sábado, 31 de mayo de 2014

ROSTROS EN LA MULTITUD
El poeta, el lector y los personajes en Los pequeños poemas en prosa de Baudelaire

Si bien nuestro hacedor tuvo una opinión, en el mejor de los casos, ambivalente sobre Baudelaire, a quien consideraba un poeta menos inspirado que Whitman por haber cedido a la tentación de expresar la miseria, nos declaramos en rebeldía, para recorrer esas calles reflejadas en los pequeños poemas en prosa reunidos en El spleen de París.

Hay que decir que Borges soñó en su adolescencia con emular al autor de Las flores del mal, pero luego prefirió a Verlaine. Apelando a ese joven, esperamos encontrar una dispensa que nos permita seguir flanereando por las laberínticas rúas de este planeta. En el peor de los escenarios posibles, el supremo nos enviará una temporada al infierno, cuya biblioteca sólo contiene libros de autoayuda.


Introducción: un artista de la vida moderna

En 1840, Edgar Allan Poe publica “El hombre de la multitud”, cuento que encabeza con una cita de Jean de La Bruyère[1]: “Qué gran desgracia no poder estar solo”. El relato desmenuza magistralmente la masa informe de gente que el narrador –del cual sólo sabemos que convalece de una larga enfermedad– observa pasar del otro lado de la ventana en un café de Londres. Su mirada se detiene en un viejo anónimo que lo obsesiona a punto tal de perseguirlo durante dos noches, para finalmente descubrir que su característica más singular es ser un hombre cualquiera, inclusive el propio narrador.
El poeta simbolista francés menciona esta historia en su ensayo (Baudelaire C. , 2013 [1863]) donde se refiere elogiosamente a la obra de Constantin Guys al tiempo que rinde tributo al gran cuentista estadounidense. Una y otra referencia dan pie al autor para discurrir sobre el arte, el oficio del artista, la naturaleza del genio (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 7) la figura del dandy como símbolo de la resistencia al naturalismo que se asoma y el eje de este trabajo, la multitud, ese actor colectivo que irrumpe en la ciudad moderna.
Creemos que, a diferencia de Poe, Baudelaire le confiere identidad a los hombres y mujeres que encuentra en su vagabundeo por una París iluminada a gas, con amplios bulevares y constantes remodelaciones edilicias, innovaciones llevadas a cabo por impulso del barón Haussmann y que promueven, subsidiariamente, la vida pública y las actividades nocturnas.
¿Es posible que este sibarita indolente, que disfruta de mezclarse en la multitud y que aguza sus sentidos con el espíritu del vino y los adormece en el mullido lecho del láudano, haya creado un narrador capaz de retratar, sin culposa conmiseración ni ánimo redentor, a los miserables que ya habían asomado a la superficie en la novelística de Víctor Hugo? Este es uno de los interrogantes que proponemos.
Asimismo, dado el carácter inclusivo que el propio Baudelaire se atribuye en su obra, en tanto flaneur, queremos ir un poco más allá y preguntarnos sobre el yo poético del escritor y la relación que establece con su lector modelo.  Personajes, poeta y público como rostros reconocibles en la multitud.
Para abordar esta empresa, utilizaremos como fuente los Pequeños poemas en prosa o El spleen de París, colección de cincuenta textos publicados póstumamente en 1869, como parte de las obras completas de Baudelaire, por entender que éstos reflejan la intención deliberada del autor de dar cuenta de sus “baños de multitud”, con la complicidad de un público que camina junto a él por las calles de la gran ciudad, siendo ora lector, ora protagonista de estas pequeñas historias cotidianas. 

El Hombre de la Calle: de la mirada panorámica a la mirada microscópica

Ningún tema se ha impuesto con más autoridad a los escritores del siglo XIX que la multitud, una multitud que, gracias a la extensión del hábito de la lectura, comenzaba a organizarse como público y que, por lo tanto, estaba expuesta al halago de los escritores que rápidamente habían comprendido el juego, como Víctor Hugo, como Eugene Sue. (Benjamin, 1999 [1939], pág. 12) Tanto el joven Friedrich Engels[2] como Edgar Allan Poe dieron cuenta de esa masa amorfa, que camina indiferente por la gigantesca Londres del mil ochocientos y tantos.
Está claro que este fenómeno no podía tener otro marco que la ciudad. Baudelaire, a la vez extasiado y reticente, disfruta de este escenario, porque para el poeta la naturaleza ha muerto con el último romántico. A él sólo le provoca desasosiego, mucho más que la multitud, tal como lo expresa en "El ruego del artista":
Y ahora, la profundidad del cielo me consterna; su limpidez me exaspera. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo, me rebelan... ¿sufrir eternamente o eternamente huir de lo bello? ¡Naturaleza, maga despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes mis deseos y mi orgullo! El estudio de lo bello es un duelo donde el artista grita de espanto antes de ser vencido. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 10)

Baudelaire va a hacer "botánica al asfalto" (Benjamin, 1972 [1933], pág. 50), en su calidad de fláneur, ese paseante aparentemente ocioso que callejea por la ciudad, observa y luego escribe. (Manzano Arjona, 2002) 
Es tan intrínseca la multitud en la poética baudelaireana que no existe en toda su obra ninguna descripción cabal de ella ni de la ciudad que la contiene. Es que "sumergirse en la multitud no es para cualquiera", se requiere una sensibilidad especial para disfrutar de este arte:
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 34)

Precisamente en "Las multitudes", el narrador nos instruye sobre el oficio del poeta, en su doble papel de fláneur y escritor:
El paseante solitario y pensativo obtiene una singular ebriedad en la comunión universal. El que desposa fácilmente a la multitud conoce febriles alegrías, de las que eternamente se verá privado el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, enquistado como un molusco. El adopta todas las profesiones, todas las dichas y todas las miserias que la circunstancia le presenta. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 35)

Esto ya marca una diferencia con el hombre de la multitud de Poe, que no es un fláneur sino un obseso que no disfruta de ese "baño de multitud". Donde Poe siente asco, repugnancia, miedo, el yo lírico que utiliza Baudelaire se mueve como pez en el agua. Es más: siguiendo una idea de Benjamin podríamos aventurar que se trata de una anguila, que recarga su batería con la electricidad del contacto con la muchedumbre.
Por otra parte, el rasgo sobresaliente del hombre de Poe es que puede ser cualquiera al azar, incluso un espejo del narrador:
-Este viejo –dije por fin- representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud.[3] Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae[4], y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que "er lässt sich nicht lesen"[5]. (Poe, 1956, pág. 250)

Muy distinta es la versión de Baudelaire sobre los transeúntes, se diría que hasta hay cierta complicidad en la mirada, o al menos, una observación más profunda, tal es la conmovedora enunciación que da inicio a "Las viudas".
Vauvenargues[6] dice que en los parques hay senderos sólo frecuentados por la ambición frustrada, los inventores despreciados, las glorias abortadas, los corazones rotos, y todas las almas tumultuosas y cerradas, estremecidas por suspiros, que huyen de la insolente mirada de los felices y los perezosos. En esos sombríos rincones se dan cita los lisiados por la vida.

El ojo experimentado nunca se equivoca. En los rasgos rígidos o abatidos, los ojos sumidos y opacos o donde brillan los últimos relámpagos de la lucha, en las arrugas profundas, en los movimientos lentos o bruscos, descifran de inmediato las innumerables señales del amor engañado, la devoción secreta, los esfuerzos sin recompensa, el hambre y el frío, humilde y silenciosamente soportados. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 37)

Luego de este melancólico preludio, el narrador se detiene en las historias particulares, reales o supuestas, de esas mujeres solitarias que transitan la ciudad:
Era una mujer alta, majestuosa y con aire tan noble que no pude recordar ninguna comparable entre las bellezas aristocráticas del pasado. Destilaba un aroma de elevada virtud. Su rostro, triste y delgado, concordaba perfectamente con el luto riguroso que vestía. Como la plebe, a la que se había mezclado pero que no advertía, también miraba el mundo luminoso y escuchaba moviendo dulcemente la cabeza. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 40)

Son estas pequeñas historias que atraviesan los poemas en prosa donde, creemos, se singulariza la multitud, a la vez que se la universaliza porque son personajes que pueden reconocerse en cualquier gran ciudad. Todas ellas adelantan un tópico del siglo XX: la alienación de la urbe, la conciencia de ser solo entre tanta gente.

Un Poeta en la Ciudad: el narrador como protagonista de lo cotidiano

"No tuvo la vida que merecía", comienza por decir Jean-Paul Sartre en su estudio sobre Baudelaire, en referencia a las estrecheces materiales, a la sífilis y, sobre todo, a la prematura muerte del poeta, para luego dar cuenta de las contradicciones del hombre:
[…] aquel perverso adoptó de una vez por todas la moral más vulgar  rigurosa, aquel refinado frecuenta las prostitutas más miserables, […] aquel solitario tiene un miedo horrible a la soledad, nunca sale sin compañía, aspira a un hogar, a una vida familiar; aquel apologista del esfuerzo es un abúlico incapaz de someterse a un trabajo regular, […] ¿Es, pues, tan diferente de la existencia que llevó? ¿Y si hubiese merecido su vida? (Sartre, 1967 [1947], pág. 15)

Lo que no toma en cuenta Sartre, al atravesar el análisis por la psicología del autor, es lo que apunta Gerard Genette con respecto a la poesía:
En la poesía lírica, nos encontramos sin duda con enunciados de realidad y, por tanto, con actos de lenguaje auténticos, pero cuyo origen permanece indeterminado, pues, por esencia, no puede identificarse con certeza el «yo lírico» ni con el poeta en persona ni con otro sujeto determinado alguno. (Genette, 1993, pág. 7)

¿Es Baudelaire quién se coloca dentro de los poemas, tal como propone Sartre, o es una construcción del poeta, su yo lírico? Podemos afirmar que el narrador es el protagonista principal de los poemas, pero no estamos en condiciones de precisar cuánto de este narrador es identificable con Baudelaire.
El spleen, ese taedium vitae, expresión que para Séneca consistía en la inapetencia para la acción y los goces, que suele ser consecuencia de una vida ociosa y entregada al placer, pero que en la versión decimonónica toma el cariz de un agotamiento por la vida[7], atraviesa su  obra. El propio Baudelaire lo explica como "este hastío, extraña afección que es fuente de todas las enfermedades y de todos los miserables progresos". (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 99)
¿Cómo este hombre abismado al abandono y al aislamiento, "condenado a justificar su existencia" (Sartre, 1967 [1947], pág. 35) construye este personaje de lo cotidiano, que se mimetiza con la multitud y contribuye a difundir lo que Roger Caillois denomina el mito de la gran ciudad?[8] Sartre responde a medias esta cuestión: "Quiere agradar y desagradar a la vez, el menor gesto es para el publico." (Sartre, 1967 [1947], pág. 127) Nuevamente, ofrece una opinión desde la psicología y no conforma.
Por su parte, Paul Valéry lo analiza desde el contexto literario:
El problema de Baudelaire podía ser por lo tanto planteado en los siguientes términos: llegar a ser un gran poeta, pero no ser Lamartine ni Hugo ni Musset. No digo que tal propósito fuera en él consciente; pero debía estar necesariamente en Baudelaire y, sobre todo, era esencialmente Baudelaire. Era su razón de estado.[9]

Podemos rastrear esta manifestación del yo baudelaireano a la que hace referencia Valéry en el poema X, "A la una de la mañana":
¡Por fin solo! Lo único que se oye pasar son unos vehículos retrasados y destartalados. Por algunas horas tendremos silencio, ya que no descanso. ¡Por fin! La tiranía del rostro humano ha desaparecido y sufriré solamente por mí. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 27)

"¡Vida horrible, ciudad horrible!", dirá unas líneas más adelante, pero luego reconocerá la exhibición falaz de acciones viles que no cometió y el ocultamiento cobarde de otras travesuras que sí realizó, por lo que vuelve a sembrar la duda sobre dónde están los límites entre el narrador y el escritor.
¡Almas que amé, almas que celebré, fortifíquenme, sosténganme, alejen de mí la mentira y la corrupción del mundo, y vos, mi Dios y Señor, concédeme la gracia de producir unos versos bellos que me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio! (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 28 y 29)
En la invocación final hay a la vez angustia, provocación y artificio, una urgencia por reivindicarse a través de su arte para fundirse en la multitud, pero a la vez una necesidad imperiosa de ser reconocido y singularizado. Baudelaire, el hombre, rehúye la mirada del otro, pero el poeta no puede evitar mirar los ojos de la multitud.

En Diálogo con el Lector: la relación del creador con el público

Señala Walter Benjamin que "Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades" (Benjamin, 1999 [1939], pág. 3) Sin embargo, como el filósofo alemán también apunta certeramente, causa sorpresa que un poeta se dirija a semejante público, el más ingrato y difícil, que está tan inmerso en el spleen como el autor y busca placeres más ligeros e inmediatos.
Benjamin despeja la incógnita al suponer que Baudelaire deseaba ser comprendido por sus semejantes, ser la voz de esa multitud anónima, como se puede corroborar en la "Carta a Arséne Houssaye"[10]:
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?

Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de sus incontables relaciones. También usted, mi querido amigo, trató de traducir en canción el grito estridente del vidriero y de expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan a las buhardillas. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 4)

Como una suerte de Gaspard la Nuit[11], Baudelaire se propone como una suerte de tesorero nocturno, que guarda todo lo de oscuro, oculto y misterioso que encierra la noche, por lo que ya no necesita apostrofar al "hipócrita lector", como lo había hecho en Les Fleurs du Mal[12]:
¡Es el Tedio! -los ojos preñados de involuntario llanto,
Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,
Tú conoces, lector, este monstruo delicado,
-Hipócrita lector, -mi semejante, -¡mi hermano!

Sin embargo, mientras escribía los poemas reunidos en El spleen de París, Baudelaire tomó varias decisiones conscientes en relación con sus lectores. El autor se propuso escribir un texto accesible tanto para el lector habituado a la prosa como a la poesía, combinando ambas en un género nuevo, la prosa poética. 
Anne Jamison ha explorado lo que ella denomina la estética de la transgresión en Baudelaire, esto es, su insistencia en que el arte tiene que sorprender y conmover, para quebrar las restricciones que inevitablemente lo contienen. (Jamison, 2001, pág. 280)
Jamison argumenta que la prosa poética es un género deliberadamente transgresor, uno que rompe nuestras expectativas convencionales de poesía pura o prosa pura, un género que está "permanentemente generando extrañeza al violar aquello que es definido como puro".
Por otra parte, la accesibilidad del texto y la posibilidad de que el lector eligiera leer un poema al azar, dejara el libro y volviera a retomar en cualquier parte y en cualquier momento era un tema crucial, especialmente considerando su opinión sobre la calidad de sus lectores, como vemos en el poema "El perro y el frasco":
Tú también, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, al que jamás hay que ofrecerle perfumes delicados que lo exasperen, sino basura cuidadosamente seleccionada. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 22)

Benjamin nuevamente interviene para considerar que "el lector al cual se dirigía le sería proporcionado por la época siguiente" (Benjamin, 1999 [1939], pág. 3), cuando estén dadas mejores condiciones para la lírica. Lo cierto es que a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la fama de Baudelaire se extendió sin interrupción, constituyendo un extraño fenómeno de masas, siendo uno de los poetas más reeditados y leídos en todo el mundo.

Conclusión: el ojo de los gatos

"¿Qué miras con tanto esmero, qué buscas en los ojos de esta persona? ¿Miras la hora, mortal pródigo y ocioso?", yo respondería sin dudar: "¡Sí, miro la hora; es la eternidad!". (Baudelaire C. , 2014 [1862])

A lo largo del trabajo, fuimos arriesgando posibles respuestas a las preguntas iniciales sobre la base de la bibliografía consultada y los poemas seleccionados. Es momento de recapitular: con respecto a la cuestión acerca de si Baudelaire individualiza los rostros de la multitud consideramos que, a pesar de no utilizar la descripción exhaustiva de otros autores contemporáneos como Víctor Hugo, confiere a sus eventuales compañeros de calle una humanidad que los hace identificables a través de la percepción. Como los chinos que podían conocer la hora exacta al observar el ojo de los gatos, podemos adivinar los rostros de la multitud en la impresión que dejan los protagonistas de los poemas en Baudelaire.
El segundo interrogante indagaba sobre la ubicación del yo poético en su doble rol de voz narrativa y protagonista. La duplicidad de esta función tiene su correlato en la construcción de Baudelaire como personaje de la noche parisina y Baudelaire, el poeta: el primero, se muestra como un dandy solitario y hastiado de la vida, el segundo, celebra el abrazo multitudinario de sus criaturas que a la vez reflejan a sus potenciales lectores y los comprende en una poética rica y plena de vitalidad. 
Y con esto llegamos al último punto: cómo establece esta relación con el público. Hay un propósito voluntario de construir un texto accesible y amable que sobrevuela El spleen de París. El uso de un lenguaje sencillo, la apelación a la prosa poética como género, los personajes que surgen de las clases populares, en coincidencia con los cambios sociales en boga. Todo colabora para convocar a un lector no familiarizado con la lírica, y, a la vez, para lograr esa diferenciación con sus contemporáneos. Ambas condiciones le proporcionaron, aunque póstumamente, el reconocimiento literario que tanto ansiaba, a la par de una vigencia permanente en las librerías. Hoy, pocos leen a Musset, pero muchos continúan reconociéndose en los rostros de la masa urbana que retrató Baudelaire.


[1] Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul en el original.
[2] Engels, F. (1848) Die Lage der arbeitenden Klasse in England, Leipzig: Otto Wigand, p. 36-37, citado por Benjamin, W. (1999 [1939]), p.12.
[3] En itálica en el original.
[4] El Hortulus Animae cun Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger (N. del T.) Se trata de un libro de oraciones en latín, traducido al alemán y muy popular en los siglos XV y XVI.
[5] En alemán, en el original. Que no se deja leer.
[6] Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, moralista francés del siglo XVIII.
[7] Al respecto, Oscar Wilde escribió un poema breve que ilustra el concepto:
Matar mi juventud con dagas ansiosas; ostentar
la librea extravagante de esta edad mezquina;
dejar que cada mano vil se hunda en mi tesoro;
trenzar mi alma al cabello de una mujer
y ser sólo un siervo de Fortuna. Lo juro,
¡no me agrada! Todo eso es menos para mí
que la fina espuma que se inquieta en el mar,
menos que el vilano sin semilla
en el aire estival. Mejor permanecer lejos
de esos necios que con calumnias se burlan de mi vida,
aunque no me conozcan. Mejor el más modesto techo
para abrigar al peón más abatido
que volver a esa cueva oscura de guerras,
donde mi alma blanca besó por vez primera la boca del pecado.
[8] Caillois, R. (1937). París, mito moderno. Paris: Nouvelle Revue Française, XXV, 284, p. 684.
[9] Valery, P. (1927). La situación en Baudelaire. Citado por Benjamin, W. (1999 [1939]), p. 7.
[10] Director literario del periódico La Presse.
[11] Gaspard la Nuit es un personaje identificado con el diablo, que recorre las calles de Paris, creado por Aloysius Bertrand, seudónimo de Louis-Jacques Napoléon Bertrand (1807-1841).
[12] Baudelaire, Ch. (1980 [1857]). Las Flores del Mal. "Al lector". Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, p. 6.

Datos Bibliográficos

Corpus 
Baudelaire, C. (2014 [1862]). El spleen de París (Pequeños Poemas en Prosa). Madrid: Alianza Editorial.
De la obra seleccionamos fragmentos de: "Carta a Arséne Houssaye" (Prólogo del autor, p. 3-5), "El ruego del artista" (Poema III, p. 9),  "El perro y el frasco" (Poema VIII, p. 22), "A la una de la  mañana" (Poema X, p. 27-29), "Las multitudes" (Poema XII, p. 34-36), "Las viudas" (Poema XIII, p. 37-41) y  "El reloj" (Poema XXVI, p. 50).

Bibliografía
Baudelaire, C. (2013 [1863]). El pintor de la vida moderna. Madrid: Taurus.
Benjamin, W. (1972 [1933]). Iluminaciones II - Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo. Madrid: Taurus. 
Benjamin, W. (1999 [1939]). Sobre algunos temas en Baudelaire. Madrid: Leviatán.
Genette, G. (1993). Ficción y dicción. Barcelona: Lumen.
Hiddleston, J. (1987). Baudelaire and Le Spleen de Paris. Oxford: Clarendon Press.
Jamison, A. (2009). "Any Where Out of this Verse: Baudelaire’s Prose Poetics and the Aesthetics of Transgression" en Poetics en passant, Nueva York: Palgrave Macmillan, p. 19-52. 
Manzano Arjona, J. (2002). Charles Baudelaire, el poeta de la ciudad. Barcelona: Tindon.org. 
Poe, E. (1956). "El hombre de la multitud" en Cuentos Completos I. Bogotá: Círculo de Lectores, p. 241-250. 
Sartre, J.-P. (1967 [1947]). Baudelaire. Buenos Aires: Losada.


lunes, 6 de enero de 2014

A FONDO

De tanto en tanto viene bien abrir las persianas, sacudir las alfombras, quitar las telarañas de las esquinas y cambiarle el color a las paredes. Una limpieza a fondo, que renueve el ambiente, sin perder la esencia.

Desperezar las estructuras, despabilar las ideas en pos de seguir adelante en este viaje por universos caprichosos, que refractan y reflejan otros mundos hasta el infinito.

Al bar de Tlön regresan las historias, los borrachos y las muchachas de vida ligera para acosar con sus letanías a los artistas invitados.  Esperamos estar a la altura de la circunstancia y atender con diligencia y prestancia a toda la concurrencia. 




LOS HÉROES EN LA LITERATURA ARGENTINA Y su rol en la formación de la identidad nacional

Cuéntame, oh musa…

Los países como el nuestro, que han hecho tabula rasa de la herencia cultural de sus pueblos originarios para levantar sobre esa tierra arrasada nuevos altares a viejos ídolos europeos, construyen una mitología bastarda para crear una identidad nacional.

Bastarda porque la cosmogonía resultante tendrá características híbridas: por un lado, será la resultante de la idealización de la figura del criollo, por otro, no podrá sustraerse al influjo de siglos de colonización, contra la cual se rebelará en mayor o menor grado.

Estos héroes, entendidos al uso griego, es decir, como la encarnación arquetípica de los rasgos más valorados por la cultura que los produce, se instalan en el inconsciente colectivo para consolidar la identidad nacional.

Pero ¿cuál es la identidad nacional en un país polisémico como Argentina? Difícil pregunta, porque lo que cada uno entienda por identidad nacional estará impregnado por la época, la clase social, el paradigma dominante.

Muchos han sucumbido a la tentación de otorgar a los héroes el status de semidioses, inalcanzables, desprovistos de humanidad y, de esta manera, los han vaciado del contenido principal. Es claro que esta sagrada unción que los coloca en el altar patrio es un acto político e ideológico. Paradójicamente, la maniobra  procura “desideologizar” al héroe para convertirlo en una estatua inmóvil que sirva a ciertos fines políticos o de clase.

Otra cuestión surge cuando se piensa en lo nacional: ¿cómo medir la distancia que lo separa del chauvinismo o del pintoresquismo? El gaucho impecable, con su ristra de monedas resplandecientes, puede ser pintoresco, pero no representativo del trabajador rural. Negar la mixtura de lo aborigen con las distintas culturas que trajo la inmigración, como si de repente todos fuéramos descendientes de tehuelches, tampoco ayuda a pensarnos como argentinos.

Para ahorrarle al lector la tarea de adivinar desde dónde decimos lo que decimos, nos ubicamos en una línea imaginaria que une el ala jacobina de Mayo, el federalismo del siglo XIX, el radicalismo revolucionario de los 90, el yrigoyenismo, el primer peronismo, la resistencia peronista, el segundo peronismo, la supervivencia a la dictadura militar y la actualidad, representada por un proyecto colectivo de alcances regionales, que nos vuelve a plantear la posibilidad de reconocernos en una identidad supranacional.

No me detendré en aquellas narraciones que evocan las hazañas de hombres y mujeres de existencia real, proclives a ser construidos y deconstruidos tantas veces como sea necesario. Sin embargo, este trazado histórico resulta funcional para presentar a nuestros personajes en contexto de espacio y tiempo.

Un seleccionado de héroes de papel

Una posibilidad es comenzar esta suerte de seleccionado heroico con el Facundo (1845)de Domingo F. Sarmiento, que antes que ser una biografía novelada refleja las contradicciones que al autor le producía el personaje, a quien sin duda admira. De la pluma rabiosa de Sarmiento nace un Quiroga mítico, un dios que podríamos relacionar con la vegetación o la fertilidad, a quien le reconoce la fuerza de la naturaleza pero que es necesario dominar y reducir.

Es, ante todo, un alegato político, una declaración de principios… los de Sarmiento, para quien el atraso estaba representado por esa geografía poblada por los malones,  los gauchos y los caudillos, tal como lo señala el subtítulo de la obra Civilización o barbarie. En este contexto, la figura de Quiroga se vuelve anecdótica. Importa más la descripción de los arquetipos de esa Argentina del siglo XIX y el contrapunto entre ciudad y pampa.

¿Se trata de un texto histórico, una ficción, un ensayo o una novela histórica? Es difícil de clasificar y sería un error encasillarla obra con parámetros modernos Sarmiento utiliza el discurso narrativo propio de la novela para construir un producto histórico.


Desde ya, nos simpatiza el Facundo creado por Sarmiento y nos repelen esas ideas positivistas que confunden el buen juicio del escritor. Ni siquiera las afirmaciones cargadas de odio hacia las gentes de la tierra logran empañar uno de los mejores comienzos que se hayan escrito por estos lares:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: "¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!". ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas.


Si Facundo puede ser leído como un ensayo sociocultural, el Martín Fierro (1872), que es un texto de denuncia de corte político, puede ser leído como un poema épico al estilo clásico. 

Hay un héroe que atraviesa una serie de peripecias y las relata en primera persona, cantando. Evoca un pasado de dicha, perdido para siempre, y cómo lo llevaron a defender la frontera con los indios, por no haber ido a votar como le había ordenado un juez. En una de esas expediciones, logra escaparse y cuando vuelve al rancho, encuentra que ya no le queda ni familia. Pero las desgracias no terminan para este gaucho: en un duelo mata a un negro y en otro boliche se trenzó con otro hombre, de tal suerte que tuvo que volver a escapar. Finalmente, cuando lo viene a buscar una patrulla, conoce a Cruz y se hacen amigos. Juntos, deciden ir a probar suerte a las tolderías. La segunda parte narra el reencuentro con los hijos.

El libro tuvo mucho éxito entre la peonada de la pampa bonaerense, que se sentía representada por este héroe autóctono. Leopoldo Lugones lo elevó a la categoría de poema nacional, a partir de lo cual la academia se lo apropió como el texto más acabado de la literatura gauchesca, quitándole todo el peso de la denuncia y, sobre todo, separándolo de su autor, el político y periodista José Hernández, quien bregó por la federalización de Buenos Aires.

Admirado por Borges, Marechal y los escritores que se reunían en la Richmond de Florida, Martín Fierro sobrevivió a las lecturas descafeínadas, que celebraban el pintoresquismo de su poesía y la figura romántica del gaucho matrero. El revisionismo histórico volvió a poner el acento en el contenido documental y en el contexto social. Y así, Fierro reencarnó en los cabecitas negras, los descamisados, los marginados del reparto de la torta.

Sus versos forman parte del refranero popular y está presente en el inconsciente colectivo, cada vez que talla la injusticia.

Caso curioso el de Juan Moreira, protagonista de la novela gauchesca del escritor Eduardo Gutiérrez, publicada como folletín entre noviembre de 1879 y enero de 1880 en el diario La Patria Argentina. El autor se inspiró en las crónicas policiales protagonizadas por este hombre, del cual se sabe fue un simpatizante mitrista y participó en varios crímenes, algunos con móviles políticos.

A simple vista, no resulta un personaje que despierte simpatías. No es una suerte de Robin Hood, como Bairoletto, ni un caído en desgracia, como Fierro. Gutiérrez construye una ficción romántica, influida por el pensamiento positivista, pero sin relacionarla con el trasfondo histórico, aunque dando una exculpación sociológica del porqué este hombre se volvió delincuente.

Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.

Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido. No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.

Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.

En 1884, Gutiérrez reescribió la novela como "mimodrama" para ser representado en el circo y la obra se convirtió en la pieza fundadora del teatro rioplatense, dándole al personaje una enorme popularidad. Además, la novela fue llevada cinco veces al cine, la última con dirección de Leonardo Favio. En el contexto de los años 70, Juan Moreira se yergue como arquetipo de la rebeldía y coraje, de resistencia a un sistema conservador y corrupto. La escena de la muerte, en manos del sargento Chirino, cuando ambos parecen comprender que pertenecen al mismo bando, el del pueblo, es algo que ni Gutiérrez ni el propio Moreira jamás imaginaron.

Casi 20 años demoró Leopoldo Marechal para escribir Adán Buenosayres (1948), quintaesencia del porteño con pretensiones intelectuales y alma melancólica. Quizás en un verso del poema Del amor navegante define el espíritu que subyace en toda la obra: “Con el número dos nace la pena”.

Marechal explica cómo la construyó: “Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico”. Hay también una inspiración homérica en el trazado que narra los tres días previos a la muerte del protagonista y transcribe su cuaderno de notas.

Mi vida, en sus diez primeros años, nada ofrece que merezca el honor de la pluma o el ejercicio de la memoria. Es aquella una edad en que el alma, semejante a una copa vacía, se hunde hasta el fondo en el río cambiante de la realidad (que tal nombre damos en un principio al color mentiroso de la tierra), y espiga, recoge y devora la creación visible, como si sólo para esa cosecha bárbara del mundo hubiese nacido. Entonces el niño, la piedra, el árbol y el buey giran enlazados en el baile primero, sin distinciones de color ni choques de fronteras. Pero más tarde, y en virtud de su peso natural, el alma se coloca en el centro de la rueda; y desde allí, inmóvil y como en suspenso, ve que a su alrededor siguen girando las demás criaturas: el árbol en el círculo del árbol, la piedra en el círculo de la piedra y el buey en el círculo del buey. Y en ese punto el alma se pregunta cuál será su círculo entre círculos y su danza entre danzas; y como no se da respuesta ni la recibe de los otros, inicia su jornada de tribulación; porque su duda es grande y creciente su soledad. En ese conflicto se halló la mía, y en él permaneció hasta que le fue revelado su norte verdadero en la figura de Aquella por quien escribo estas páginas. Y quiero declararme con exactitud mayor en lo que a dicho estado del alma se refiere, en la esperanza de que mi relato, si algún día se publica, sea consuelo y sostén de los que siguen las veredas de Amor. Porque de amor es la carne de mi prosa, y del color de amor se tiñe su vestido. 

Hay nombres propios reconocibles detrás de los personajes secundarios: en el astrólogo Shultze se adivina a Xul Solar. Borges, quien fuera amigo de Marechal en su juventud, es el poeta Luis Pereda. Raúl Scalabrini Ortiz está retratado en el petiso Bernini y una caricatura despiadada de Victoria Ocampo aparece en Titania y su Infierno de la Lujuria.

Para adentrarnos en el carácter de esta novela recurrimos a una palabra autorizada:

Adán Buenosayres consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y glosario.

(Julio Cortázar, Revista Realidad,  edición marzo/abril de 1949)

Sin embargo, al momento de su publicación, no abundaron los comentarios elogiosos, ni tampoco los críticos, dado que pasó inadvertido por la elite literaria, precio que Marechal debió pagar por su apoyo explícito al gobierno peronista. Hubo que esperar hasta 1965,fecha de la publicación de la segunda novela El banquete de Severo Arcángelo, para que obtuviera el merecido reconocimiento.

Corrían otros tiempos, los de la resistencia peronista, durante los cuales el nombre de Marechal simbolizaba el sacrificio por las convicciones, el poeta que como Discépolo o Manzi se reconocía pueblo. Y Adán Buenosayres, a pesar de representar al porteño diletante, volvió a pasear por su nostalgia por las calles de Buenos Aires, la nostalgia del “hombre que está solo y espera” el regreso del líder proscripto.

Juan Salvo, El Eternauta, es unnavegante del tiempo, nacido de los textos de Héctor Oesterheld y de las ilustraciones de Francisco Solano López y Antonio Breccia visitó la tierra en varias oportunidades. La primera versión de esta distopíafue publicada entre 1957 y 1959 por la revista Hora Cero. En 1969, Oesterheld la reescribe, junto a Breccia y en 1976 sale El Eternauta II, nuevamente con dibujos de Solano López. Estas dos últimas ediciones tienen un contenido político más explícito. En 1977, Oesterheld es secuestrado y desaparecido por la dictadura militar.

Una noche de invierno, Juan Salvo, el protagonista, está jugando al truco con sus amigos y su familia, cuando una explosión ocurrida en el Pacífico provoca una la caída de una nieve de aspecto extraño en nuestro país. Esta nieve mata, tal como descubren los habitantes de la casa al mirar por la ventana. Uno de los amigos, Favalli, de profesión físico, crea entonces un traje aislante con el cual Salvo puede salir a buscar provisiones. Descubre entonces que hay otros sobrevivientes y un estado de anarquía y ley de la selva. En tanto, descubren que se trata de una invasión extraterrestre de una raza de escarabajos gigantes, que son una especie de fuerza de choque. Hay escenas de batallas en escenarios muy típicos de Buenos Aires, como la cancha del RiverPlate, y situaciones donde se juegan valores tales como la solidaridad, el trabajo en equipo, el coraje y la empatía hacia los extraños (los humanoides que comandan a los cascarudos son buenos, pero tienen activada la glándula del terror que los vuelve peligrosos) Hay varios tipos de invasores, todos al servicio de “Ellos”, los amos que dominan otras civilizaciones y quieren conquistar el universo. Al querer accionar una nave para salvar a su esposa e hija, Juan se traslada a una dimensión paralela, Continum, desde donde finalmente llega a la casa del guionista al que le cuenta la historia que según el relato sucede en 1963. Al notar que su narración es algo que sucederá en el futuro, el Eternauta va a buscar a su esposa e hija, se produce el reencuentro e inmediatamente se olvida de todo lo ocurrido. El guionista entonces publica la historia con la esperanza de poder prevenir la invasión.

Es una historia de la heroicidad en grupo, no de un superhéroe. Y en este punto se hace hincapié en la construcción colectiva como única alternativa para superar los obstáculos, de ahí que vuelva a cobrar vigencia en esta última década. La invasión se la relaciona con las dictaduras militares (el derrocamiento de Perón y el gobierno de facto de Aramburu en la primera edición, la dictadura de Onganía en la segunda y el golpe militar del 76 en la tercera) Otro rasgo característico es que los invasores no son naturalmente malos, sino que cumplen órdenes de terceros, los “Ellos”. Algunos han visto en esto una referencia a la lucha de clases y el rol de los capitales transnacionales en la gestación de guerras y conflictos contemporáneos.

Ahora que lo pienso, se me ocurre que quizás por esta falta de héroe central, el Eternauta es una de mis historias que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe “en grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo.”

(Héctor Germán Oesterheld, en El Eternauta, 50 años)

La génesis de un ícono

El hecho más interesante que resulta de este breve recorrido a través de estos íconos de la literatura argentina es la apropiación, interpretación y representación que de ellos ha hecho el inconsciente colectivo en distintas épocas de nuestra historia reciente.

La novela de Sarmiento sigue siendo tema de debate, no ya desde el punto de vista de la figura de Facundo Quiroga o de su encendida argumentación contra el federalismo y contra el poder de Juan Manuel de Rosas. En el siglo XX, la dicotomía civilización o barbarie no aplicaba a la oposición oligarquía porteña-gauchaje, pero se aggiorna en la discusión sobre la identidad nacional, planteada por pensadores del campo popular como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui o Norberto Galasso. Y se renueva cada vez que se reflexiona sobre el proyecto de país, dado que, por debajo de los nombres propios o de las categorías de clasificación, la disyuntiva entre un Estado para las mayorías o un gobierno para los más favorecidos sigue vigente.

Ya nos hemos referido a la suerte cambiante de Martín Fierro. Popular desde su aparición, luego fue objeto de una sutil maniobra de desideologización y encumbramiento literario, para finalmente convertirse en un símbolo tanto para la derecha nacionalista como para el nacionalismo de izquierda, con todos los matices intermedios. Mientras unos reivindicaban en él lo autóctono, la xenofobia, el valor de la tierra como fuente de riqueza, la justificación de la conquista del desierto, los otros toman la santa indignación de los oprimidos, el rescate de la América mestiza, el alegato en contra del matrimonio entre los militares y la patria agroexportadora. Todos son los hijos de Fierro, aunque se peleen por el reparto de la herencia. La generación de los 60 y 70 también cree reconocer en la criatura de José Hernández el antecedente de la lucha armada contra la opresión capitalista.

Con Juan Moreira pasó algo similar. La película de Leonardo Favio lo coloca en el lugar de resistencia a una autoridad nacida de la fuerza bruta y no de la voluntad popular. Es “uno de los nuestros” que deja la vida en la batalla. Nada más lejano de ese hombre real que había nacido en el barrio de Flores y que había vivido al margen de la ley, al modo de sus contemporáneos estadounidenses BatMasterson o WyttEarp. Fue cuchillo de Adolfo Alsina y de Bartolomé Mitre, tenía varias muertes en su haber y pedido de captura en varios partidos bonaerenses. Peleaba solo, tenía fama de valiente y hábil con las armas, era buen amante y destacaba por su carácter reservado y altivo. El final fatal lo reivindica, lo transforma en leyenda. El contexto histórico que le confiere la película y su personalidad montaraz lo emparejan con Fierro en el ranking de la figura romántica del gaucho.

Adán Buenosayres es Marechal y viceversa. Y es toda una generación que deambula por la ciudad, añorando el paraíso perdido, con descenso a los infiernos incluido. La novela, que alumbró en pleno gobierno peronista, recién cobró importancia y significado durante los años de la proscripción, cuando fue reeditada. Como el Martín Fierro, su poética pertenece al territorio de la épica, para construir un mito de lo cotidiano, una elegía del alma del porteño. Su complejidad literaria hace que no se la cuente entre las obras populares. En este caso, lo que cobra un valor simbólico es Marechal, que ya dijimos es el mismísimo AdanBuenosayres, arquetipo del intelectual y escritor comprometido con la causa nacional, que abandona las amables mieles del parnaso para hundirse en el barro de los más humildes.

El caso de El Eternauta presenta varias lecturas. En 1957 se podía asociar fácilmente a los cascarudos y a la invasión con el golpe militar de 1955 y a Juan Salvo y sus amigos como la resistencia clandestina. En 1969, la segunda versión se ajusta más al mensaje político: el Cordobazo es la demostración de que la unión del campo popular hace la fuerza. Ellos se irán por obra de la comunidad organizada colectivamente. La tercera aparición ya se trata de una declaración política: es la reacción del autor contra la dictadura, acto heroico que le costará la vida. Oesteheld y su familia sufrirán los horrores causados por la especie más cruel que conocemos: el hombre. Su apellido formará parte de las listas de desaparecidos y de la causa “El Vesubio”, donde estuvo secuestrado. La historieta es resignificada a partir de 2003, cuando se retoman los juicios por delitos de lesa humanidad y se revalorizan los Derechos Humanos, y el personaje se torna un alter ego del presidente Néstor Kirchner (el “Nestornauta”), sobre todo luego de su muerte, en 2010. 

Epílogo

La cultura nacional aparece en Hernández Arregui como “base espiritual del país, es sin que se anulen en su seno las oposiciones de clase, participación común en la misma lengua, en los usos y costumbres, organización económica, territorio, clima, composición étnica, vestidos, utensilios, sistemas artísticos, tradiciones arraigadas en el tiempo y repetidas por las generaciones; bailes, representaciones folklóricas primordiales, etc. (…) una cultura nacional es aceptación común de esas creaciones populares”.

Esta amplitud cobijará, por lo tanto, civilización y barbarie, cualquiera sea la perspectiva que uno tome para definir estos dos conceptos supuestamente antitéticos. Esta oposición se manifiesta en la construcción de la idea de identidad nacional, como una dicotomía entre la identidad del pueblo y la identidad de las clases dominantes que históricamente absorben y replican influencias culturales de los países hegemónicos.

Hay una fricción constante entre estos dos actores. Las clases dominantes tienen una posición privilegiada, en tanto poseen los medios para imponer productos culturales. En este panorama, el rol que ocupa la cultura popular es el de la resistencia y el combate por los espacios, a fin de elaborar e instalar un modelo alternativo, con mensaje propio.

Es en este punto donde la construcción de una identidad nacional a partir de la literatura y sus protagonistas cobra relevancia. Porque, además de ser hijo de un contexto, un libro puede crearse y recrearse con cada lectura y así un tener distinta representatividad de acuerdo con la época.

En segundo término, la obra no siempre cumple fielmente el propósito del autor que la creó. Inclusive, puede ocurrir todo lo contrario o cargarse de un sentido que el escritor no previó. La incidencia que tenga dependerá entonces de la demanda social de héroes que corporicen en determinado momento el ideal colectivo de identidad nacional.

En tercer lugar, hay que tener en cuenta la reformulación del personaje a partir de su recreación por artes concomitantes como la pintura, el cine o el teatro. Esto se puede ejemplificar con las ilustraciones que adornan las sucesivas ediciones del Martín Fierro: no representa lo mismo el gaucho de Ricardo Carpani, quien lo retrató con las manos y el torso fuerte de un obrero,  que el gaucho clásico y romántico de los dibujos de Alberto Güiraldes.

Por último y por si estas variables no bastaran, hay un componente aleatorio, imposible de predecir. Uno podría preguntarse ¿por qué Fierro y no Sombra? ¿Qué hace que sea uno y no otro arquetipo de la argentinidad? En los casos que incluimos en este ensayo se puede afirmar que existe una completa amalgama entre autor y obra (en el ejemplo de Moreira, entre la película, el director y el personaje), al punto tal que su incidencia en la conformación de una identidad nacional impacta doblemente.