lunes, 6 de enero de 2014

A FONDO

De tanto en tanto viene bien abrir las persianas, sacudir las alfombras, quitar las telarañas de las esquinas y cambiarle el color a las paredes. Una limpieza a fondo, que renueve el ambiente, sin perder la esencia.

Desperezar las estructuras, despabilar las ideas en pos de seguir adelante en este viaje por universos caprichosos, que refractan y reflejan otros mundos hasta el infinito.

Al bar de Tlön regresan las historias, los borrachos y las muchachas de vida ligera para acosar con sus letanías a los artistas invitados.  Esperamos estar a la altura de la circunstancia y atender con diligencia y prestancia a toda la concurrencia. 




LOS HÉROES EN LA LITERATURA ARGENTINA Y su rol en la formación de la identidad nacional

Cuéntame, oh musa…

Los países como el nuestro, que han hecho tabula rasa de la herencia cultural de sus pueblos originarios para levantar sobre esa tierra arrasada nuevos altares a viejos ídolos europeos, construyen una mitología bastarda para crear una identidad nacional.

Bastarda porque la cosmogonía resultante tendrá características híbridas: por un lado, será la resultante de la idealización de la figura del criollo, por otro, no podrá sustraerse al influjo de siglos de colonización, contra la cual se rebelará en mayor o menor grado.

Estos héroes, entendidos al uso griego, es decir, como la encarnación arquetípica de los rasgos más valorados por la cultura que los produce, se instalan en el inconsciente colectivo para consolidar la identidad nacional.

Pero ¿cuál es la identidad nacional en un país polisémico como Argentina? Difícil pregunta, porque lo que cada uno entienda por identidad nacional estará impregnado por la época, la clase social, el paradigma dominante.

Muchos han sucumbido a la tentación de otorgar a los héroes el status de semidioses, inalcanzables, desprovistos de humanidad y, de esta manera, los han vaciado del contenido principal. Es claro que esta sagrada unción que los coloca en el altar patrio es un acto político e ideológico. Paradójicamente, la maniobra  procura “desideologizar” al héroe para convertirlo en una estatua inmóvil que sirva a ciertos fines políticos o de clase.

Otra cuestión surge cuando se piensa en lo nacional: ¿cómo medir la distancia que lo separa del chauvinismo o del pintoresquismo? El gaucho impecable, con su ristra de monedas resplandecientes, puede ser pintoresco, pero no representativo del trabajador rural. Negar la mixtura de lo aborigen con las distintas culturas que trajo la inmigración, como si de repente todos fuéramos descendientes de tehuelches, tampoco ayuda a pensarnos como argentinos.

Para ahorrarle al lector la tarea de adivinar desde dónde decimos lo que decimos, nos ubicamos en una línea imaginaria que une el ala jacobina de Mayo, el federalismo del siglo XIX, el radicalismo revolucionario de los 90, el yrigoyenismo, el primer peronismo, la resistencia peronista, el segundo peronismo, la supervivencia a la dictadura militar y la actualidad, representada por un proyecto colectivo de alcances regionales, que nos vuelve a plantear la posibilidad de reconocernos en una identidad supranacional.

No me detendré en aquellas narraciones que evocan las hazañas de hombres y mujeres de existencia real, proclives a ser construidos y deconstruidos tantas veces como sea necesario. Sin embargo, este trazado histórico resulta funcional para presentar a nuestros personajes en contexto de espacio y tiempo.

Un seleccionado de héroes de papel

Una posibilidad es comenzar esta suerte de seleccionado heroico con el Facundo (1845)de Domingo F. Sarmiento, que antes que ser una biografía novelada refleja las contradicciones que al autor le producía el personaje, a quien sin duda admira. De la pluma rabiosa de Sarmiento nace un Quiroga mítico, un dios que podríamos relacionar con la vegetación o la fertilidad, a quien le reconoce la fuerza de la naturaleza pero que es necesario dominar y reducir.

Es, ante todo, un alegato político, una declaración de principios… los de Sarmiento, para quien el atraso estaba representado por esa geografía poblada por los malones,  los gauchos y los caudillos, tal como lo señala el subtítulo de la obra Civilización o barbarie. En este contexto, la figura de Quiroga se vuelve anecdótica. Importa más la descripción de los arquetipos de esa Argentina del siglo XIX y el contrapunto entre ciudad y pampa.

¿Se trata de un texto histórico, una ficción, un ensayo o una novela histórica? Es difícil de clasificar y sería un error encasillarla obra con parámetros modernos Sarmiento utiliza el discurso narrativo propio de la novela para construir un producto histórico.


Desde ya, nos simpatiza el Facundo creado por Sarmiento y nos repelen esas ideas positivistas que confunden el buen juicio del escritor. Ni siquiera las afirmaciones cargadas de odio hacia las gentes de la tierra logran empañar uno de los mejores comienzos que se hayan escrito por estos lares:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: "¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!". ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas.


Si Facundo puede ser leído como un ensayo sociocultural, el Martín Fierro (1872), que es un texto de denuncia de corte político, puede ser leído como un poema épico al estilo clásico. 

Hay un héroe que atraviesa una serie de peripecias y las relata en primera persona, cantando. Evoca un pasado de dicha, perdido para siempre, y cómo lo llevaron a defender la frontera con los indios, por no haber ido a votar como le había ordenado un juez. En una de esas expediciones, logra escaparse y cuando vuelve al rancho, encuentra que ya no le queda ni familia. Pero las desgracias no terminan para este gaucho: en un duelo mata a un negro y en otro boliche se trenzó con otro hombre, de tal suerte que tuvo que volver a escapar. Finalmente, cuando lo viene a buscar una patrulla, conoce a Cruz y se hacen amigos. Juntos, deciden ir a probar suerte a las tolderías. La segunda parte narra el reencuentro con los hijos.

El libro tuvo mucho éxito entre la peonada de la pampa bonaerense, que se sentía representada por este héroe autóctono. Leopoldo Lugones lo elevó a la categoría de poema nacional, a partir de lo cual la academia se lo apropió como el texto más acabado de la literatura gauchesca, quitándole todo el peso de la denuncia y, sobre todo, separándolo de su autor, el político y periodista José Hernández, quien bregó por la federalización de Buenos Aires.

Admirado por Borges, Marechal y los escritores que se reunían en la Richmond de Florida, Martín Fierro sobrevivió a las lecturas descafeínadas, que celebraban el pintoresquismo de su poesía y la figura romántica del gaucho matrero. El revisionismo histórico volvió a poner el acento en el contenido documental y en el contexto social. Y así, Fierro reencarnó en los cabecitas negras, los descamisados, los marginados del reparto de la torta.

Sus versos forman parte del refranero popular y está presente en el inconsciente colectivo, cada vez que talla la injusticia.

Caso curioso el de Juan Moreira, protagonista de la novela gauchesca del escritor Eduardo Gutiérrez, publicada como folletín entre noviembre de 1879 y enero de 1880 en el diario La Patria Argentina. El autor se inspiró en las crónicas policiales protagonizadas por este hombre, del cual se sabe fue un simpatizante mitrista y participó en varios crímenes, algunos con móviles políticos.

A simple vista, no resulta un personaje que despierte simpatías. No es una suerte de Robin Hood, como Bairoletto, ni un caído en desgracia, como Fierro. Gutiérrez construye una ficción romántica, influida por el pensamiento positivista, pero sin relacionarla con el trasfondo histórico, aunque dando una exculpación sociológica del porqué este hombre se volvió delincuente.

Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.

Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido. No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.

Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.

En 1884, Gutiérrez reescribió la novela como "mimodrama" para ser representado en el circo y la obra se convirtió en la pieza fundadora del teatro rioplatense, dándole al personaje una enorme popularidad. Además, la novela fue llevada cinco veces al cine, la última con dirección de Leonardo Favio. En el contexto de los años 70, Juan Moreira se yergue como arquetipo de la rebeldía y coraje, de resistencia a un sistema conservador y corrupto. La escena de la muerte, en manos del sargento Chirino, cuando ambos parecen comprender que pertenecen al mismo bando, el del pueblo, es algo que ni Gutiérrez ni el propio Moreira jamás imaginaron.

Casi 20 años demoró Leopoldo Marechal para escribir Adán Buenosayres (1948), quintaesencia del porteño con pretensiones intelectuales y alma melancólica. Quizás en un verso del poema Del amor navegante define el espíritu que subyace en toda la obra: “Con el número dos nace la pena”.

Marechal explica cómo la construyó: “Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico”. Hay también una inspiración homérica en el trazado que narra los tres días previos a la muerte del protagonista y transcribe su cuaderno de notas.

Mi vida, en sus diez primeros años, nada ofrece que merezca el honor de la pluma o el ejercicio de la memoria. Es aquella una edad en que el alma, semejante a una copa vacía, se hunde hasta el fondo en el río cambiante de la realidad (que tal nombre damos en un principio al color mentiroso de la tierra), y espiga, recoge y devora la creación visible, como si sólo para esa cosecha bárbara del mundo hubiese nacido. Entonces el niño, la piedra, el árbol y el buey giran enlazados en el baile primero, sin distinciones de color ni choques de fronteras. Pero más tarde, y en virtud de su peso natural, el alma se coloca en el centro de la rueda; y desde allí, inmóvil y como en suspenso, ve que a su alrededor siguen girando las demás criaturas: el árbol en el círculo del árbol, la piedra en el círculo de la piedra y el buey en el círculo del buey. Y en ese punto el alma se pregunta cuál será su círculo entre círculos y su danza entre danzas; y como no se da respuesta ni la recibe de los otros, inicia su jornada de tribulación; porque su duda es grande y creciente su soledad. En ese conflicto se halló la mía, y en él permaneció hasta que le fue revelado su norte verdadero en la figura de Aquella por quien escribo estas páginas. Y quiero declararme con exactitud mayor en lo que a dicho estado del alma se refiere, en la esperanza de que mi relato, si algún día se publica, sea consuelo y sostén de los que siguen las veredas de Amor. Porque de amor es la carne de mi prosa, y del color de amor se tiñe su vestido. 

Hay nombres propios reconocibles detrás de los personajes secundarios: en el astrólogo Shultze se adivina a Xul Solar. Borges, quien fuera amigo de Marechal en su juventud, es el poeta Luis Pereda. Raúl Scalabrini Ortiz está retratado en el petiso Bernini y una caricatura despiadada de Victoria Ocampo aparece en Titania y su Infierno de la Lujuria.

Para adentrarnos en el carácter de esta novela recurrimos a una palabra autorizada:

Adán Buenosayres consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y glosario.

(Julio Cortázar, Revista Realidad,  edición marzo/abril de 1949)

Sin embargo, al momento de su publicación, no abundaron los comentarios elogiosos, ni tampoco los críticos, dado que pasó inadvertido por la elite literaria, precio que Marechal debió pagar por su apoyo explícito al gobierno peronista. Hubo que esperar hasta 1965,fecha de la publicación de la segunda novela El banquete de Severo Arcángelo, para que obtuviera el merecido reconocimiento.

Corrían otros tiempos, los de la resistencia peronista, durante los cuales el nombre de Marechal simbolizaba el sacrificio por las convicciones, el poeta que como Discépolo o Manzi se reconocía pueblo. Y Adán Buenosayres, a pesar de representar al porteño diletante, volvió a pasear por su nostalgia por las calles de Buenos Aires, la nostalgia del “hombre que está solo y espera” el regreso del líder proscripto.

Juan Salvo, El Eternauta, es unnavegante del tiempo, nacido de los textos de Héctor Oesterheld y de las ilustraciones de Francisco Solano López y Antonio Breccia visitó la tierra en varias oportunidades. La primera versión de esta distopíafue publicada entre 1957 y 1959 por la revista Hora Cero. En 1969, Oesterheld la reescribe, junto a Breccia y en 1976 sale El Eternauta II, nuevamente con dibujos de Solano López. Estas dos últimas ediciones tienen un contenido político más explícito. En 1977, Oesterheld es secuestrado y desaparecido por la dictadura militar.

Una noche de invierno, Juan Salvo, el protagonista, está jugando al truco con sus amigos y su familia, cuando una explosión ocurrida en el Pacífico provoca una la caída de una nieve de aspecto extraño en nuestro país. Esta nieve mata, tal como descubren los habitantes de la casa al mirar por la ventana. Uno de los amigos, Favalli, de profesión físico, crea entonces un traje aislante con el cual Salvo puede salir a buscar provisiones. Descubre entonces que hay otros sobrevivientes y un estado de anarquía y ley de la selva. En tanto, descubren que se trata de una invasión extraterrestre de una raza de escarabajos gigantes, que son una especie de fuerza de choque. Hay escenas de batallas en escenarios muy típicos de Buenos Aires, como la cancha del RiverPlate, y situaciones donde se juegan valores tales como la solidaridad, el trabajo en equipo, el coraje y la empatía hacia los extraños (los humanoides que comandan a los cascarudos son buenos, pero tienen activada la glándula del terror que los vuelve peligrosos) Hay varios tipos de invasores, todos al servicio de “Ellos”, los amos que dominan otras civilizaciones y quieren conquistar el universo. Al querer accionar una nave para salvar a su esposa e hija, Juan se traslada a una dimensión paralela, Continum, desde donde finalmente llega a la casa del guionista al que le cuenta la historia que según el relato sucede en 1963. Al notar que su narración es algo que sucederá en el futuro, el Eternauta va a buscar a su esposa e hija, se produce el reencuentro e inmediatamente se olvida de todo lo ocurrido. El guionista entonces publica la historia con la esperanza de poder prevenir la invasión.

Es una historia de la heroicidad en grupo, no de un superhéroe. Y en este punto se hace hincapié en la construcción colectiva como única alternativa para superar los obstáculos, de ahí que vuelva a cobrar vigencia en esta última década. La invasión se la relaciona con las dictaduras militares (el derrocamiento de Perón y el gobierno de facto de Aramburu en la primera edición, la dictadura de Onganía en la segunda y el golpe militar del 76 en la tercera) Otro rasgo característico es que los invasores no son naturalmente malos, sino que cumplen órdenes de terceros, los “Ellos”. Algunos han visto en esto una referencia a la lucha de clases y el rol de los capitales transnacionales en la gestación de guerras y conflictos contemporáneos.

Ahora que lo pienso, se me ocurre que quizás por esta falta de héroe central, el Eternauta es una de mis historias que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe “en grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo.”

(Héctor Germán Oesterheld, en El Eternauta, 50 años)

La génesis de un ícono

El hecho más interesante que resulta de este breve recorrido a través de estos íconos de la literatura argentina es la apropiación, interpretación y representación que de ellos ha hecho el inconsciente colectivo en distintas épocas de nuestra historia reciente.

La novela de Sarmiento sigue siendo tema de debate, no ya desde el punto de vista de la figura de Facundo Quiroga o de su encendida argumentación contra el federalismo y contra el poder de Juan Manuel de Rosas. En el siglo XX, la dicotomía civilización o barbarie no aplicaba a la oposición oligarquía porteña-gauchaje, pero se aggiorna en la discusión sobre la identidad nacional, planteada por pensadores del campo popular como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui o Norberto Galasso. Y se renueva cada vez que se reflexiona sobre el proyecto de país, dado que, por debajo de los nombres propios o de las categorías de clasificación, la disyuntiva entre un Estado para las mayorías o un gobierno para los más favorecidos sigue vigente.

Ya nos hemos referido a la suerte cambiante de Martín Fierro. Popular desde su aparición, luego fue objeto de una sutil maniobra de desideologización y encumbramiento literario, para finalmente convertirse en un símbolo tanto para la derecha nacionalista como para el nacionalismo de izquierda, con todos los matices intermedios. Mientras unos reivindicaban en él lo autóctono, la xenofobia, el valor de la tierra como fuente de riqueza, la justificación de la conquista del desierto, los otros toman la santa indignación de los oprimidos, el rescate de la América mestiza, el alegato en contra del matrimonio entre los militares y la patria agroexportadora. Todos son los hijos de Fierro, aunque se peleen por el reparto de la herencia. La generación de los 60 y 70 también cree reconocer en la criatura de José Hernández el antecedente de la lucha armada contra la opresión capitalista.

Con Juan Moreira pasó algo similar. La película de Leonardo Favio lo coloca en el lugar de resistencia a una autoridad nacida de la fuerza bruta y no de la voluntad popular. Es “uno de los nuestros” que deja la vida en la batalla. Nada más lejano de ese hombre real que había nacido en el barrio de Flores y que había vivido al margen de la ley, al modo de sus contemporáneos estadounidenses BatMasterson o WyttEarp. Fue cuchillo de Adolfo Alsina y de Bartolomé Mitre, tenía varias muertes en su haber y pedido de captura en varios partidos bonaerenses. Peleaba solo, tenía fama de valiente y hábil con las armas, era buen amante y destacaba por su carácter reservado y altivo. El final fatal lo reivindica, lo transforma en leyenda. El contexto histórico que le confiere la película y su personalidad montaraz lo emparejan con Fierro en el ranking de la figura romántica del gaucho.

Adán Buenosayres es Marechal y viceversa. Y es toda una generación que deambula por la ciudad, añorando el paraíso perdido, con descenso a los infiernos incluido. La novela, que alumbró en pleno gobierno peronista, recién cobró importancia y significado durante los años de la proscripción, cuando fue reeditada. Como el Martín Fierro, su poética pertenece al territorio de la épica, para construir un mito de lo cotidiano, una elegía del alma del porteño. Su complejidad literaria hace que no se la cuente entre las obras populares. En este caso, lo que cobra un valor simbólico es Marechal, que ya dijimos es el mismísimo AdanBuenosayres, arquetipo del intelectual y escritor comprometido con la causa nacional, que abandona las amables mieles del parnaso para hundirse en el barro de los más humildes.

El caso de El Eternauta presenta varias lecturas. En 1957 se podía asociar fácilmente a los cascarudos y a la invasión con el golpe militar de 1955 y a Juan Salvo y sus amigos como la resistencia clandestina. En 1969, la segunda versión se ajusta más al mensaje político: el Cordobazo es la demostración de que la unión del campo popular hace la fuerza. Ellos se irán por obra de la comunidad organizada colectivamente. La tercera aparición ya se trata de una declaración política: es la reacción del autor contra la dictadura, acto heroico que le costará la vida. Oesteheld y su familia sufrirán los horrores causados por la especie más cruel que conocemos: el hombre. Su apellido formará parte de las listas de desaparecidos y de la causa “El Vesubio”, donde estuvo secuestrado. La historieta es resignificada a partir de 2003, cuando se retoman los juicios por delitos de lesa humanidad y se revalorizan los Derechos Humanos, y el personaje se torna un alter ego del presidente Néstor Kirchner (el “Nestornauta”), sobre todo luego de su muerte, en 2010. 

Epílogo

La cultura nacional aparece en Hernández Arregui como “base espiritual del país, es sin que se anulen en su seno las oposiciones de clase, participación común en la misma lengua, en los usos y costumbres, organización económica, territorio, clima, composición étnica, vestidos, utensilios, sistemas artísticos, tradiciones arraigadas en el tiempo y repetidas por las generaciones; bailes, representaciones folklóricas primordiales, etc. (…) una cultura nacional es aceptación común de esas creaciones populares”.

Esta amplitud cobijará, por lo tanto, civilización y barbarie, cualquiera sea la perspectiva que uno tome para definir estos dos conceptos supuestamente antitéticos. Esta oposición se manifiesta en la construcción de la idea de identidad nacional, como una dicotomía entre la identidad del pueblo y la identidad de las clases dominantes que históricamente absorben y replican influencias culturales de los países hegemónicos.

Hay una fricción constante entre estos dos actores. Las clases dominantes tienen una posición privilegiada, en tanto poseen los medios para imponer productos culturales. En este panorama, el rol que ocupa la cultura popular es el de la resistencia y el combate por los espacios, a fin de elaborar e instalar un modelo alternativo, con mensaje propio.

Es en este punto donde la construcción de una identidad nacional a partir de la literatura y sus protagonistas cobra relevancia. Porque, además de ser hijo de un contexto, un libro puede crearse y recrearse con cada lectura y así un tener distinta representatividad de acuerdo con la época.

En segundo término, la obra no siempre cumple fielmente el propósito del autor que la creó. Inclusive, puede ocurrir todo lo contrario o cargarse de un sentido que el escritor no previó. La incidencia que tenga dependerá entonces de la demanda social de héroes que corporicen en determinado momento el ideal colectivo de identidad nacional.

En tercer lugar, hay que tener en cuenta la reformulación del personaje a partir de su recreación por artes concomitantes como la pintura, el cine o el teatro. Esto se puede ejemplificar con las ilustraciones que adornan las sucesivas ediciones del Martín Fierro: no representa lo mismo el gaucho de Ricardo Carpani, quien lo retrató con las manos y el torso fuerte de un obrero,  que el gaucho clásico y romántico de los dibujos de Alberto Güiraldes.

Por último y por si estas variables no bastaran, hay un componente aleatorio, imposible de predecir. Uno podría preguntarse ¿por qué Fierro y no Sombra? ¿Qué hace que sea uno y no otro arquetipo de la argentinidad? En los casos que incluimos en este ensayo se puede afirmar que existe una completa amalgama entre autor y obra (en el ejemplo de Moreira, entre la película, el director y el personaje), al punto tal que su incidencia en la conformación de una identidad nacional impacta doblemente.


CINE


Podríamos justificar esta recomendación fácilmente, ya que la historia tiene como protagonista a un escritor, al tiempo de cumplir los 65 años y en busca de ese instante sublime que todo artista espera.

Mejor justificación es decir que se trata de una película bella, profunda, por momentos tierna, por momentos cínica, que aborda lugares, personas y costumbres comunes al Occidente del tercer milenio.
Toni Servillo le presta su piel a Gepp Gambardella, una "joven promesa" que fue autor de un best-seller y que luego se volcó al periodismo y a la crítica, cuyo mayor éxito ha sido convertirse en un hombre mundano, habitué de la noche romana, soltero eterno, amante requerido e invitado a todas las fiestas y eventos sociales.
Paolo Sorrentino utiliza esta excusa para 
hacer una reflexión sobre el dolce far niente de una clase social al llegar la edad de la decadencia y sobre la decadencia en general de una forma de ver el mundo. "Como raíces porque las raíces son muy importantes", le hace decir a una monja considerada santa. Y esa es la propuesta del director: permitirse la nostalgia, volver a la infancia, ser genuino. 

Una gran belleza honra el título que lleva.