miércoles, 3 de junio de 2009

DESDE EL IMPERIO DEL SOL NACIENTE


Qué distinto el otoño
Para mí que voy
Para ti que quedas.

Masaoka Shiki

Cuando las palabras cruzaron las aguas, desde las tierras del dragón rojo, el crisantemo floreció. Fue entonces que los hombres de las islas contaron las historias de Kojiki y cantaron los versos de Manyoshu, no antes. Antes era silencio.

En los tiempos de Heian, Nippon se adueñó de las palabras de Zhonghuá y las hizo propias. Con esas letras nuevas, cantaron y cantaron. Las damas en las cortes repetían las poesías de Kokinshu y de Ise. Una mujer, Sei Shonagon escribía Makura no Soshi (el libro de la almohada) en el que relataba la grata vida que se vivía en palacio y alababa la belleza masculina y femenina de los grandes señores. Otra mujer, Murasaki Shikibu, narraba la vida del hijo de un mikado en Genji Monotagatari (la historia de Genji) y así todos pudieron conocer las maravillas del viejo imperio.

Luego vino el hambre y la guerra y no hubo alegría ni historias por un largo rato. Los monjes se encargaron de guardar la memoria, como lo hizo el buen Yoshida Kenko. Los monjes también abrieron los teatros, para que las gentes rebosaran de amor a la patria y a Buda.

Navegando solos en el confín de los mares, los encontraron hombres de extrañas lenguas y extrañas barbas, que ya habían viajado hasta otras tierras vírgenes. Vinieron en barcos con dioses e insignias y fueron recibidos con curiosidad y paciencia. Hasta que un día los reyes Tokugawa desconfiaron de las cruces y de las ricas mercancías de los extranjeros y prefirieron seguir navegando solos en el confín de los mares.

Dos siglos pasaron y otros reyes, igual de sabios y tan amados, dijeron a las gentes que había llegado el momento de conocer otros pueblos. Se abrieron las puertas y nuevos vientos refrescaron las antiguas palabras. Los poetas se regocijaron, como el gran Matsuo Basho que compuso haikus de incomparable belleza. Saikaku Ihara se atrevió a escribir la historia de un Hombre lascivo y sin linaje, poniendo en riesgo su propio pellejo, al reflejar las miserias de la vida cotidiana. En los escenarios, el teatro kabuki y las marionetas joruri cosechan aplausos de un público entusiasta.

Con los reyes Meiji, los escritores son muy respetados. Ellos traen nuevas ideas desde el Occidente, incorporan palabras, simplifican la escritura. Son los nuevos embajadores entre distintas culturas, sin por ello renegar de sus raíces. Los honramos al nombrar a los pioneros: Ryonosuke Akutagawa, Junichiro Tanizaki, Yasunari Kawabata.

Luego, el horror de otra guerra, la más grande, la del fuego de la muerte. Y el crisantemo que vuelve a florecer entre las cenizas. Las voces se renuevan en la pluma de Masuji Ibuse, Shintaro Ishihara, Sheicho Matsumoto, Dazai Osamu y Yukio Mishima.

El fuego olímpico de 1964, ese soplo sagrado que trae vida y no muerte, señala el nacimiento de una nueva generación. Es la de Kenzaburo Oé, Shusake Endo y Kobo Abe. Pero los sabios dicen que la mejor historia, el haiku más perfecto, todavía está por escribirse.

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