miércoles, 8 de junio de 2011

EL HOMBRE, SU CIRCUNSTANCIA Y LA POSMODERNIDAD


Muerto Sábato, el último de los representantes de una camada del panteón literario nacional que integraron, entre otros, Borges, Bioy y Cortázar, cabe preguntarse quienes los reemplazan. Podríamos imaginar un nuevo Parnaso habitado por Juan Gelman, Abelardo Castillo, Andrés Rivera, Ricardo Piglia, César Aira, Mempo Giardinelli, Alberto Laiseca y Héctor Tizón, seguidos por los más jóvenes Pablo Mairal y Eduardo Sacheri, estos dos pertenecientes a la literatura del siglo veintiuno.

Y este es nuestro tema de hoy. En la década que va del siglo, los cambios más notorios experimentados por la literatura están basados en los formatos que ha introducido la tecnología. El blog, la cibernovela, el comic-book, la novela gráfica son algunos de los nuevos soportes, que demandan también nuevos lenguajes.

En cuanto a la temática, se profundizan los planteos del siglo anterior: el hombre frente a una realidad hostil, los dramas sociales, la búsqueda introspectiva. Para algunos, hay una carencia de innovaciones, porque lo verdaderamente novedoso, no vende. El marketing literario apuesta a lo seguro, a las fórmulas probadamente exitosas.

Tal vez la excepción a este aserto lo constituya la llamada novela negra sueca, corriente iniciada en la década del 60, cuya publicación causa furor en Europa y propone una vuelta de tuerca al género policial, al introducir el factor político en la trama, desnudando las falencias y complicidades de la socialdemocracia escandinava.

En esta suerte de páramo al que nos somete el exceso de Harry Potter y afines, encontramos algunos oasis. Ni vale la pena insistir con que la selección es antojadiza, fundamentada únicamente en el gusto personal del antologista. Como dicen por ahí, es lo que hay. En Tlön somos compadritos a la violeta.

Un pionero


Admirado por Julio Cortázar y recomendado por Abelardo Castillo, este italiano pertenece a una generación anterior a los otros autores seleccionados en esta oportunidad. Dino Buzzati había nacido en Belluno en 1906 y murió en Milán en 1972.

Sin embargo, hay una línea conductora entre ellos y es su visión postmoderna de la humanidad. La literatura de Buzzati es ciertamente kafkiana, si Kafka hubiera atravesado las dos contiendas mundiales, la guerra fría y la cultura de supermercado. Acusa también influencias existencialistas. Curiosamente, nunca quiso que se lo llamara escritor, sino que se lo reconociera como un periodista con facilidad para la ficción. Otro de sus intereses fue la pintura.

Su obra más famosa es una novela, El desierto de los tártaros, escrita en 1940, en la cual expone la impotencia del hombre ante lo absurdo de la vida.

Elegimos uno de sus cuentos, en el cual se puede apreciar esa visión inconformista y desesperanzada de la humanidad.

Extraños nuevos amigos

Cuando murió Stefano Martella, director de una sociedad de seguros y que había pasado una temporada en la superficie de la tierra pecando, trabajando y viviendo su partitura por casi cincuenta años, se encontró en una ciudad maravillosa hecha de palacios suntuosos, calles amplias y regulares, jardines, prósperos negocios, lujosos automóviles, cines y teatros, gente bien alimentada y elegante, sol brillante, todo bellísimo. Caminaba plácidamente por una avenida al lado de un señor muy cortés que le daba explicaciones mostrándole la ciudad.
"Lo sabía -pensaba- no podía ser de otra manera. He trabajado toda mi vida, he mantenido a mi familia, he dejado a mis hijos una herencia respetable. En síntesis, he cumplido con mi deber; por eso estoy en el paraíso."

El señor que lo acompañaba se presentó con el nombre de Francesco y le dijo que se encontraba ahí desde hacía diez años.

-¿Contento?, le preguntó Martella con una sonrisa de complicidad, como si la pregunta fuera ridículamente superflua.

Francesco lo miró fijamente:

-¿Cómo negarlo?

Los dos rieron.

¿Acaso Francesco era funcionario del municipio o lo hacía por mera cortesía? Condujo a Martella de una calle a otra, de maravilla en maravilla. Todo era perfecto, ordenado, limpio, sin ruido y sin malos olores. Caminaron largamente sin que Martella, que era bastante corpulento, sintiera ningún cansancio.

En una esquina estaba estacionado un vehículo de lujo con un chofer de librea que esperaba.

-Es de usted -dijo Francesco e invitó a Martella a subir. Dieron un largo paseo. El invitado miraba a la gente en las calles, hombres y mujeres de diferentes edades y de variada condición social, pero todos bien vestidos y de aspecto floreciente. Todos tenían buena expresión; sin embargo, en sus rostros se advertía una especie de fijeza, de aburrimiento secreto.

"Por supuesto -se dijo Martella- no pueden estar riendo de felicidad todo el día."

Se estacionaron en uno de los palacios más bellos.

-Es su casa -dijo Francesco, invitándolo a entrar. La casa que había tenido Martella en el mundo era una pocilga comparada con esto.

Como en los cuentos de hadas, había de todo: salones, estudio, biblioteca, sala de billar y una serie de comodidades que es inútil enumerar; jardín, naturalmente, con cancha de tenis, pista para correr, alberca y un lago con peces. Y por todas partes servidores que esperaban órdenes.

Subieron en el elevador al último piso. Ahí se encontraba, entre otras cosas, un encantador salón de música con un inmenso vitral por donde escapaba la mirada.

Martella reía maravillado. Por más que forzase la vista, no alcanzaba a ver el límite de la ciudad: terrazas, cúpulas, rascacielos, torres, pináculos, banderas al viento y, una vez más, terrazas, cúpulas, pináculos, torres, banderas, siempre más y más lejanas que parecerían no tener fin. Pero había otra cosa: no se veía ningún campanario. Entonces Martella preguntó:

-¿Y las iglesias, qué, no hay iglesias aquí?

-¡Bah! -respondió Francesco y pareció sorprendido por la ingenuidad-. Aquí no parecen necesarias, ¿no es verdad?

-¿Y Dios? -preguntó Martella (en su corazón no le importaba en lo absoluto, pero le parecía necesario, sólo por cortesía, preguntar por el anfitrión, por el señor de aquel reino)-. ¿Y Dios? Recuerdo que cuando era pequeño, en el catecismo decían que en el paraíso uno puede ver a Dios. ¿No se puede ver desde aquí arriba?

Francesco rió, en un tono un poco burlón, para ser sinceros.

-Hey, querido Martella, perdóneme si se lo digo, pero me parece que usted es demasiado pretencioso -(Pero ¿porqué se reía de aquel modo tan antipático?)- Cada uno tiene el paraíso que se merece; por supuesto, conforme a su propia naturaleza. ¿Por qué se interesa ahora por Dios, si jamás creyó en él?

Martella no insistió; después de todo ¿qué le importaba?

Visitaron, no todo el palacio que era enorme, sino los sitios principales: el conjunto prometía una estancia beatífica. Después, Francesco le propuso ir al Círculo: ahí, Martella podría conocer a un grupo de sus amigos más entrañables. Mientras salían, el ex director de seguros, con curiosidad no exenta de astucia, susurró a su guía:

-¿Y las damiselas? ¿No hay jóvenes damiselas?

(No porque en la calle no las hubiera visto: una más bella que la otra; pero quería saber si él, a su edad, sin poner en juego su prestigio, hubiera podido etcétera, etcétera.)

-Qué pregunta -dijo Francesco con aquel tono burlón-. ¿Usted cree que falten, justo aquí en el paraíso?

En el Círculo, una residencia digna de un monarca, siete u ocho señores de conspicua altura social se reunieron en torno a Martella con la cordialidad de los viejos amigos. Tuvo la impresión de reconocer a dos; tuvo incluso la vaga sospecha de que habían sido colegas, rivales suyos, a quienes quizá les había hecho alguna mala jugada. Pero no estaba seguro. Al resto no lo reconoció.

-¡Hete aquí también tú! -dijo el más viejo de aquellos señores, de cabellos blancos, y que lo contemplaba dignamente ávido-: ¿Contento?, ¿contento?

-Forzosamente contento -respondió Martella, atrapando al vuelo un aperitivo que le ofrecieron.

-¿Por qué dices forzosamente? -intervino otro, flaco, sobre la treintena, con un rostro parecido al de Voltaire, con un gesto en los labios un poco irónico y amargo- ¿crees que es obligatorio estar contento?

-Te suplico que no empieces con tus necedades, te lo ruego -le dijo el viejo de pelo blanco, como si esas palabras lo hubieran molestado-. Por mi parte, digo que es prácticamente obligatorio. Todo aquello que nos hacía sufrir allá... -hizo un gesto extraño que Martella no había visto jamás, evidentemente un gesto convencional y bastante común en el más allá para indicar la primera existencia-. Todo aquello que nos hacía sufrir allá, ahora ha desaparecido.

-¿Todo, absolutamente todo? ¿Incluyendo a los que no nos caían bien? -preguntó Martella para hacerse el gracioso.

-Eso espero -dijo el viejo de cabellos blancos.

-¿Y enfermedades?, ¿no hay siquiera resfriados?

-¿Enfermedades? ¿Entonces para qué se estaría en el paraíso? -Y acentuó esta última palabra como si la despreciase.

-Tranquilízate -confirmó el flaco fijando la mirada en su nuevo compañero- es inútil esperar enfermedades. No vendrán.

-¿Y qué te hace pensar que las espero? Ya he tenido bastantes, yo diría -contestó Martella complacido de que le hubiese salido, espontáneamente, una gracejada.

-Nunca se sabe, nunca se sabe -insistió el flaco. No se entendía si estaba bromeando o no-. No espere estar algún día en la cama con fiebre... o tener dolor de muelas... Ni siquiera un retortijón. ¡Ni siquiera un vulgar retortijón le será concedido!

-Pero ¿por qué le hablas así? ¡Como si fuera una desgracia! -exclamó el viejo, dirigiéndose al recién llegado-. No se preocupe. ¿Sabe?, él se divierte haciendo bromas.

-Sí, ya me di cuenta -dijo Martella con forzada desenvoltura, porque en realidad se sentía bastante incómodo-. Entonces, aquí no existe el dolor.

-No existe el dolor, querido mío -confirmó el señor de cabello blanco- por lo tanto no existen hospitales, ni manicomios, ni asilos.

-¡Precisamente! -aprobó el flaco-, ¡vamos, explícale todo bien!

-Exacto -continuó el viejo señor- nosotros no tenemos dolores. Y por lo tanto nadie tiene miedo. ¿De qué cosa temeríamos? Ya verás que nunca vas a volver a sentir el corazón desbocado.

-¿Ni cuando tenga sueños desagradables? ¿Ni cuando tenga pesadillas?

-¿Y por qué crees que vas a tener pesadillas? No creo que siquiera vayas a soñar. Desde que estoy aquí no recuerdo haber soñado una sola vez.

-¿Y tienen deseos? Me imagino que tienen deseos...

-¿Deseos de qué? Lo tenemos todo. ¿Qué más podemos desear? ¿Qué nos hace falta?

-¿Y las así llamadas... penas de amor?

-Tampoco eso, naturalmente. Ni deseos, ni amores, ni arrebatos, ni odios, ni guerras. Aquí todo es absolutamente tranquilo.

En ese momento, el flaco se levantó con una expresión dura en el rostro.

-Ni siquiera lo pienses -dijo a Martella con ímpetu-, clávatelo en la mente. Aquí todos somos felices, ¿entiendes? Nada te va a costar trabajo. Nunca te sentirás cansado, no tendrás sed, nunca te dolerá el corazón a la vista de una mujer, nunca recibirás la luz del amanecer como una liberación, revolcándote en tu cama. Aquí no tenemos ni nostalgias, ni remordimientos, nada nos da miedo, ¡no tenemos miedo ni del infierno! Somos felices, como puedes darte cuenta. -(Aquí hizo una pausa, como si se le atravesase un pensamiento desagradable.)- Y además... además, especialmente una cosa, entre nosotros no existe la muerte, ¿entiendes? Ya no tenemos la facultad de morir.

-Qué maravilla, ¿verdad? Estamos de-fi-ni-ti-va-men-te (remarcando las sílabas), definitivamente exonerados. Aquí pasa lentamente el tiempo, hoy es igual a ayer, mañana igual a hoy, nada malo nos puede suceder -la voz se hizo lenta y grave-. ¿Te acuerdas cuánto odiábamos a la muerte? ¡Cómo nos amargaba la vida! Y los cementerios, ¿te acuerdas? Y los cipreses. Y las luces en la noche, y los fantasmas, los fantasmas con cadenas que salían de sus tumbas... Y el pensamiento sobre el más allá, las discusiones que se hacían a ese respecto, aquel misterio, ¿te acuerdas? ¿Quién se acuerda de eso ahora?... Aquí todo es diferente; aquí somos libres finalmente, no hay nadie que nos espere a la puerta. Qué satisfacción, ¿no es verdad? ¡Qué maravillosa alegoría!

El viejo señor, que había escuchado el discurso con creciente aprensión, intervino duramente:

-¡Ya basta! ¡Ya basta! ¿Cómo es posible que pierdas así el control?

-¿El control? Y ¿qué me importa? ¿Y por qué no tendría que saberlo él? -exclamó el flaco, bufando, dirigiéndose otra vez a Martella-: Has venido tú también a marchitarte, ¿qué no lo entiendes? A miles de gentes les pasa lo mismo que a ti, ¿sabías? ¡Y encuentran su automóvil, castillos, teatros, mujeres, paseos, y no tienen enfermedades, ni amores, ni ansia, ni miedo, ni remordimientos, ni deseos, ni nada!

Era demasiado. Sin escándalo, pero con una extrema firmeza, tres de los presentes, entre ellos el viejo de cabellos blancos, cogieron al flaco por los brazos, llevándolo por la fuerza hacia la salida, como convenía a un pacto imperioso del cual dependía la existencia común. Por otra parte, la prontitud de la intervención denotaba que no era una novedad. Escenas del mismo género seguramente habían sucedido muchas veces.

El flaco fue expulsado por la puerta y después por la escalera hacia el jardín, pero continuó gritando, siempre dirigiéndose a Martella:

-¡Conserva tu palacio, los jardines, las joyas, diviértete si eres capaz. ¿Qué, no te das cuenta que hemos perdido todo? No has entendido que...

Aquí las palabras fueron sofocadas, como si le hubieran puesto una mordaza. La frase terminó en un murmullo informe que Martella no pudo descifrar. Ya no importaba, después de todo. Una voz sutil, extremadamente precisa murmuró:

-Estamos en el infierno.

-¿El infierno? ¿Con esos palacios, esas flores y tantas criaturas agraciadas? ¿Esto, el infierno? ¡Qué absurdo!

Sin embargo, Stefano Martella miraba extraviado en torno suyo, sintiendo que se le desbordaba el corazón. Miraba invocando algo que lo desmintiera. Pero a su alrededor se encontraban seis o siete rostros impecables, con la piel lisa y bien alimentada. Rostros misteriosos que lo miraban con los labios cerrados y regularmente regocijados. Un sirviente se acercó para ofrecerle otra copa. Martella tomó un sorbo con disgusto; se sentía horriblemente solo, abandonado por la humanidad; lentamente se repuso, miró a la cara a sus queridos amigos, uniéndose a la desesperada conjura. Y todos juntos, con un enorme cansancio, trataron de sonreír.

El amigo inglés


Con esa pinta, parece más un actor maduro que un escritor. Nacido en 1949 e hijo de otro célebre hombre de letras de nombre Kingsley, Martin Amis, educado en Oxford, es considerado el mejor escritor británico de su generación.

Su trabajo se reparte entre la docencia, el ensayo y la ficción. Obsesionado con la sociedad contemporánea, con la escalada armamentista, con la energía nuclear, es básicamente un novelista. Algunos de sus títulos son: El libro de Rachel, Niños muertos, Campos de Londres, Tren nocturno, Perro callejero, La viuda embarazada, Lionel Asbo.

De su colección de cuentos de ciencia ficción, reunida en Los monstruos de Einstein, elegimos el siguiente fragmento:

La capacidad de pensar

Nací el 25 de agosto de 1949: cuatro días más tarde los rusos probaron con éxito su primera bomba atómica y así apareció la disuasión. De modo que tuve esos cuatro días de tranquilidad, más de lo que nunca tuvieron los de menor edad. En realidad no los aproveché mucho. Me pasé la mitad del tiempo dentro de una burbuja. Apacibles como pintaban las cosas, nací en estado de conmoción aguda. Mi madre dice que parecía Orson Welles desencajado de furia. Al cuarto día me había repuesto, pero el mundo había dado un giro para peor. Era un mundo nuclear. Si tengo que decirles la verdad, no me sentía nada bien. Tenía un sueño y una fiebre terribles. No dejaba de vomitar. Me entregaba a incontenibles accesos de llanto... Cuando tenía doce o trece años la televisión empezó a mostrar mapas de objetivos del sudeste de Inglaterra: Londres era el centro del blanco; los condados cercanos eran las franjas periféricas. Yo solía irme de la sala lo más rápido posible. Ignoraba por qué había armas nucleares en mi vida o quién las había metido ahí. No sabía qué hacer con ellas. Quería quitármelas de la cabeza. Me enfermaban.

Ahora, en 1987, treinta y ocho años después, sigo sin saber qué hacer con las armas nucleares. Y los demás tampoco lo saben. Si hay algunos que lo saben, yo no los he leído. Las alternativas extremas son la guerra nuclear y el desarme nuclear. La guerra nuclear es algo difícil de imaginar; pero también lo es el desarme nuclear. (Sin duda la primera alternativa se encuentra más inmediatamente a mano.) El desarme atómico no se ve de veras, ¿no es cierto? Algunos programas para la abolición final -pienso, por ejemplo, en la «disuasión teórica» de Anthony Kenny, en la «disuasión sin armas» de Jonathan Schell- resultan maravillosamente elegantes y seductores; pero estos autores están previendo un mundo político tan sutil, maduro y (sobre todo) concertado, como sus propias solitarias reflexiones. Para la guerra nuclear faltan siete minutos, y podría acabarse en una sola tarde. Estamos esperando. Y también las armas están esperando.

¿Qué es lo único capaz de provocar el uso de armas atómicas? Las armas atómicas. ¿Cuál es el objetivo prioritario de las armas atómicas? Las armas atómicas. ¿En qué consiste la única defensa establecida contra las armas atómicas? En armas anímicas. ¿Cómo se previene el uso de armas atómicas? Amenazando con usar armas atómicas. Y a causa de las armas atómicas no podemos librarnos de las armas atómicas, como si la intransigencia fuese una función de las propias armas.

Las armas atómicas pueden matar a un ser humano doce veces seguidas de doce maneras diferentes; y -como ciertas arañas, como los faros de los coches- parece que paralizan antes de matar.

L'enfant terrible


A Michel Houellebecq se lo toma o se lo deja, pero ante su literatura uno no permanece indiferente. Acusado de pornógrafo, racista, políticamente incorrecto, es sin duda la figura de las letras francesas del siglo XXI.

Nacido en la isla de la Reunión en 1958, su trabajo abarca la narrativa, la poesía y el ensayo con igual vehemencia. En 1994, se estrena con Ampliación del campo de batalla. Su novela Las partículas elementales, publicada en 1998, despertó polémica al presentar la historia de dos hermanos bastante patéticos en sus vidas privadas, en un marco en que la humanidad está completamente perdida y exhausta, producto de los experimentos sociológicos de los 60 y 70, la New age, la insatisfacción sexual y la falta de amor y de esperanzas. La ciencia, ese nuevo dios, aportará una salida un tanto distópica.

La seguirá Lanzarote (2000), Plataforma (2001), La posibilidad de una isla (2005)y El mapa y el territorio(2010). Ha recibido el premio Goncourt con esta última.

Su faceta como articulista (escribe para numerosas publicaciones, entre ellas, Les Inrrokuptibles)se puede evaluar en una antología llamada El mundo como supermercado. Tiene varios volúmenes de poesía, entre ellos Renacimiento y Supervivencia.

De Las partículas elementales, ofrecemos su comienzo, como para tentar a que continúen leyendo.

Hoy vivimos en un reino completamente nuevo,
Y la mezcla de circunstancias envuelve nuestros cuerpos,
Baña nuestros cuerpos,
En un halo ¿le júbilo.
Lo que los hombres de antaño presintieron a veces a través de la
música,
Nosotros lo llevamos a la práctica cada día.
Lo que para ellos pertenecía al campo de lo inaccesible y de lo absoluto,
Nosotros lo consideramos algo sencillo y conocido.
Sin embargo, no despreciamos a esos hombres;
Sabemos lo que debemos a sus sueños,
Sabemos que no seríamos nada sin la mezcla de dolor y alegría que
fue su historia,
Sabemos que llevaban nuestra imagen dentro cuando atravesaban el
odio y el miedo, cuando chocaban en la oscuridad,
Cuando escribían, poco a poco, su historia.
Sabemos que no habrían sido, que ni siquiera podrían haber sido, sin
guardar en el fondo de su corazón esa esperanza,
Ni siquiera podrían haber existido sin su sueño.
Ahora que vivimos en la luz,
Ahora que vivimos en las cercanías inmediatas de la luz
Y que la luz baña nuestros cuerpos,
Envuelve nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo,
Ahora que nos hemos establecido en las cercanías inmediatas del río,
En tardes inagotables
Ahora que la luz en torno a nuestros cuerpos se ha vuelto palpable,
Ahora que hemos llegado a nuestro destino
Y que hemos dejado atrás el universo de la separación,
El universo mental de la separación,
Para bañarnos en la alegría inmóvil y fecunda
De una nueva ley,
Hoy,
Por primera vez,
Podemos contar el final del antiguo reino.

El 1 de julio de 1998 caía en miércoles. Así que con toda lógica, aunque fuese poco habitual, Djerzinski organizó su copa de despedida un martes por la tarde. Entre las cubetas de congelación de embriones y un poco aplastado por su volumen, un refrigerador Brandt albergaba las botellas de champán; por lo general servía para conservar los productos químicos corrientes.

Cuatro botellas para quince; era un poco justo. Por lo demás, todo era un poco justo; las motivaciones que los reunían eran superficiales; una palabra torpe, una mirada de reojo y el grupo corría el riesgo de dispersarse, de que cada cual saliera corriendo hacia su coche. Estaban en una habitación climatizada del sótano, embaldosada en blanco, decorada
con un poster de lagos alemanes. Nadie había propuesto que hicieran fotos. Un joven investigador llegado a principios del año, un barbudo de aspecto estúpido, se eclipsó al cabo de unos minutos con la excusa de tener problemas de garaje. Un malestar cada vez más
perceptible se extendió entre los invitados; las vacaciones llegarían pronto. Algunos iban a la casa familiar, otros hacían turismo verde.

Las palabras cruzadas restallaban lentamente en el aire. Se separaron deprisa. A las siete y media, todo había terminado. Djerzinski atravesó el aparcamiento en compañía de una colega de largo pelo negro, piel muy blanca y senos voluminosos. Era un poco mayor que él; estaba claro que le sucedería en la dirección de la unidad de investigación. La mayor parte de sus publicaciones trataban sobre el gen DAF3 de la drosofila; era soltera.

De Lima a Alabama


Daniel Alarcón pertenece a una generación cuyos padres emigraron al gran país del Norte, escapando de la tensa situación política y buscando las oportunidades que su país no le brindaba. Nacido en Lima, Perú, en 1977 y trasplantado a Birmingham, Alabama, a los tres años, se erige como uno de los mejores escritores jóvenes, tanto en español como en inglés.

Es fundamentalmente reconocido como cuentista, aunque en 2007 publicó su primera novela, Radio Ciudad Perdida.

De su libro debut, Guerra en las penumbras, publicamos este extracto. La versión completa, ilustrada por Sheila Alvarado, se puede leer en: http://etiquetanegra.com.pe/wp-content/uploads/2010/08/CUIDAD-DE-PAYASOS.pdf.

Ciudad de payasos

Cuando llegué al hospital aquella mañana, encontré a mi madre fregando los pisos. Mi anciano padre había muerto un día antes y a ella le había dejado una cuenta excepcional con que lidiar. Ellos la habían tenido trabajando toda la noche. Coloqué la deuda con un avance en un papel que me había dado. Le dije que lo sentía, y lo sentía. Su cara se fue tornando roja, pero ella no lloraba más. Ella se veía cansada con una triste y oscura mirada. "ella es Carmela", dijo, " la amiga de tu padre”. Carmela fregaba el suelo conmigo". Mi madre me miró a los ojos, como para que interpretara eso. Y lo hice. Sabía exactamente quién era esa mujer.

“¿Oscarcito? No te he visto desde que eras así de grande" dijo Carmela, señalando su cadera. Ella levantó su mano, y yo se la di de mala gana. Algo en aquel comentario me molestó, me confundió. ¿Cuándo yo la había visto? Yo no podía creer que ella estuviera de pie, allí delante de mí.

En el velorio, conocí a mis hermanastros. Yo conté tres. Durante doce años me había alejado de la vida de mi padre - desde que él nos abandonó, justo después de mi decimocuarto cumpleaños. Carmela había sido su amante, después su esposa. Menuda, color cocoa, con ojos verde azulados, ella era más bonita de lo que yo me había imaginado. Llevaba un simple vestido negro, más agradable que el de mi madre. No dijimos mucho, pero me sonrió con ojos brillosos. Ella y mi madre lloraron de nuevo y se consolaron la una a la otra. Nadie había previsto la enfermedad que derribó a mi padre

Los hijos de Carmela eran mis hermanos, eso era bastante claro. Había un aire de Don Hugo en sus rostros: los ojos, los brazos largos y las piernas cortas. Ellos eran unos años más jóvenes que yo, el mayor tenía tal vez diecisiete, el menor aproximadamente once. Me pregunté si yo debería acercarme a ellos. Sabía, de hecho, que como mayor que ellos, yo debería hacerlo; pero no lo hice. Finalmente, por insistencia de nuestras madres, nos dimos la mano. "Ah, el reportero," dijo el mayor. Él tiene la sonrisa de mi padre. Intenté proyectar una especie de autoridad sobre ellos - basado en la edad, supongo, o talvez el hecho que ellos eran negros, o que yo era el hijo legítimo - pero pienso que no resultó. Mi corazón no estaba en ello. Ellos tocaron a mi madre, con aquella luz. Había una forma cómplice cuando hablaban que mostraba una cierta intimidad entre ellos, como si ella fuera una tía querida y no la esposa suplantada. Incluso ellos le pertenecían ahora. Ser el primer nacido del legítimo matrimonio no significaba nada en absoluto; esta gente era, al final, la verdadera familia de Don Hugo.

Al día siguiente, en el periódico, no mencioné a nadie la muerte de mi padre, excepto al tipo de necrología, a quien le pedí hiciera la nota por mí, como un favor a mi madre. "¿Él es un pariente?" preguntó, con su voz evasiva.

"Un amigo de la familia. Échame un mano pues, ¿Lo harás?", le alcancé un pedazo de papel:

Hugo Uribe Banegas, natural de Cerro de Pasco, pasó a la vida eterna este pasado 2 de febrero en el hospital de Lima, el Dos de Mayo. Un amigo bueno y esposo de Doña Marisol Lara de Uribe. Que descanse en paz.

Dejé afuera a mis hermanos y a Carmela también. Ellos pudieron hacer su propio obituario si hubieran querido o si lo hubieran podido pagar-

En Lima, los que mueren de una manera fantasmagórica, violenta, espectacular, son celebrados por los periódicos de cincuenta centavos bajo de manera de titulares sangrientos: “Conductor quema melones” o “Narco come plomo en tiroteo”. Yo no trabajo en esa clase de periódico; pero si lo hiciera, tendría que escribir aquellos titulares también. Como mi padre, yo nunca he rechazado algún trabajo. He cubierto traficantes de droga, homicidas, incendios en discotecas y mercados, accidentes de tráfico, bombas en centros comerciales. Tengo un expediente de políticos corruptos, viejo jugadores de fútbol, artistas que odian el mundo. Pero nunca he cubierto la muerte inesperada de un trabajador de la construcción de mediana edad en un hospital público. Afligido por su esposa, su hijo, su otra esposa y sus otros hijos.