miércoles, 8 de junio de 2011

De Lima a Alabama


Daniel Alarcón pertenece a una generación cuyos padres emigraron al gran país del Norte, escapando de la tensa situación política y buscando las oportunidades que su país no le brindaba. Nacido en Lima, Perú, en 1977 y trasplantado a Birmingham, Alabama, a los tres años, se erige como uno de los mejores escritores jóvenes, tanto en español como en inglés.

Es fundamentalmente reconocido como cuentista, aunque en 2007 publicó su primera novela, Radio Ciudad Perdida.

De su libro debut, Guerra en las penumbras, publicamos este extracto. La versión completa, ilustrada por Sheila Alvarado, se puede leer en: http://etiquetanegra.com.pe/wp-content/uploads/2010/08/CUIDAD-DE-PAYASOS.pdf.

Ciudad de payasos

Cuando llegué al hospital aquella mañana, encontré a mi madre fregando los pisos. Mi anciano padre había muerto un día antes y a ella le había dejado una cuenta excepcional con que lidiar. Ellos la habían tenido trabajando toda la noche. Coloqué la deuda con un avance en un papel que me había dado. Le dije que lo sentía, y lo sentía. Su cara se fue tornando roja, pero ella no lloraba más. Ella se veía cansada con una triste y oscura mirada. "ella es Carmela", dijo, " la amiga de tu padre”. Carmela fregaba el suelo conmigo". Mi madre me miró a los ojos, como para que interpretara eso. Y lo hice. Sabía exactamente quién era esa mujer.

“¿Oscarcito? No te he visto desde que eras así de grande" dijo Carmela, señalando su cadera. Ella levantó su mano, y yo se la di de mala gana. Algo en aquel comentario me molestó, me confundió. ¿Cuándo yo la había visto? Yo no podía creer que ella estuviera de pie, allí delante de mí.

En el velorio, conocí a mis hermanastros. Yo conté tres. Durante doce años me había alejado de la vida de mi padre - desde que él nos abandonó, justo después de mi decimocuarto cumpleaños. Carmela había sido su amante, después su esposa. Menuda, color cocoa, con ojos verde azulados, ella era más bonita de lo que yo me había imaginado. Llevaba un simple vestido negro, más agradable que el de mi madre. No dijimos mucho, pero me sonrió con ojos brillosos. Ella y mi madre lloraron de nuevo y se consolaron la una a la otra. Nadie había previsto la enfermedad que derribó a mi padre

Los hijos de Carmela eran mis hermanos, eso era bastante claro. Había un aire de Don Hugo en sus rostros: los ojos, los brazos largos y las piernas cortas. Ellos eran unos años más jóvenes que yo, el mayor tenía tal vez diecisiete, el menor aproximadamente once. Me pregunté si yo debería acercarme a ellos. Sabía, de hecho, que como mayor que ellos, yo debería hacerlo; pero no lo hice. Finalmente, por insistencia de nuestras madres, nos dimos la mano. "Ah, el reportero," dijo el mayor. Él tiene la sonrisa de mi padre. Intenté proyectar una especie de autoridad sobre ellos - basado en la edad, supongo, o talvez el hecho que ellos eran negros, o que yo era el hijo legítimo - pero pienso que no resultó. Mi corazón no estaba en ello. Ellos tocaron a mi madre, con aquella luz. Había una forma cómplice cuando hablaban que mostraba una cierta intimidad entre ellos, como si ella fuera una tía querida y no la esposa suplantada. Incluso ellos le pertenecían ahora. Ser el primer nacido del legítimo matrimonio no significaba nada en absoluto; esta gente era, al final, la verdadera familia de Don Hugo.

Al día siguiente, en el periódico, no mencioné a nadie la muerte de mi padre, excepto al tipo de necrología, a quien le pedí hiciera la nota por mí, como un favor a mi madre. "¿Él es un pariente?" preguntó, con su voz evasiva.

"Un amigo de la familia. Échame un mano pues, ¿Lo harás?", le alcancé un pedazo de papel:

Hugo Uribe Banegas, natural de Cerro de Pasco, pasó a la vida eterna este pasado 2 de febrero en el hospital de Lima, el Dos de Mayo. Un amigo bueno y esposo de Doña Marisol Lara de Uribe. Que descanse en paz.

Dejé afuera a mis hermanos y a Carmela también. Ellos pudieron hacer su propio obituario si hubieran querido o si lo hubieran podido pagar-

En Lima, los que mueren de una manera fantasmagórica, violenta, espectacular, son celebrados por los periódicos de cincuenta centavos bajo de manera de titulares sangrientos: “Conductor quema melones” o “Narco come plomo en tiroteo”. Yo no trabajo en esa clase de periódico; pero si lo hiciera, tendría que escribir aquellos titulares también. Como mi padre, yo nunca he rechazado algún trabajo. He cubierto traficantes de droga, homicidas, incendios en discotecas y mercados, accidentes de tráfico, bombas en centros comerciales. Tengo un expediente de políticos corruptos, viejo jugadores de fútbol, artistas que odian el mundo. Pero nunca he cubierto la muerte inesperada de un trabajador de la construcción de mediana edad en un hospital público. Afligido por su esposa, su hijo, su otra esposa y sus otros hijos.

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