EL DRAGÓN Y LA ZORRA
Sin embargo, altas bandadas perezosas de livianos dragones surgían cada atardecer de las naves de la escuadra imperial y se posaban con delicadeza en el agua y en las cubiertas enemigas. Eran aéreas construcciones de papel y de caña, a modo de cometas, y su plateada o roja superficie repetía idénticos caracteres. La Viuda examinó con ansiedad esos regulares meteoros y leyó en ellos la lenta y confusa fábula de un dragón, que siempre había protegido a una zorra, a pesar de sus largas ingratitudes y constantes delitos. Se adelgazó la luna en el cielo y las figuras de papel y de caña traían cada tarde la misma historia, con casi imperceptibles variantes. La Viuda se afligía y pensaba. Cuando la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable fin se acercaba. La Viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial.

Era el atardecer: el cielo estaba lleno de dragones, esta vez amarillos. La Viuda murmuraba una frase: "La zorra busca el ala del dragón", dijo al subir a bordo.

LA APOTEOSIS
Los cronistas refieren que la zorra obtuvo su perdón y dedicó su lenta vejez al contrabando de opio. Dejó de ser la Viuda; asumió un nombre cuya traducción española es Brillo de la Verdadera Instrucción.

"Desde aquel día (escribe un historiador) los barcos recuperaron la paz. Los cuatro mares y los ríos innumerables fueron seguros y felices caminos.

»Los labradores pudieron vender las espadas y comprar bueyes para el arado de sus campos. Hicieron sacrificios, ofrecieron plegarias en las cumbres de las montañas y se regocijaron durante el día cantando atrás de biombos."

MACARIO


Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1918 - Ciudad de México, 1986)

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...

INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA


Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París, 1984)

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

EL CERDITO


Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909 - Madrid, 2003)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

PIGMALION


Augusto Monterroso
(Tegucigalpa, 1921 - Ciudad de México, 2003)


En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.

Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.

Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.

En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.

Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.