martes, 22 de abril de 2008

LITTERAE

Literatura proviene del latín "litterae", que a su vez posiblemente sea un calco griego de "grammatikee". En latín, literatura significa una instrucción o un conjunto de saberes o habilidades de escribir y leer bien y se relaciona con el arte de la gramática, la retórica y poética.

Para el Diccionario de Autoridades (1734), la literatura es el conocimiento y ciencias de las letras. En tanto, el Diccionario de uso español de María Moliner designa literatura al “arte que emplea como medio de expresión la palabra hablada o escrita”. Una segunda acepción habla sobre el conjunto de obras literarias.

El Diccionario de la Real Academia Española la define como: 1. Arte que emplea como medio de expresión una lengua, 2. Conjunto de las producciones literarias de una nación, de una época o de un género, 3. Conjunto de obras que versan sobre un arte o una ciencia, 4. Conjunto de conocimientos sobre literatura y 5. Tratado en que se exponen estos conocimientos.

A comienzos del siglo XX, el formalismo ruso se interesó por el fenómeno literario e indagó acerca de qué hace que un texto sea literario, o sea, sobre la literaturidad de la obra. Así, Roman Jakobson plantea que la literatura tiene particularidades en la forma, que la hacen diferente a otros discursos, la función poética. Es decir que hay determinadas expresiones que se producen sólo porque producen un placer de naturaleza estética. De esta manera, el lenguaje combinaría recurrencias y desvíos de la norma para enrarecerse, impresionar la imaginación y la memoria y llamar la atención sobre su forma expresiva.

Wolfang Kayser, a mediados del siglo XX, propone cambiar el término de literatura por el de bellas letras, diferenciándolas del habla y de los textos no literarios, en el sentido de que los textos literario-poéticos son un conjunto estructurado de frases portadores de un conjunto estructurado de significados, donde los significados se refieren a realidades independientes del que habla, creando así una objetividad y unidad propia.

Raúl Castagnino, en su libro ¿Qué es la literatura?, amplía el concepto a las diferentes realidades tales como la escritura, la historia, la didáctica, la oratoria y la crítica. Según el autor, la palabra literatura adquiere a veces el valor de nombre colectivo cuando denomina el conjunto de producciones de una nación, época o corriente; o bien es una teoría o una reflexión sobre la obra literaria; o es la suma de conocimientos adquiridos mediante el estudio de las producciones literarias.

Otros conceptos, como el de Paul Verlaine, apuntan a la literatura como algo superfluo y acartonado, necesario para la creación estética pura. Por lo cual Claude Mauriac propuso el sentido de "aliteratura" para contraponer el sentido despectivo de Verlaine. Todas estas sumas hacen de la literatura una propuesta que depende de los ángulos desde donde se la vea. Así, Castagnino concluye que la literatura, más que una definición, es una suma de adjetivaciones limitadoras y específicas.

Para Roland Barthes la literatura no es un corpus de obras, ni tampoco una categoría intelectual, sino una práctica de escribir. Como escritura o como texto, la literatura se encuentra fuera del poder porque se está obrando en él un trabajo de desplazamiento de la lengua.

Los escritores, sujetos activos del hecho literario, han ensayado sus propias definiciones. Para Jorge Luis Borges, “la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”. Juan Carlos Onetti nos dice que “la literatura es mentir bien la verdad”, pero Franz Kafka le retruca que “la literatura es siempre una expedición a la verdad”. George Bernard Shaw aporta una idea inquietante, al expresar que “la literatura es una extraña máquina que traga, que absorbe todos los placeres, todos los acontecimientos de la vida. Los escritores son vampiros”.

Voltaire pide la palabra para afirmar que “la escritura es la pintura de la voz”, mientras que Cervantes completa este pensamiento: “La pluma es la lengua del alma”.

La siguiente pregunta es ¿cómo se hace literatura? Nos socorre André Gide, para quien “no se hace buena literatura con buenas intenciones ni con buenos sentimientos”. En este mismo sentido, René Descartes tira la piedra y asegura que “Los malos libros provocan malas costumbres y las malas costumbres provocan buenos libros”. Oliverio Girondo proporciona otra pista (o no), al comentar que “un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón”. Otro poeta, Novalis, interviene en el debate: “Hay que escribir libros como quien compone música”.

Para aclarar el panorama, reformulamos la pregunta. ¿Qué sería entonces ser escritor? Jean-Paul Sartre recoge el guante y responde “no se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan”.

Nuevamente, interviene Borges “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído”. Evidentemente, la literatura no sólo se trata de escribir, sino también de leer. Ante esto, Gustave Flaubert exclamará: “¡Hay tantas maneras de leer, y hace falta tanto talento para leer bien!”

Para terminar con este devaneo acerca del objeto fundacional de este espacio, vamos a un tópico urticante ¿Cómo establecer qué es la buena o la mala literatura? Oscar Wilde da su peculiar punto de vista al respecto “Detesto la vulgaridad del realismo en la literatura. Al que es capaz de llamarle pala a una pala, deberían obligarle a usar una. Es lo único para lo que sirve”. A lo que Gilbert K. Chesterton acotará “Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor”.

Anton Chéjov nos aporta una visión que compartimos y que tomaremos como derrotero para guiarnos en esta empresa tan placentera como pelágica: “La obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio”.

Sean bienvenidos al mundo de Tlön.

CONTROVERSIA

Clásico ¿se nace o se hace?

“Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuáles méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con misteriosa lealtad”.

Comenzamos esta suerte de debate con la definición de quien imaginó que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, para luego apelar a la etimología: del latín "classicus", clase social alta, define al autor u obra que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier literatura o arte.

El origen del término, tal como lo aplicamos, se remonta a cómo consideraban durante el Renacimiento y el Humanismo (siglos XV y XVI) al arte y la cultura grecorromanas. Sin embargo, estas nociones no arrojan ninguna luz sobre el tema en discusión.

Apelamos, entonces, a John Ruskin, para quien “todos los libros pueden dividirse en dos clases: libros del momento y libros de todo momento”. Introduce el concepto de que la perdurabilidad es uno de las características de los clásicos. “La eternidad es una de las raras virtudes de la literatura”, diría Bioy Casares.

Otra idea recurrente es que abordar a un clásico es una tarea que demanda un trabajo intelectual o, al menos, el manejo de ciertos códigos. Vamos, que un clásico no es para cualquiera. Es literatura “elitista”, en oposición a otra literatura más “popular”. Hay miles de ejemplos que refutarían esta aseveración, pero está instalado que un clásico no es de lectura sencilla.

Francis Bacon afirma, en este sentido, que “algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos”. Si bien no habla de complejidad, habla de cierta actitud en la lectura. Y es cierto que ante un clásico el lector se inclina con cierta reverencia.

Universalidad, persistencia, contenido, respeto. Hemos logrado definir algunos atributos de los clásicos. Agregaríamos oportunidad: un clásico es un producto cultural que representa a una época y que trasciende sus límites por aquello que decía Tolstoi de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”.

Finalmente, Chesterton nos completa el panorama, con una de sus finas ironías: “El gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído”. Un clásico es ese libro que luce en la biblioteca, el que hay que leer para ser bien conceptuado por los pares. Y en una sociedad de apariencias, donde vale más parecer que ser, el esnobismo letrado está a la orden del día.

Por supuesto que en Tlön trabajamos para ser los clásicos de mañana, mientras deshojamos una margarita, para decidir entre la fama y la gloria.

EDITORIAL

El cartero ya no llama dos veces

¿Qué fue del género epistolar en los tiempos del correo electrónico?
Cicerón, Petrarca, Proust, Rousseau, Virginia Wolf, Kafka, Montesquieu, Van Gogh, Cortázar, Rimbaud, Verlaine, Freud ¿resistirían sus cartas a la inmediatez de la arroba?

Cometamos un delito. Revisemos imaginariamente la correspondencia que ha llegado hoy a cualquier casa. Resúmenes bancarios, publicidad, facturas de servicio, más publicidad, comunicaciones oficiales o notariales, más y más publicidad. Encontrar un sobre escrito de puño y letra es casi tan improbable como hallar un trébol de cuatro hojas. Es que la carta, amigos, es cosa del pasado.

Salvo quienes tenemos algún afecto perdido en esos rincones del mundo donde la Internet no forma parte del hábito cotidiano, por ejemplo, Cuba, hoy casi nadie recibe ni escribe cartas en papel. Y si bien el correo electrónico ha superado en inmediatez y comodidad a su predecesor, no ha logrado, creemos en Tlön, igualar la ansiedad que produce recibir al cartero.

En primer lugar, la visión de la letra manuscrita nos transmite mucho más que los prolijos caracteres del ordenador. La persona está, la persona es, porque ese papel nos brinda una prueba fidedigna de su existencia y de su intención de comunicarnos algo. No reviste la misma emotividad atesorar una carta del ser amado, a quien reconocemos por su caligrafía, que imprimir un e-mail completamente impersonal y aséptico de rasgos particulares.

En segundo término, hay cierta espontaneidad en el papel, salvo que uno escriba borradores y luego los pase en limpio, contra la cual conspira la facilidad de corregir en pantalla a medida que uno va escribiendo. La paradoja es que, con esta premisa, los e-mails deberían están mejor escritos y, aparentemente, no es así.

Y entonces vamos al tercer punto. El lenguaje que se emplea para escribir un correo electrónico está impregnado de neologismos tecnológicos y de una suerte de idioma taquigráfico, nacido al amparo de la síntesis de los mensajes de texto de los teléfonos móviles. Esta urgencia y este resumen conspiran contra la riqueza expresiva.

Como nos gusta especular sobre la nada, supongamos que nuestro remitente logra superar la barrera e irradiar su personalidad a la tipografía Trebuchet cuerpo 10 que eligió para escribirnos. Supongamos que, además, su contenido exuda sensibilidad y está impecablemente escrito… ¿cómo estar seguros de que sobreviviría a un temido e intempestivo formateo? ¿Cuántas veces hemos perdido algún archivo único e irrepetible en los vericuetos insondables de este mundo de silicio?

¿Qué pasará el día de mañana con las cartas que ha escrito Paul Auster, nos preguntamos en Tlön? ¿Alguien estará recopilando los correos electrónicos de Stephen Hawking o las polémicas palabras de Noam Chomsky a sus contemporáneos? ¿Qué será de la epistolografía, entendida como la recopilación de cartas reales o ficticias?

El género epistolar nos ha permitido conocer al autor más allá de su obra, espiar su intimidad, sus amores, sus miedos, saber de qué fuentes abrevaba, descubrir su entorno social, conversar con sus interlocutores. La relación entre Alberdi y Sarmiento pervive en las Cartas quillotanas de uno y en las Ciento una respuestas del otro.

¿Continuará alguien la senda de Montesquieu, cuando inauguró la novela epistolar con sus Cartas persas? ¿Habrá una novela basada en correos electrónicos? Es probable, porque el arte suele adaptarse a las herramientas de su época.

Nos queda el consuelo de que, al abrir un correo electrónico, podamos encontrarnos con una frase como esta: “Si mi existencia importa diversos planos, en todos ellos estas dejando tu impronta, y eso es una secreta felicidad, así cuando mañana, pasado, o algún viernes dejemos de sabernos; aún cuando nos ocurriese que el sentido común, las reservas, o cualquier interferencia se interpolen o disuelvan lo que ya siento mío, nuestro”.

Y entonces, el planeta Tlön estará a salvo.