Cuéntame, oh musa…
Los países
como el nuestro, que han hecho tabula
rasa de la herencia cultural de sus pueblos originarios para levantar sobre
esa tierra arrasada nuevos altares a viejos ídolos europeos, construyen una
mitología bastarda para crear una identidad nacional.
Bastarda
porque la cosmogonía resultante tendrá características híbridas: por un lado,
será la resultante de la idealización de la figura del criollo, por otro, no
podrá sustraerse al influjo de siglos de colonización, contra la cual se
rebelará en mayor o menor grado.
Estos héroes,
entendidos al uso griego, es decir, como la encarnación arquetípica de los
rasgos más valorados por la cultura que los produce, se instalan en el
inconsciente colectivo para consolidar la identidad nacional.
Pero ¿cuál es
la identidad nacional en un país polisémico como Argentina? Difícil pregunta,
porque lo que cada uno entienda por identidad nacional estará impregnado por la
época, la clase social, el paradigma dominante.
Muchos han
sucumbido a la tentación de otorgar a los héroes el status de semidioses,
inalcanzables, desprovistos de humanidad y, de esta manera, los han vaciado del
contenido principal. Es claro que esta sagrada unción que los coloca en el
altar patrio es un acto político e ideológico. Paradójicamente, la
maniobra procura “desideologizar” al
héroe para convertirlo en una estatua inmóvil que sirva a ciertos fines
políticos o de clase.
Otra cuestión
surge cuando se piensa en lo nacional: ¿cómo medir la distancia que lo separa
del chauvinismo o del pintoresquismo? El gaucho impecable, con su ristra de
monedas resplandecientes, puede ser pintoresco, pero no representativo del
trabajador rural. Negar la mixtura de lo aborigen con las distintas culturas
que trajo la inmigración, como si de repente todos fuéramos descendientes de
tehuelches, tampoco ayuda a pensarnos como argentinos.
Para ahorrarle
al lector la tarea de adivinar desde dónde decimos lo que decimos, nos ubicamos
en una línea imaginaria que une el ala jacobina de Mayo, el federalismo del
siglo XIX, el radicalismo revolucionario de los 90, el yrigoyenismo, el primer
peronismo, la resistencia peronista, el segundo peronismo, la supervivencia a
la dictadura militar y la actualidad, representada por un proyecto colectivo de
alcances regionales, que nos vuelve a plantear la posibilidad de reconocernos
en una identidad supranacional.
No me detendré
en aquellas narraciones que evocan las hazañas de hombres y mujeres de
existencia real, proclives a ser construidos y deconstruidos tantas veces como
sea necesario. Sin embargo, este trazado histórico resulta funcional para
presentar a nuestros personajes en contexto de espacio y tiempo.
Un seleccionado de héroes de papel
Una
posibilidad es comenzar esta suerte de seleccionado heroico con el Facundo
(1845)de Domingo F. Sarmiento, que antes que ser una biografía novelada
refleja las contradicciones que al autor le producía el personaje, a quien sin
duda admira. De la pluma rabiosa de Sarmiento nace un Quiroga mítico, un dios
que podríamos relacionar con la vegetación o la fertilidad, a quien le reconoce
la fuerza de la naturaleza pero que es necesario dominar y reducir.
Es, ante todo,
un alegato político, una declaración de principios… los de Sarmiento, para
quien el atraso estaba representado por esa geografía poblada por los malones, los gauchos y los caudillos, tal como lo
señala el subtítulo de la obra Civilización
o barbarie. En este contexto, la figura de Quiroga se vuelve anecdótica.
Importa más la descripción de los arquetipos de esa Argentina del siglo XIX y
el contrapunto entre ciudad y pampa.
¿Se trata de
un texto histórico, una ficción, un ensayo o una novela histórica? Es difícil
de clasificar y sería un error encasillarla obra con parámetros modernos Sarmiento
utiliza el discurso narrativo propio de la novela para construir un producto
histórico.
Desde ya, nos
simpatiza el Facundo creado por Sarmiento y nos repelen esas ideas positivistas
que confunden el buen juicio del escritor. Ni siquiera las afirmaciones
cargadas de odio hacia las gentes de la tierra logran empañar uno de los
mejores comienzos que se hayan escrito por estos lares:
¡Sombra
terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado
polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las
convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees
el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre
de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos
senderos en el desierto, decían: "¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El
vendrá!". ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones
populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su
complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y
lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en
sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en
esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de
presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en un
hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los
acontecimientos, los hombres y las cosas.
Si Facundo puede
ser leído como un ensayo sociocultural, el Martín
Fierro (1872), que es un texto de denuncia de corte político,
puede ser leído como un poema épico al estilo clásico.
Hay un héroe que atraviesa una serie de peripecias y las relata en primera
persona, cantando. Evoca un pasado de
dicha, perdido para siempre, y cómo lo llevaron a defender la frontera con los
indios, por no haber ido a votar como le había ordenado un juez. En una de
esas expediciones, logra escaparse y cuando vuelve al rancho, encuentra que ya
no le queda ni familia. Pero las desgracias no terminan para este gaucho: en un
duelo mata a un negro y en otro boliche se trenzó con otro hombre, de tal
suerte que tuvo que volver a escapar. Finalmente, cuando lo viene a buscar
una patrulla, conoce a Cruz y se hacen amigos. Juntos, deciden ir a probar
suerte a las tolderías. La segunda parte narra el reencuentro con los hijos.
El libro tuvo mucho éxito entre la peonada de la pampa bonaerense,
que se sentía representada por este héroe autóctono. Leopoldo Lugones lo elevó a la categoría de poema nacional, a
partir de lo cual la academia se lo apropió como el texto más acabado de la
literatura gauchesca, quitándole todo el peso de la denuncia y, sobre todo,
separándolo de su autor, el político y periodista José Hernández, quien bregó
por la federalización de Buenos Aires.
Admirado por Borges, Marechal y los escritores que se reunían en
la Richmond de Florida, Martín Fierro sobrevivió a las lecturas descafeínadas,
que celebraban el pintoresquismo de su poesía y la figura romántica del gaucho
matrero. El revisionismo histórico volvió a poner el acento en el contenido
documental y en el contexto social. Y así, Fierro reencarnó en los cabecitas
negras, los descamisados, los marginados del reparto de la torta.
Sus versos forman parte del refranero popular y está presente en
el inconsciente colectivo, cada vez que talla la injusticia.
Caso curioso el de Juan
Moreira, protagonista de la novela gauchesca del escritor Eduardo
Gutiérrez, publicada como folletín entre noviembre de 1879 y enero de
1880 en el diario La Patria Argentina. El autor se inspiró en las
crónicas policiales protagonizadas por este hombre, del cual se sabe fue un simpatizante
mitrista y participó en varios crímenes, algunos con móviles políticos.
A simple vista, no resulta un personaje que despierte simpatías.
No es una suerte de Robin Hood, como Bairoletto, ni un caído en desgracia, como
Fierro. Gutiérrez construye una ficción romántica, influida por el pensamiento
positivista, pero sin relacionarla con el trasfondo histórico, aunque dando una
exculpación sociológica del porqué este hombre se volvió delincuente.
Juan Moreira es uno
de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad;
es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el
destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.
Moreira no ha sido
el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente
pervertido. No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y
que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el
puñal. No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un
alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por
ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria
patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos
salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira vive aún en
la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas
tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos,
que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para
rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña
eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de
vida.
En 1884, Gutiérrez
reescribió la novela como "mimodrama" para ser representado en el
circo y la obra se convirtió en la pieza fundadora del teatro rioplatense,
dándole al personaje una enorme popularidad. Además, la novela fue llevada
cinco veces al cine, la última con dirección de Leonardo Favio. En el contexto
de los años 70, Juan Moreira se yergue como arquetipo de la rebeldía y coraje,
de resistencia a un sistema conservador y corrupto. La escena de la muerte, en
manos del sargento Chirino, cuando ambos parecen comprender que pertenecen al
mismo bando, el del pueblo, es algo que ni Gutiérrez ni el propio Moreira jamás
imaginaron.
Casi 20 años demoró
Leopoldo Marechal para escribir Adán
Buenosayres (1948), quintaesencia del porteño con pretensiones
intelectuales y alma melancólica. Quizás en un verso del poema Del amor navegante define el espíritu que subyace en toda
la obra: “Con el número dos nace la pena”.
Marechal explica
cómo la construyó: “Entonces fue cuando me pareció que la novela, género
relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la
antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las
normas que Aristóteles ha dado al género épico”. Hay también una inspiración
homérica en el trazado que narra los tres días previos a la muerte del
protagonista y transcribe su cuaderno de notas.
Mi vida, en sus
diez primeros años, nada ofrece que merezca el honor de la pluma o el ejercicio
de la memoria. Es aquella una edad en que el alma, semejante a una copa vacía,
se hunde hasta el fondo en el río cambiante de la realidad (que tal nombre
damos en un principio al color mentiroso de la tierra), y espiga, recoge y
devora la creación visible, como si sólo para esa cosecha bárbara del mundo
hubiese nacido. Entonces el niño, la piedra, el árbol y el buey giran enlazados
en el baile primero, sin distinciones de color ni choques de fronteras. Pero
más tarde, y en virtud de su peso natural, el alma se coloca en el centro de la
rueda; y desde allí, inmóvil y como en suspenso, ve que a su alrededor siguen
girando las demás criaturas: el árbol en el círculo del árbol, la piedra en el
círculo de la piedra y el buey en el círculo del buey. Y en ese punto el alma
se pregunta cuál será su círculo entre círculos y su danza entre danzas; y como
no se da respuesta ni la recibe de los otros, inicia su jornada de tribulación;
porque su duda es grande y creciente su soledad. En ese conflicto se halló la
mía, y en él permaneció hasta que le fue revelado su norte verdadero en la
figura de Aquella por quien escribo estas páginas. Y quiero declararme con
exactitud mayor en lo que a dicho estado del alma se refiere, en la esperanza
de que mi relato, si algún día se publica, sea consuelo y sostén de los que
siguen las veredas de Amor. Porque de amor es la carne de mi prosa, y del color
de amor se tiñe su vestido.
Hay nombres propios
reconocibles detrás de los personajes secundarios: en el astrólogo Shultze se
adivina a Xul Solar. Borges, quien fuera amigo de Marechal en su juventud, es
el poeta Luis Pereda. Raúl Scalabrini Ortiz está retratado en el petiso Bernini
y una caricatura despiadada de Victoria Ocampo aparece en Titania y su Infierno
de la Lujuria.
Para adentrarnos en
el carácter de esta novela recurrimos a una palabra autorizada:
Adán Buenosayres
consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el
género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación
martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el
libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se
articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros
constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y
glosario.
(Julio Cortázar,
Revista Realidad, edición marzo/abril de 1949)
Sin embargo, al
momento de su publicación, no abundaron los comentarios elogiosos, ni tampoco
los críticos, dado que pasó inadvertido por la elite literaria, precio que
Marechal debió pagar por su apoyo explícito al gobierno peronista. Hubo que
esperar hasta 1965,fecha de la publicación de la segunda novela El banquete de Severo Arcángelo, para que obtuviera el merecido
reconocimiento.
Corrían otros
tiempos, los de la
resistencia peronista, durante los cuales el nombre de Marechal simbolizaba el
sacrificio por las convicciones, el poeta que como Discépolo o Manzi se
reconocía pueblo. Y Adán Buenosayres, a pesar de representar al porteño
diletante, volvió a pasear por su nostalgia por las calles de Buenos Aires, la
nostalgia del “hombre que está solo y espera” el regreso del líder proscripto.
Juan Salvo,
El Eternauta, es
unnavegante del tiempo, nacido de los textos de Héctor Oesterheld y de las
ilustraciones de Francisco Solano López y Antonio Breccia visitó la tierra en
varias oportunidades. La primera versión de esta distopíafue publicada entre
1957 y 1959 por la revista Hora Cero. En 1969, Oesterheld la reescribe, junto a
Breccia y en 1976 sale El Eternauta II, nuevamente con dibujos de Solano López.
Estas dos últimas ediciones tienen un contenido político más explícito. En
1977, Oesterheld es secuestrado y desaparecido por la dictadura militar.
Una noche de
invierno, Juan Salvo, el protagonista, está jugando al truco con sus amigos y
su familia, cuando una explosión ocurrida en el Pacífico provoca una la caída
de una nieve de aspecto extraño en nuestro país. Esta nieve mata, tal como
descubren los habitantes de la casa al mirar por la ventana. Uno de los amigos,
Favalli, de profesión físico, crea entonces un traje aislante con el cual Salvo
puede salir a buscar provisiones. Descubre entonces que hay otros
sobrevivientes y un estado de anarquía y ley de la selva. En tanto, descubren
que se trata de una invasión extraterrestre de una raza de escarabajos
gigantes, que son una especie de fuerza de choque. Hay escenas de batallas en
escenarios muy típicos de Buenos Aires, como la cancha del RiverPlate, y
situaciones donde se juegan valores tales como la solidaridad, el trabajo en equipo,
el coraje y la empatía hacia los extraños (los humanoides que comandan a los
cascarudos son buenos, pero tienen activada la glándula del terror que los
vuelve peligrosos) Hay varios tipos de invasores, todos al servicio de “Ellos”,
los amos que dominan otras civilizaciones y quieren conquistar el universo. Al
querer accionar una nave para salvar a su esposa e hija, Juan se traslada a una
dimensión paralela, Continum,
desde donde finalmente llega a la casa del guionista al que le cuenta la
historia que según el relato sucede en 1963. Al notar que su narración es algo
que sucederá en el futuro, el Eternauta va a buscar a su esposa e hija, se
produce el reencuentro e inmediatamente se olvida de todo lo ocurrido. El
guionista entonces publica la historia con la esperanza de poder prevenir la
invasión.
Es una historia de
la heroicidad en grupo, no de un superhéroe. Y en este punto se hace hincapié
en la construcción colectiva como única alternativa para superar los
obstáculos, de ahí que vuelva a cobrar vigencia en esta última década. La
invasión se la relaciona con las dictaduras militares (el derrocamiento de
Perón y el gobierno de facto de Aramburu en la primera edición, la dictadura de
Onganía en la segunda y el golpe militar del 76 en la tercera) Otro rasgo
característico es que los invasores no son naturalmente malos, sino que cumplen
órdenes de terceros, los “Ellos”. Algunos han visto en esto una referencia a la
lucha de clases y el rol de los capitales transnacionales en la gestación de
guerras y conflictos contemporáneos.
“Ahora que lo
pienso, se me ocurre que quizás por esta falta de héroe central, el Eternauta
es una de mis historias que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El
Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin
intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe “en
grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo.”
(Héctor Germán
Oesterheld, en El Eternauta, 50
años)
La génesis de un
ícono
El hecho más
interesante que resulta de este breve recorrido a través de estos íconos de la
literatura argentina es la apropiación, interpretación y representación que de
ellos ha hecho el inconsciente colectivo en distintas épocas de nuestra
historia reciente.
La novela de
Sarmiento sigue siendo tema de debate, no ya desde el punto de vista de la
figura de Facundo Quiroga o de su encendida argumentación contra el federalismo
y contra el poder de Juan Manuel de Rosas. En el siglo XX, la dicotomía
civilización o barbarie no aplicaba a la oposición oligarquía porteña-gauchaje,
pero se aggiorna en la discusión sobre la identidad nacional, planteada por
pensadores del campo popular como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui
o Norberto Galasso. Y se renueva cada vez que se reflexiona sobre el proyecto
de país, dado que, por debajo de los nombres propios o de las categorías de
clasificación, la disyuntiva entre un Estado para las mayorías o un gobierno
para los más favorecidos sigue vigente.
Ya nos hemos
referido a la suerte cambiante de Martín Fierro. Popular desde su aparición,
luego fue objeto de una sutil maniobra de desideologización y encumbramiento
literario, para finalmente convertirse en un símbolo tanto para la derecha
nacionalista como para el nacionalismo de izquierda, con todos los matices
intermedios. Mientras unos reivindicaban en él lo autóctono, la xenofobia, el
valor de la tierra como fuente de riqueza, la justificación de la conquista del
desierto, los otros toman la santa indignación de los oprimidos, el rescate de
la América mestiza, el alegato en contra del matrimonio entre los militares y
la patria agroexportadora. Todos son los hijos de Fierro, aunque se peleen por
el reparto de la herencia. La generación de los 60 y 70 también cree reconocer
en la criatura de José Hernández el antecedente de la lucha armada contra la
opresión capitalista.
Con Juan Moreira
pasó algo similar. La película de Leonardo Favio lo coloca en el lugar de
resistencia a una autoridad nacida de la fuerza bruta y no de la voluntad
popular. Es “uno de los nuestros” que deja la vida en la batalla. Nada más
lejano de ese hombre real que había nacido en el barrio de Flores y que había
vivido al margen de la ley, al modo de sus contemporáneos estadounidenses
BatMasterson o WyttEarp. Fue cuchillo de Adolfo Alsina y de Bartolomé Mitre,
tenía varias muertes en su haber y pedido de captura en varios partidos
bonaerenses. Peleaba solo, tenía fama de valiente y hábil con las armas, era
buen amante y destacaba por su carácter reservado y altivo. El final fatal lo
reivindica, lo transforma en leyenda. El contexto histórico que le confiere la
película y su personalidad montaraz lo emparejan con Fierro en el ranking de la
figura romántica del gaucho.
Adán Buenosayres es
Marechal y viceversa. Y es toda una generación que deambula por la ciudad,
añorando el paraíso perdido, con descenso a los infiernos incluido. La novela,
que alumbró en pleno gobierno peronista, recién cobró importancia y significado
durante los años de la proscripción, cuando fue reeditada. Como el Martín
Fierro, su poética pertenece al territorio de la épica, para construir un mito
de lo cotidiano, una elegía del alma del porteño. Su complejidad literaria hace
que no se la cuente entre las obras populares. En este caso, lo que cobra un
valor simbólico es Marechal, que ya dijimos es el mismísimo AdanBuenosayres,
arquetipo del intelectual y escritor comprometido con la causa nacional, que
abandona las amables mieles del parnaso para hundirse en el barro de los más
humildes.
El caso de El
Eternauta presenta varias lecturas. En 1957 se podía asociar fácilmente a los
cascarudos y a la invasión con el golpe militar de 1955 y a Juan Salvo y sus
amigos como la resistencia clandestina. En 1969, la segunda versión se ajusta
más al mensaje político: el Cordobazo es la demostración de que la unión del
campo popular hace la fuerza. Ellos se irán por obra de la comunidad organizada
colectivamente. La tercera aparición ya se trata de una declaración política:
es la reacción del autor contra la dictadura, acto heroico que le costará la
vida. Oesteheld y su familia sufrirán los horrores causados por la especie más
cruel que conocemos: el hombre. Su apellido formará parte de las listas de
desaparecidos y de la causa “El Vesubio”, donde estuvo secuestrado. La
historieta es resignificada a partir de 2003, cuando se retoman los juicios por
delitos de lesa humanidad y se revalorizan los Derechos Humanos, y el personaje
se torna un alter ego del presidente Néstor Kirchner (el “Nestornauta”), sobre
todo luego de su muerte, en 2010.
Epílogo
La cultura nacional
aparece en Hernández Arregui como “base espiritual del país, es sin que se
anulen en su seno las oposiciones de clase, participación común en la misma
lengua, en los usos y costumbres, organización económica, territorio, clima,
composición étnica, vestidos, utensilios, sistemas artísticos, tradiciones
arraigadas en el tiempo y repetidas por las generaciones; bailes,
representaciones folklóricas primordiales, etc. (…) una cultura nacional es aceptación
común de esas creaciones populares”.
Esta amplitud
cobijará, por lo tanto, civilización y barbarie, cualquiera sea la perspectiva
que uno tome para definir estos dos conceptos supuestamente antitéticos. Esta
oposición se manifiesta en la construcción de la idea de identidad nacional,
como una dicotomía entre la identidad del pueblo y la identidad de las clases
dominantes que históricamente absorben y replican influencias culturales de los
países hegemónicos.
Hay una fricción
constante entre estos dos actores. Las clases dominantes tienen una posición
privilegiada, en tanto poseen los medios para imponer productos culturales. En
este panorama, el rol que ocupa la cultura popular es el de la resistencia y el
combate por los espacios, a fin de elaborar e instalar un modelo alternativo,
con mensaje propio.
Es en este punto
donde la construcción de una identidad nacional a partir de la literatura y sus
protagonistas cobra relevancia. Porque, además de ser hijo de un contexto, un
libro puede crearse y recrearse con cada lectura y así un tener distinta
representatividad de acuerdo con la época.
En segundo término,
la obra no siempre cumple fielmente el propósito del autor que la creó.
Inclusive, puede ocurrir todo lo contrario o cargarse de un sentido que el
escritor no previó. La incidencia que tenga dependerá entonces de la demanda
social de héroes que corporicen en determinado momento el ideal colectivo de
identidad nacional.
En tercer lugar,
hay que tener en cuenta la reformulación del personaje a partir de su
recreación por artes concomitantes como la pintura, el cine o el teatro. Esto
se puede ejemplificar con las ilustraciones que adornan las sucesivas ediciones
del Martín Fierro: no representa lo mismo el gaucho de Ricardo Carpani, quien lo
retrató con las manos y el torso fuerte de un obrero, que el gaucho
clásico y romántico de los dibujos de Alberto Güiraldes.
Por último y por si
estas variables no bastaran, hay un componente aleatorio, imposible de
predecir. Uno podría preguntarse ¿por qué Fierro y no Sombra? ¿Qué hace que sea
uno y no otro arquetipo de la argentinidad? En los casos que incluimos en este
ensayo se puede afirmar que existe una completa amalgama entre autor y obra (en
el ejemplo de Moreira, entre la película, el director y el personaje), al punto
tal que su incidencia en la conformación de una identidad nacional impacta
doblemente.