miércoles, 3 de junio de 2009

DESDE EL IMPERIO DEL SOL NACIENTE


Qué distinto el otoño
Para mí que voy
Para ti que quedas.

Masaoka Shiki

Cuando las palabras cruzaron las aguas, desde las tierras del dragón rojo, el crisantemo floreció. Fue entonces que los hombres de las islas contaron las historias de Kojiki y cantaron los versos de Manyoshu, no antes. Antes era silencio.

En los tiempos de Heian, Nippon se adueñó de las palabras de Zhonghuá y las hizo propias. Con esas letras nuevas, cantaron y cantaron. Las damas en las cortes repetían las poesías de Kokinshu y de Ise. Una mujer, Sei Shonagon escribía Makura no Soshi (el libro de la almohada) en el que relataba la grata vida que se vivía en palacio y alababa la belleza masculina y femenina de los grandes señores. Otra mujer, Murasaki Shikibu, narraba la vida del hijo de un mikado en Genji Monotagatari (la historia de Genji) y así todos pudieron conocer las maravillas del viejo imperio.

Luego vino el hambre y la guerra y no hubo alegría ni historias por un largo rato. Los monjes se encargaron de guardar la memoria, como lo hizo el buen Yoshida Kenko. Los monjes también abrieron los teatros, para que las gentes rebosaran de amor a la patria y a Buda.

Navegando solos en el confín de los mares, los encontraron hombres de extrañas lenguas y extrañas barbas, que ya habían viajado hasta otras tierras vírgenes. Vinieron en barcos con dioses e insignias y fueron recibidos con curiosidad y paciencia. Hasta que un día los reyes Tokugawa desconfiaron de las cruces y de las ricas mercancías de los extranjeros y prefirieron seguir navegando solos en el confín de los mares.

Dos siglos pasaron y otros reyes, igual de sabios y tan amados, dijeron a las gentes que había llegado el momento de conocer otros pueblos. Se abrieron las puertas y nuevos vientos refrescaron las antiguas palabras. Los poetas se regocijaron, como el gran Matsuo Basho que compuso haikus de incomparable belleza. Saikaku Ihara se atrevió a escribir la historia de un Hombre lascivo y sin linaje, poniendo en riesgo su propio pellejo, al reflejar las miserias de la vida cotidiana. En los escenarios, el teatro kabuki y las marionetas joruri cosechan aplausos de un público entusiasta.

Con los reyes Meiji, los escritores son muy respetados. Ellos traen nuevas ideas desde el Occidente, incorporan palabras, simplifican la escritura. Son los nuevos embajadores entre distintas culturas, sin por ello renegar de sus raíces. Los honramos al nombrar a los pioneros: Ryonosuke Akutagawa, Junichiro Tanizaki, Yasunari Kawabata.

Luego, el horror de otra guerra, la más grande, la del fuego de la muerte. Y el crisantemo que vuelve a florecer entre las cenizas. Las voces se renuevan en la pluma de Masuji Ibuse, Shintaro Ishihara, Sheicho Matsumoto, Dazai Osamu y Yukio Mishima.

El fuego olímpico de 1964, ese soplo sagrado que trae vida y no muerte, señala el nacimiento de una nueva generación. Es la de Kenzaburo Oé, Shusake Endo y Kobo Abe. Pero los sabios dicen que la mejor historia, el haiku más perfecto, todavía está por escribirse.

AL SENSEI CON CARIÑO


RYUNOSUKE AKUTAGAWA
En 1892 nacía en Tokio este escritor de la generación neo-realista de la primera posguerra, cuyos cuentos recrean, principalmente, el ambiente del Japón feudal. Estudió literatura inglesa, en la Universidad Imperial, donde conformó, con otros escritores, un grupo de vanguardia que sacaría del letargo a la narrativa japonesa.

Trabaja como periodista, a la vez que publica cuentos en diversos medios, cuentos que suscitan el elogio de la crítica. Paralelamente, traduce al japonés autores como Yeats y Anatole France. Luego se enferma, repitiendo los trastornos nerviosos de su madre, y su producción declina. En 1927, atormentado por sus pesadillas, se suicida ingieriendo una dosis letal de veronal.

En 1935, su amigo de toda la vida y colega, Kikuchi Kan, crea el premio Akutagawa, el mayor galardón de las letras japonesas, en su memoria y honor. En 1950, otro compatriota genial, el director de cine Akira Kurosawa filma la historia de Rashomon, combinada con otro magnifico relato, En el bosque. La película le da fama internacional a este enorme cuentista japonés.

Rashomon
Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa1 o nobles con el momiebosh2, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."

Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

EL DISCRETO ENCANTO DE LA BURGUESÍA


JUNICHIRO TANIZAKI
Se lo considera la piedra fundamental de la novelística japonesa contemporánea, con una obra en la que la tradición ancestral y las ideas modernas se enfrentan y entrecruzan. Tanizaki hablará de la belleza y del amor, de lo que fue y de lo que es y el conflicto que esto desata en las almas de las personas.

Había nacido en 1896 y perteneció a la generación de Ogai Mori, Natsume Soseki y Ryunosuke Akutagawa, con quien mantuvo fuertes polémicas. Su primer relato, El tatuaje (1910) muestra la influencia de los simbolistas franceses como Baudelaire y del estadounidense Edgar Allan Poe. Con su novela Hay quien prefiere las ortigas ya se introduce en lo que será su temática central, al contar las penurias de un matrimonio mal avenido, en medio de una sociedad en crisis. Continuará con la línea argumental en El elogio de la sombra. Ya en La nieve tenue, La llave y Diario de un loco retoma el erotismo que estaba presente en sus primeros relatos. Murió en 1965.

Para aclarar lo que quería decir con ello, señaló con el dedo un poste de la luz con una bombilla encendida en pleno día."¡Einstein es judío, por eso se fija en esos detalles!", añadió Yamamoto como comentario; pero, a pesar de todo, en comparación, si no con América, al menos con Europa, Japón utiliza el alumbrado eléctrico sin reparar en gastos. A propósito de Ishiyama, he aquí otra historia curiosa: dudaba yo sobre el lugar que elegiría ese año para ir a ver la luna de otoño y me decidí finalmente por el monasterio de Ishiyama, pero la víspera de la luna llena leí en el periódico una noticia en la que se informaba que para aumentar el disfrute de los visitantes que fueran al monasterio al día siguiente por la noche para contemplar la luna, habían colocado por los bosques una grabación de la Sonata al Claro de Luna. Esta lectura me hizo renunciar al instante a mi excursión a Ishiyama. Un altavoz es un azote en sí mismo, pero yo estaba convencido de que si se había llegado a eso, sin duda alguna también habrían iluminado la montaña con bombillas distribuidas artísticamente para crear ambiente. Ya en otra ocasión me habían estropeado el espectáculo de la luna llena: un año quise ir a contemplarla en barca al estanque del monasterio de Suma, en la quinceava noche, así que invité a algunos amigos y llegamos cargados con nuestras provisiones para descubrir que en torno al estanque habían colocado alegres guirnaldas de bombillas eléctricas multicolores: la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera. Hechos como éste demuestran el grado de intoxicación al que hemos llegado, hasta el punto de que parece que nos hayamos hecho extrañamente inconscientes de los inconvenientes del alumbrado abusivo. Se alegará que peor para los amantes del claro de luna, pero en las casas de citas, los restaurantes, los albergues, los hoteles, ¡qué derroche de luz eléctrica! Admito sin problema que, en cierta medida, es necesaria para atraer a la clientela, pero de todos modos, ¿para qué sirve encender las lámparas en verano, cuando todavía es de día, si no es para que haga más calor? Dondequiera que vaya en verano, esta manía me llena de consternación.

El elogio de la sombra, 1933 (fragmento)

EL DOSTOIEVSKI DE LOS OJOS RASGADOS


OSAMU DAZAI
Este novelista nació en 1909, en la prefectura de Aomori, en el seno de una familia de terratenientes que lo pusieron al cuidado de una tía y de los sirvientes. En ese ambiente, el joven Tsushima Shuji se inclinó hacia la literatura, un poco para escapar del desamor de sus padres y de sus conflictos internos, que luego reflejaría en su obra.

Fue a la Universidad de Tokio para especializarse en literatura francesa, pero abandonó los estudios, no así su militancia con el incipiente marxismo japonés, que le proporcionó una mirada sobre el arte y la sociedad. A los 24 años publica su primer colección de relatos y ya a mediados de la década del 30 su fama literaria estaba cimentada. Paralelamente, su vida personal era un tanto caótica. Luego de ser desheredado por su padre a causa de sus amoríos con una geisha de bajo rango y de cuatro intentos frustrados de suicidio, se hace adicto a la morfina y al alcohol, razón por la cual es internado. Posteriormente, se casa y esta relación lo estabiliza emocionalmente, permitiéndole escribir con regularidad. Paradójicamente, esta tranquilidad culmina con el fin de la guerra.

Los tres años siguientes publica sus dos obras maestras, El ocaso y Ya no humano, en las cuales, a la vez de evidenciar la incorporación de recursos narrativos europeos, se respira ese clima de incomunicación tan característico de la sociedad nipona.

En 1949, en la cumbre de su carrera, se suicida, arrojándose al río con su amante. Aún hoy en día, cada 19 de junio, su tumba en Mitaka es objeto de homenajes y ofrendas por sus admiradores de toda edad.

La forma de comer de mamá se suele apartar un poco de la habitual en la mesa. Cuando hay pollo, mientras nosotros nos esforzamos por separar la carne sin hacer ruido con el cubierto en el plato, ella levanta con naturalidad el hueso y mordisquea la carne. Forma tan poco civilizada de comer parece encantadora en mamá, y aún un poco erótica, por lo que puede decirse que las personas genuinas son distintas.

EL SER Y LA NADA


YASUNARI KAWABATA
El primer Premio Nobel para la Literatura japonesa, fue obtenido en 1968 por este narrador nacido en Osaka en 1899, que formó parte del movimiento llamado neosensacionistas que renovara las letras niponas de la posguerra.

Su gran tema literario fue la soledad existencial, desarrollado con un estilo minucioso y episódico, a lo largo de sus novelas (Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños, País de nieve, Mil grullas, El sonido de la montaña y El maestro de Go) y sus relatos (reunidos en La casa de las bellas durmientes y Lo bello y lo triste)

Mentor de Yukio Mishima, con quien mantuvo una larga correspondencia, se suicidó en 1972, deprimido por una enfermedad.

No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

Había esta habitación, de unos cuatro metros cuadrados, y la habitación contigua, pero al parecer no había más habitaciones en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado reducida para alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque su secreto no lo permitía, el portal no ostentaba ningún letrero. Todo era silencio. Tras serle franqueado el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera visita. Ignoraba si se trataba de la propietaria o de una criada. Era mejor no hacer preguntas.

La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión –con objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.

–Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada. –La mujer lo repitió–: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse.

Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a acometerle.

–Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en su reloj de pulsera.

–¿Qué hora es?

–Las once menos cuarto.

–No me sorprende. Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y levantarse temprano. Así pues, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación contigua. Utilizó la mano izquierda. No había nada notable en este acto, pero Eguchi retuvo el aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a mirar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué especie podía tratarse. ¿Por qué habrían puesto ojos y pies tan realistas en un pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el diseño era malo; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi blanco.

La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta sin dar vuelta a la llave, y colocó ésta sobre la mesa, frente a Eguchi. Nada en su actitud, ni en el tono de su voz, sugería que había inspeccionado una habitación secreta.

–Aquí está la llave. Espero que duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un sedante junto a la almohada.

–¿Tiene algo de beber?

–No dispongo de alcohol.

–¿Ni siquiera puedo tomar un trago para dormirme?

–No.

–¿Ella está en la habitación contigua?

–Sí, dormida y esperándole.

–¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba dormida? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba aquí parecía incapaz de creerlo.


La casa de las bellas durmientes, 1961 (fragmento)

EL ÚLTIMO SAMURAI


YUKIO MISHIMA
Fascista, gay, fisiculturista, ególatra, escandaloso hasta a la hora de su muerte, su vida tiene la fascinación de los personajes de sus historias.

Nacido bajo el nombre de Kimitake Hiraoka en 1925, fue criado por una abuela con veleidades aristocráticas, amplia cultura y carácter violento. Esta impronta infantil pude tener que ver con la familiaridad y el placer morboso de Mishima con la muerte.

La tuberculosis lo eximió de prestar servicios durante la guerra, hecho que él consideraba como un hito vergonzoso en su biografía. Desde sus primeros ensayos, defendió los valores tradicionales del Japón y la figura del Emperador como emblema de esos valores.

En la década del 60 publicó su gran novela, El mar de la fertilidad, una tetralogía extensa que compila todo su pensamiento ideológico y critica la decadencia moral y espiritual. Al finalizarla, en 1970, una vez que hubo dejado la última y cuarta parte en la oficina de su editor, se suicidó mediante el rito de seppuku, luego de haber tomado por asalto el despacho de un general en el cuartel de las Fuerzas Armadas Japonesas.

Mishima escribió 40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, y al menos 20 libros de ensayos así como un libreto. Sus opiniones políticamente incorrectas, la teatralidad de sus gestos y cierta cursilería de sus páginas menores lo han relegado injustamente de los panteones académicos literarios, que, como en Tlön decimos siempre, son más papistas que el Papa.

El muchacho que escribía poesía

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th. 18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. "La algarabía es por mis 15 años". Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.

Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".

Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...

Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.

Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.

Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.

Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.

Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.

La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.

En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.

El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:

-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?

-¿Quiere decir Schiller?

-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.

El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".

El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.

R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.

Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.

El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.

Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.

¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.

El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?

¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.

No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.

Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.

Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.

No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".

No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.

El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la "execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".

Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".

Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:

-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.

Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.

El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.

Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.

-Anoche vi un sueño en colores.

(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).

-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?

R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.

El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.

Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:

-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.

-¿De qué?

-La verdad es... -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.

-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.

-Sí.

R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.

La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.

Por fin halló unas palabras de consuelo.

-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.

R respondió débilmente:

-Este no es momento para la poesía.

-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?

La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.

-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.

Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.

-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?

-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.

-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?

-Porque era un genio.

-Entonces...

El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.

La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".

El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.

A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.

R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.

-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.

El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.

-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo. "Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa".

En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.

El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.

-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.

El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía", pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

UN ASUNTO UNIVERSAL


KENZABURO OÉ
Premio Nobel de Literatura en 1994, nació en 1935 en un pequeño pueblo de montaña, shikoku, escenario de algunas de sus obras. Estudió Filosofía y Letras y su primer reconocimiento fue el premio Akutagawa, en 1957, por el cuento "La presa". En sus trabajos, describe la alienación en que vive la sociedad japonesa, desde una óptica de intelectual de izquierda. El nacimiento de su hijo, en 1963, enfermo de hidrocefalia y autista, lo ha hecho reflexionar sobre esta otra alienación que sufren los diferentes, retratada en las novelas El grito silencioso y Un asunto personal. En novelas posteriores se ha volcado a temas ecológicos y antibelicistas.

Ya había reflexionado un tanto en las cuestiones planteadas por M.; en primer lugar, por qué una sociedad que excluye a esa parte de sí misma puede ser considerada débil y frágil. Sólo puedo hablar sobre la base de mi experiencia del único modelo que he visto de una comunidad que no excluye a los discapacitados, la de la Universidad de California, en Berkeley, donde pasé cierto tiempo. El campus está construido en la ladera de una montaña, y la diferencia de altitud de un extremo al otro es tan grande que casi parecía imaginable que hubieran de importar vegetación adecuada a cada altura para asegurar que creciera en los diversos microclimas. Pero si bien esta topografía peculiar proporciona unos panoramas espectaculares, uno no puede dejar de pensar que será un obstáculo enorme para las personas con minusvalías físicas. Sin embargo, en Berkeley es habitual ver personas que se desplazan por el campus en sillas de ruedas motorizadas y a unas velocidades considerables.

Solía preguntarme adónde irían aquellos estudiantes minusválidos (entre ellos algunos con discapacidades mentales) si Berkeley los hubiera excluido. Sin duda algunos de ellos habrían vivido recluidos en sus casas, mientras que a otros los habrían encerrado en instituciones. Soy el primero en reconocer que a veces las instituciones son necesarias y, si están bien dirigidas, incluso pueden servir como campo de pruebas para la integración de los discapacitados en la sociedad. Además, si los minusválidos son capaces de llevar una vida activa y útil en tales instituciones, eso constituye una prueba de lo vital que es la sociedad que las establece. No hay duda de que siempre ha existido esta clase de centros, y es evidente que debemos considerar tales lugares como modelos de una sociedad abierta, pero no es menos cierto que han existido y probablemente todavía existen lugares cuyo objetivo expreso, o cuyo resultado efectivo, es el aislamiento de los minusválidos, y por lo tanto funcionan como los complementos necesarios de una sociedad cerrada.

Flannery O´Connor escribió cierta vez que las actitudes sentimentales hacia los niños minusválidos, que estimulan el hábito de ocultar su dolor a la gente, pertenecen a la misma clase de pensamiento que hizo humear las chimeneas de Auschwitz. Por mi parte, me aventuraría a suponer que muchos padres de hijos discapacitados vacilarían antes de rechazar esta comparación, considerándola una exageración grotesca. Estas personas con conscientes de que su envejecimiento o muerte repentina sólo puede significar que sus hijos serán enviados a una institución, y la idea de que son unas instituciones abiertas y bien dirigidas les ofrece escaso consuelo.

A un nivel más personal, imagino un ejemplo muy concreto de lo que le sucede a una sociedad que excluye a sus minusválidos, preguntándome cómo nos habríamos vuelto nosotros, los Oe, si no hubiéramos hecho de Hikari un miembro indispensable de nuestra familia. Imagino una casa sin alegría, en la que soplarían frías corrientes a través de las grietas dejadas por su ausencia y, después de su exclusión, sería una familia con unos vínculos cada vez más débiles. En nuestro caso, sé que sólo gracias a que incluimos a Hikari en la familia, conseguimos capear nuestras diversas crisis, tales como el gradual declive mental de mi suegra.

Resulta interesante que el mismo hecho de que uno de nosotros sea minusválido nos haya permitido a los demás, como si de una compensación se tratara, aprender a improvisar de una manera bastante creativa. Por ejemplo, en el transcurso de los años la hermana de Hikari ha tenido que idear innumerables maneras de estimularle para que saliera de sus estados de ánimo desagradables. Sin embargo, a pesar de este largo aprendizaje, se ofreció voluntaria para trabajar con los discapacitados en la universidad, y esta experiencia fuera de casa le ayudó a enfocar de un modo más experto y sistemático el cuidado de su hermano, al tiempo que le enseñaba a distanciarse de él cuando era necesario a fin de plantearle las cosas difíciles que es preciso decirle. En resumen, creo que no sólo llegó a verle como un miembro discapacitado de la familia, sino también como un miembro discapacitado de la sociedad. En su manera de relacionarse con Hikari hay, incluso ahora, una sombra de su infancia compartida, de la chiquilla que ideaba toda clase de estratagemas para que él accediera a dar un paseo. No obstante, si negar en modo alguno ese pasado, se ha convertido en una mujer madura y capacitada, y quizá lo ha hecho sobre todo en lo que concierne a su hermano.

Así pues, mientras preparaba mi respuesta a la carta del señor M. para la inferencia, vi cuán estrechamente integrados están los problemas de la aceptación pública y privada de una minusvalía. Me pareció que todo resultaba más fácil de comprender cuando consideraba a la sociedad como una gran familia. El truco, por así decirlo, consistía en modelar las acciones de una sociedad, sus mejores esfuerzos, basándose en las de la familia que ha acogido activamente a un niño minusválido en su seno. Al final, esa clase de familia, mediante su propio proceso de aceptación, puede llegar a desempeñar un papel especial en la comunidad inmediata que la rodea, y con el tiempo es posible que el mensaje llegue a un grupo mucho más amplio.

Un amor especial, 1998 (fragmento)