jueves, 26 de abril de 2012

UN FUTURO CON LIBROS

La cita anual es ineludible. Cada año congrega a escritores consagrados, noveles, oportunistas, público bibliófilo, curioso, esnob o distraído, editores mínimos, megaeditoriales, instituciones, embajadas. Hay presentaciones, charlas, lecturas. Pero el gran protagonista es él: suntuoso, modesto, escueto, portentoso, de papel o de bytes. Cada año celebramos al libro y esta edición en particular augura e implora por un futuro en el cual no sólo no se pierda el encanto por este objeto fiel como un buen amigo, sino en el que se democratice el acceso a la información. Más libros en más manos es índice de menos injusticia, menos represión, más diversidad, más pensamiento crítico. Algunos dirán que no alcanza con quince días cada doce meses, que la masividad de la feria no indica un pueblo lector, que la selección de invitados es arbitraria. Todo esto puede ser cierto, mas no opaca el brillo legítimo de esta fiesta. Que una persona, o muchas, encuentren en este maremágnum de ofertas variadas el libro que estaban esperando leer, la palabra iluminada, el placer de una frase inspirada, el conocimiento esquivo, el antídoto a la rutina, bien vale una misa. Celebramos, pues, la trigésimo octava construcción de esta biblioteca de Babel que es la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires y convocamos a tres de sus protagonistas para glorificar el misterio de la creación literaria. Carlos Fuentes (Ciudad de Panamá, 1928) es uno de los grandes escritores latinoamericanos contemporáneos que alumbró México. Autor de novelas como Aura, La muerte de Artemio Cruz y Terra Nostra, ensayos, cuentos y libretos de ópera. Premio Cervantes en 1987. Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) es un escritor, traductor y editor argentino-canadiense, autor de Guia de lugares imaginarios, Una historia de la lectura y varias antologías de literatura fantástica, así como de novelas (Todos los hombres son mentirosos) Eduardo Galeano (Montevideo, 1940), periodista y escritor uruguayo, autor de obras clave para pensamiento latinoamericano, como Las venas abiertas de América Latina, El libro de los abrazos y Memoria del fuego. Su último libro, Los hijos de los días, reúne 366 historias que reflejan la vida de hombres y mujeres, célebres o anónimos, a manera de un calendario. Hechas las presentaciones pertinentes, los convidamos con estos tres textos, apenas un aperitivo.

El que inventó la pólvora (Carlos Fuentes)

Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir. La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía. Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas. El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos. Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda. La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.) Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas. El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal). Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras. Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente. La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades. Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos. Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda. Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto. ¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos. No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco. Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero: «USEN TODO... TODO... TODO» Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos... Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...

Elogio de la lectura (Alberto Manguel)

“Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, según afirma el gran orador Tulio.” Así comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", le dice a su compadre el barbero, "y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho". El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, como depósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de enseñanza meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura de La Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones más sutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El censorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijote que, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir, libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o a la hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer. Pero, ¿qué es este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e intraducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar a otros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita? Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súplicas de los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, a través de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se creían a salvo. Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar que Martorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al infierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La metamorfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razones estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista. El lema de todo verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbio latino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo, ¿qué son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros placeres? El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra variado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera. Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en el sillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, el adulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café, encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vez que la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura", que "hablan sin esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con sólo decir "así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", lo obligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escondite detrás de los labios y a responder, "No, gracias", con lo cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros. Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo". Es así como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibert cuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que éste se había llevado de viaje. Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece también el placer de la inteligencia. ¿Qué otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata de dejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual". Se trata de ser invitados a un momento de reflexión, de convertirnos en testigos de la creación de una idea, como ocurre en los diálogos de Platón o en las novelas de Gombrowicz. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; poco importa, ya que el recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Cerramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor no puede nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya", escribió Benjamin Constant. Lo mismo puede decirse de la lectura. El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón y disfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva a regiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales regiones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a veces, el universo mismo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz, las islas de Conrad, el Madrid de Galdós, pero también la luna de Wells y de Verne, los universos soñados por Lovecraft y Ursula K. Le Guin, el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (ya no sé quién lo escribió) en el que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde en el desierto muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. De forma algo más moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de ser su explorador y su cartógrafo. Un auténtico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector también. Que un libro nos parezca pésimo no significa que no nos pueda dar placer. Los grandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados también son capaces de hacerlo. El inglés Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de Suramérica, se extasiaba ante los animales más feos de la creación, como por ejemplo el sapo de Bahía, repugnante criatura que el Dr. Waterton cogía tiernamente en su mano y acariciaba con cariño, mientras hablaba emocionado de la profunda mirada y espléndido brillo de los ojos del batracio. Igual hacen los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde, yo diría que hay que tener un corazón de piedra para no morirse de risa ante ciertas páginas de Azorín o de Ángeles Mastretta. O ante este verso del poeta mexicano Díaz Mirón: "Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo". Tales abominaciones tienen la marca de un genio. Tom Stoppard escribió que para saber si un escritor es bueno o malo, hay que preguntarle a su madre. Más interesante, más entretenido, más placentero es descubrir si es un visionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos pequeños secretos que misteriosamente dan sentido al universo, diciéndonos lo que no sabíamos que sabíamos. Elijo una frase al azar, de la novela de Ana María Moix Las virtudes peligrosas: "La experiencia, en contra de lo que la gente suele opinar, no es ninguna forma de sabiduría... La experiencia, créame, amigo, no es más que una forma de nostalgia". Tales revelaciones resultan menos insólitas que verdaderas. El lector sabe que, en tales casos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de la confirmación de algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a Cocteau: -Étonnez-moi! "¡Sorpréndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un auténtico lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un preámbulo amoroso -descubrir que alguien toma café en lugar de té, que duerme del lado izquierdo de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un conocimiento más íntimo, más profundo del texto, una familiaridad que se extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando diseño un jardín", dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo hermoso, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "¿Ah, sí? Entonces, dígame", responde su interlocutor, "¿qué nombre le da usted a esa calidad cuando alguien recorre el jardín por segunda vez?". Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos "actos ocurridos hace mucho tiempo" sino también "los actos recientes de nuestros días". No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino también la nuestra, inconfesada. Y no solamente las páginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la página siguiente, sino también los textos leídos hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una antología salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de un monstruoso autor único cuya voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo, la de Javier Cercas, la de Cortázar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otros han recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, no conozco mayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca. Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadas redes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir conciencia del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente. Antes de la invención del lenguaje, imagino (y sólo puedo imaginarlo porque tengo palabras), imagino que percibíamos el mundo como una multitud de sensaciones cuyas diferencias o límites apenas intuíamos, un mundo nebuloso y flotante cuyo recuerdo renace en el entresueño o cuando ciertos reflejos mecánicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar y darnos vuelta. Gracias a las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensaciones se resuelven en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud de circunstancias, pero sólo puedo reconocerme, ser consciente de mí mismo, gracias a una página de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de un sinnúmero de autores anónimos. La lombriz de la conciencia (como la llamó Nicolà Chiaromonte en otra página que me define) denota la incisiva, constante, obsesiva búsqueda de nosotros mismos. La lectura añade a esta obsesión la consolación del placer. El placer ha sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la distracción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información con conocimiento, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuo con tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar contentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes están en el poder nos dicen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas autoritarias, dejarnos subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia de que somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vasto texto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así, puesto que la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes.

Una invitación al vuelo (Eduardo Galeano)

Milenio va, milenio viene, la ocasión es propicia para que los oradores de inflamada verba peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa, calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio. La verdad sea dicha, no hay quien resista: en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será. Tenemos una única certeza: en el siglo veintiuno, si todavía estamos aquí, todos nosotros seremos gente del siglo pasado y, peor todavía, seremos gente del pasado milenio. Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea. En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible: el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas; la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar; se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el niño sin saber que juega; en ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo; los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos; los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas; la solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo; la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero; nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene; el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos; la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda; una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú; en Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa Madre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo; la Iglesia también dictará otro mandamiento, que se le había olvidado a Dios: «Amarás a la naturaleza, de la que formas parte»; serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar; seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo; la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.