viernes, 15 de mayo de 2009

HISTORIAS DE TAITAS Y DE GUAPOS

El ciudadano que no habita dentro de los límites humanos o es una bestia bruta o es un dios.
Aristóteles

Tal vez porque el hombre actual es un escéptico, tal vez porque le han copado la parada otros géneros y soportes, como el periodismo y el cine, la literatura épica ya no es lo que era en otros tiempos.

La epopeya narrada, en la cual uno se identificaba con el protagonista quien después de mil penurias emergía victorioso, fue reemplazada, en el siglo XX, por historias sobre antihéroes, hombres comunes, sin mayores virtudes que el propio lector, que casi siempre terminaba solo, sin la chica, envilecido y borracho en alguna taberna.

Cualquier texto épico que se precie debe tener una intriga, es decir, una trama que se va develando a medida que los sucesos son narrados. Y tiene un héroe, con un objetivo o ideal concreto, y una serie de obstáculos a superar. Puede contar con la intervención (a favor o en contra) de entidades sobrenaturales. Los viajes también aparecen con mucha frecuencia: es parte de las dificultades que debe afrontar.

En los inicios de su desarrollo, la épica fue un género poético, en el cual el autor presentaba de forma objetiva hechos legendarios acontecidos en un tiempo y espacio determinados. Se utilizaba como forma de expresión habitual la narración, con inclusión de descripciones y diálogos.

Los textos épicos más antiguos, escritos por sumerios (Gilgamesh), griegos (Iliada y Odisea), romanos (Eneida) e hindúes (Mahabarata) giraban en torno a un personaje arquetípico que representaba los valores tradicionales de cada cultura, con la concurrencia de las deidades propias de cada panteón.

Posteriormente, se diversificó en varios subgéneros: la epopeya, el cantar de gesta, el poema épico culto, el romance, el cuento tradicional, el mito, la leyenda, el relato y la novela. Esta presente en todas las literaturas: podríamos decir que es el numen de las historias que ha contado el hombre.

En la Edad Media, con la aparición de los cantares de gesta, el elemento fantástico comenzó a disminuir. Eran relatos sobre nobles y guerreros valerosos. Son representativos de esta época el Cantar de Roldán, el Mío Cid, los Nibelungos, Beowulf, las leyendas sobre el rey Arturo, las sagas nórdicas.

Con la aparición de la novela picaresca, el protagonista fue perdiendo su característica heroica: era un ser vulgar que sobrevivía en un medio hostil. Tal es el caso del Lazarillo de Tormes. Otra vuelta de tuerca la daría la publicación de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, que sepultaría a las novelas de caballería, para inaugurar una literatura realista, que tendría su apogeo en el siglo XIX.

Contrarrestando esta tendencia, aparece el poema épico culto, que rescata la tradición griega y romana. Son ejemplos de esta corriente la Divina Comedia de Dante, Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, Os Lusiadas, de Luís de Camoes, La Araucana de Alonso de Ercilla, El Paraíso Perdido de John Milton.

La épica pura encuentra nuevos cultores en los autores fantásticos y de aventuras del siglo XIX y XX, que reinventan la figura del héroe: nacen Sandokán, Ivanhoe, el Príncipe Valiente. Y sobreviven gracias a los comics o historietas que recrean antiguas leyendas e inventan nuevas: Conán el Bárbaro, Nippur de Lagash, el Eternauta.

La literatura argentina, de la mano del romanticismo y de la gauchesca, también ha contado historias épicas: La cautiva de Esteban Echeverría, Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y sobre todo, el Martín Fierro de José Hernández.

Hoy que el bombardeo informativo nos expone cotidianamente a lo banal y mezquino de la existencia humana, se nos ocurrió armar un bailongo en Tlön, con todos los héroes míticos, ficcionales y reales, para que nos cuenten otra vez sus aventuras, esos relatos donde triunfaba el más guapo, pero no por guapo, sino porque perseguía un ideal.

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