
El hombre
que está subiendo por la escalera en la oscuridad no es corpulento, no tiene
ojos fríos ni grises, no lleva ningún arma en el bolsillo del piloto, ni
siquiera lleva piloto. Va a cometer un asesinato pero todavía no lo sabe. Es
profesor secundario de Matemática, está en su propia casa, acaba de llegar del
Círculo de Ajedrez y, por el momento, sólo le preocupa una cosa en el mundo.
Qué pasa si, en el ataque Max Lange, las blancas trasponen un movimiento y, en
la jugada once, avanzan directamente el peón a 4CR. ¿Adonde va la dama? En
efecto, ¿cómo acosar a esa dama e impedir el enroque largo de las piezas
negras? Debo decir que nunca resolvió satisfactoriamente ese problema; también
debo decir que aquel hombre era yo. Entré en mi estudio y encendí la luz. Mi
mujer aún no había vuelto a casa esa noche, lo cual, dadas las circunstancias,
me puso de buen humor. Nuestros desacuerdos eran tan perfectos que, podría
decirse, habíamos nacido el uno para el otro. Busqué el tablero de ajedrez,
reproduje una vez más la posición, la analicé un rato. Desde mi estudio se veía
(todavía se ve) nuestro dormitorio: Laura se había vestido apurada, a juzgar
por el desorden, o a último momento había cambiado de opinión acerca de la ropa
que quería ponerse. ¿Adonde va la dama? Cualquier jugador de ajedrez sabe que
muchas veces se analiza con más claridad una posición si no se tienen las
piezas delante. Me levanté y fui hacia su secretaire. Estaba
sin llave. Lo abrí mecánicamente y encontré el borrador de la carta.
Estoy seguro
de que si no hubiera estado pensando en esa trasposición de jugadas no lo
habría mirado. Nunca fui curioso. Mi respeto por la intimidad ajena, lo
descubrí esa noche, es casi suicida. Tal vez no me crean si digo que mi
primera intención fue dejar el papel donde estaba, sin leerlo, pero eso es
exactamente lo que habría hecho de no haber visto la palabra puta.
Laura tenía
la manía de los borradores. Era irresoluta e insegura, alarmantemente hermosa,
patéticamente vacía, mitómana a la manera de los niños y, por lo que dejaba
entrever ese borrador, infiel. Me ahorro la incomodidad de recordar en detalle
esa hoja de cuaderno ("sos mi Dios, soy tu puta, podes hacer de mí lo que
quieras"), básteme decir que me admiró. O mejor, admiré a una mujer (la
mía) capaz de escribir, o al menos pensar que es capaz de escribir, semejante
carta. La gente es asombrosa, o tal vez sólo las mujeres lo son.
No es muy
agradable descubrir que uno ha estado casado casi diez años con una
desconocida, para un profesor de Matemática no lo es. Se tiene la sensación de
haber estado durmiendo diez años con la incógnita de una ecuación. Mientras
descifraba ese papel, sentí tres cosas: perplejidad, excitación sexual y algo
muy parecido a la más absoluta incapacidad moral de culpar a Laura. Una mujer
capaz de escribir obscenidades tan espléndidas –de sentir de
ese modo– es casi inocente: tiene la pureza de una tempestad. Carece de
perversión, como un cataclismo. Pensé (¿adonde acorralar a la dama?) quién y
cómo podía ser el hombre capaz de desatar aquel demonio, encadenado hasta hoy,
por mí, a la vulgaridad de una vida de pueblo como la nuestra; pensé, con
naturalidad, que debía vengarme. Guardé el papel en un bolsillo y seguí
analizando el ataque Max Lange. El avance del peón era perfectamente jugable.
La dama negra sólo tenía dos movidas razonables: tomar el peón blanco en seis
alfil o retirarse a tres caballo. La primera me permitía sacrificar una torre
en seis rey; la segunda requería un análisis más paciente. Cuando me quise
acordar, había vuelto al dormitorio y había dejado el papel en el mismo lugar
donde lo encontré. La idea, completa y perfecta, nació en ese momento: la idea
de matar a Laura. Esto, supongo, es lo que los artistas llaman inspiración.
Volví a mi
tablero. Pasó una hora.
–Hola –dijo
Laura a mi lado–. ¿Ya estás en casa? Laura hacía este tipo de preguntas. Pero
todo el mundo hace este tipo de preguntas.
–Parece
evidente –dije. Me levanté sonriendo y la besé. Tal vez haga falta jugar al
ajedrez para comprender cuánta inesperada gentileza encierra un acto
semejante, si se está analizando una posición como aquélla. –Parece evidente
–repetí sin dejar de sonreír–, pero nunca creas en lo demasiado evidente.
Quizá éste no soy yo. Estás radiante, salgamos a comer.
Era
demasiado o demasiado pronto. Laura me miraba casi alarmada. Si alguna vez mi
mujer sospechó algo, fue en ese instante brevísimo y anómalo.
–¿A comer?
–A comer
afuera, a cualquier restaurante de la ruta. Estás vestida exactamente para una
salida así.
La mayoría
de las cosas que aprendí sobre Laura las aprendí a partir de esa noche; de
cualquier modo, esa noche ya sabía algo sobre Las mujeres en general: no hay
una sola mujer en el mundo que resista una invitación a comer fuera de su casa.
Creo que es lo único que realmente les gusta hacer con el marido. Tampoco hay
ninguna que después de una cosa así no imagine que el bárbaro va a arrastrarlas
a la cama. Ignoro qué excusa iba a poner Laura para no acostarse conmigo esa
noche: yo no le di oportunidad de usarla. La llevé a comer, pedí vino blanco,
la dejé hablar, hice dos o tres bromas inteligentes lo bastante sencillas como
para que pudiera entenderlas, le compré una rosa y, cuando volvimos a casa, le
pregunté si no le molestaba que me quedara un rato en mi estudio. Ustedes
créanmelo: intriguen a la mujer, aunque sea la propia.
No debo
ocultar que soy un hombre lúcido y algo frío. Yo no quería castigar brutalmente
a Laura sino vengarme, de ella y de su amante, y esto, en términos generales,
requería que Laura volviera a enamorarse de mí. Y sobre todo requería que a
partir de allí comenzara a hacer comparaciones entre su marido y el evidente
cretino mental que la había seducido. Que él era un cretino de inteligencia
apenas rudimentaria no me hacía falta averiguarlo, bastaba con deducir que
debía ser mi antípoda. De todos modos, hice mis indagaciones. Investigué dónde
se encontraban, con cuánta frecuencia, todas esas cosas. Se encontraban una
vez por semana, los jueves. Ramallo es una ciudad chica. La casa donde se
veían, cerca del río, quedaba más o menos a diez o quince cuadras de cualquier
parte, es decir a unos dos o tres minutos de auto desde el Círculo de Ajedrez.
Enamorar a mi mujer no me impidió seguir analizando el ataque Max Lange y
evitar cuidadosamente jugar 11. P4CR en mis partidas amistosas en el Círculo,
sobre todo con el ingeniero Gontrán o cuando él estaba presente. Y esto exige
una delicada explicación, a ver si alguien sospecha que este buen hombre era el
amante de Laura. No. Gontrán sencillamente debía jugar conmigo antes de fin de
año –lunes y jueves–, el match por el campeonato del Círculo de Ajedrez, y yo
sabía que, por complejas razones ajedrecísticas y psicológicas que no hacen al
caso, aceptaría entrar, por lo menos una vez, en el ataque Max Lange.
Hay un
momento de la partida en que casi todo ajedrecista se detiene a pensar mucho
tiempo. El ingeniero Gontrán era exactamente el tipo de jugador capaz de
ponerse a meditar cincuenta minutos o una hora un determinado movimiento de la
apertura. Lo único que a mí me hacía falta eran esos minutos. Casi una hora de
tiempo, un jueves a la tarde: cualquiera de los seis jueves en que yo llevaría
las piezas blancas. Claro que esto exigía saber de antemano en qué jugada exacta
se pondría a pensar. También exigía saber que justamente los jueves yo jugaría
con blancas, cosa que al principio me alarmó, pero fue un problema mínimo.
Conquistar a
una mujer puede resultar más o menos complejo. La mayoría de las veces es cuestión
de paciencia o de suerte y en los demás casos basta con la estupidez, ellas lo
hacen todo. El problema es cuando hay que reconquistarla. No puedo detenerme a
explicar los detalles íntimos de mis movimientos durante tres meses, pero debo
decir que hice día a día y minuto a minuto todo lo que debía hacer. Veía crecer
en Laura el descubrimiento de mí mismo y su culpa como una planta carnívora,
que la devoraba por dentro. Tal vez ella nunca dejó de quererme, tal vez el
hecho de acostarse con otro era una forma invertida de su amor por mí, eso que
llaman despecho. ¡Despecho!, nunca había pensado hasta hoy en la profunda
verdad simbólica que encierran ciertas palabras. Me es suficiente pensar en
esto, en lo que las palabras significan simbólicamente, para no sentir el
menor remordimiento por lo que hice: en el fondo de mi memoria sigue estando
aquella carta y la palabra puta. Dispuse de casi tres meses para reconquistar a
Laura. Es un tiempo excesivo, si se trata de enamorar a una desconocida; no es
mucho si uno está hablando de la mujer que alguna vez lo quiso. Me conforta
pensar que reconstruí en tres meses lo que esta ciudad y sus rutinas habían
casi demolido en años. Cuando se acercaba la fecha de la primera partida con
el ingeniero Gontrán tuve un poco de miedo. Pensé si no me estaba excediendo en
mi papel de marido seductor. Vi otro proyecto de carta. Laura ya no podía
tolerar su dualidad afectiva y estaba por abandonar a aquel imbécil. Como
satisfacción intelectual fue grande, algo parecido a probar la exactitud de una
hipótesis matemática o la corrección de una variante; emotivamente, fue
terrible. La mujer que yo había reconquistado era la mujer que su propio
amante debía matar. El sentido de esta última frase lo explicaré después.
El sorteo de
los colores resultó un problema mínimo, ya lo dije. La primera partida se
jugaría un lunes. Si Gontrán ganaba el sorteo elegiría jugar esa primera
partida con blancas: el noventa por ciento de los ajedrecistas lo hace. Si lo
ganaba yo, me bastaba elegir las negras. Como fuera, los jueves yo llevaría las
piezas blancas. Claro que Gontrán podía ganar el sorteo y elegir las negras,
pero no lo tuve en cuenta; un poco de azar no le hace mal a la Lógica.
El match era
a doce partidas. Eso me daba seis jueves para iniciar el juego con el peón de
rey: seis posibilidades de intentar el ataque Max Lange. O, lo que es lo mismo,
seis posibilidades de que en la jugada once Gontrán pensara por lo menos
cuarenta o cincuenta minutos su respuesta. La primera partida fue una
Indobenoni. Naturalmente, yo llevaba las negras. En la jugada quince de esta
primera partida hice un experimento de carácter extra ajedrecístico: elegí casi
sin pensar una variante poco usual y me puse de pie, como el que sabe
perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo a mi alrededor y vi que el
ingeniero se arreglaba inquieto el cuello de la camisa. Todos los jugadores
hacen cosas así. "Ahora va a pensar", me dije. "Va a pensar
bastante." A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé un café en
el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi
auto, en dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la
sala de juego. Sucedía precisamente lo que había calculado. Gontrán no sólo
continuaba pensando sino que ni él ni nadie había reparado en mi ausencia. Eso
es exactamente un lugar donde se juega al ajedrez: la abstracción total de los
cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte personas
hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba,
incluso, con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia
sin preocuparse, ni mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en
absoluto. El reloj de la mesa de ajedrez, el que marcaba mi tiempo, eso era
yo. Podía haber ido al baño, podía haberme muerto: mientras el reloj marchara,
el orden abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus leyes no se rompería. No
sé si hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la vida.
–Cómo te fue,
amor –preguntó Laura esa noche.
–Suspendimos.
Tal vez pierda, salí bastante mal de la apertura.
–Comemos y
te preparo café para que analices –dijo Laura.
–Mejor
veamos una película. Pasé por el video y saqué Casablanca.
Casablanca es una película ideal. Ingrid Bergman, desesperada y poco menos que
aniquilada entre dos amores, era justo lo que le hacía falta a la conciencia de
Laura. Lamenté un poco que el amante fuera Bogart. Debí hacer un gran esfuerzo
para no identificarme con él. Menos mal que el marido también tiene lo suyo.
En la parte de La Marsellesa pude notar de reojo que Laura
lloraba con silenciosa desesperación. No está de más intercalar que aquélla no
era la primera película cuidadosamente elegida por mí en los últimos tres meses.
Mutilados que vuelven de la guerra a buscar a la infiel, artistas
incomprendidos del tipo Canción inolvidable,esposas que descubren
en la última toma que su gris marido es el héroe justiciero, hasta una versión
del ciclo artúrico donde Lancelot era un notorio papanatas. Una noche, no pude
evitarlo, le pasé Luz de gas. Tampoco está mal dar un poco de
miedo, a veces.
No analicé
el final y perdí la suspendida. Las partidas suspendidas se jugaban martes y
sábados, vale decir, sucediera lo que sucediese, los jueves yo jugaría con
blancas. Es curioso. Siento que cuesta mucho menos trabajo explicar un
asesinato y otras graves cuestiones relacionadas con la psicología del amor,
que explicar los ritos inocentes del ajedrez. Esto debe significar que todo hombre
es un criminal en potencia, pero no cualquiera entiende este juego.
El jueves
jugué mi primer P4R. Gontrán respondió en el acto con una Defensa Francesa. No
me importó demasiado. Lo único que ahora debía preocuparme era que Gontrán
padeciera mucho. Debía obligarlo a intentar un Peón Rey en alguno de los
próximos jueves. Cosa notable: en la jugada doce (jugué un ataque Keres), fui
yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando jugué, me di cuenta de que
Gontrán se había levantado de la mesa en algún momento. Sesenta y dos minutos.
Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo podía venir de matar a toda su
familia y yo hubiera jurado que no había abandonado su silla. Era otra buena
comprobación, pero no me distrajo. Puse toda mi concentración en la partida
hasta que conseguí una posición tan favorable que se podía ganar a ciegas. En
ese momento, ofrecí tablas. Hubo un murmullo, Gontrán aceptó. Yo aduje más
tarde que me dolía la cabeza y que temía arruinar la partida. Había conseguido
dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi rival desconfiara de su Defensa
Francesa. Esto le daría ánimos para arriesgarse, por fin, a entrar en el Max
Lange.
El lunes
volvió a jugar un Peón Dama y yo no insistí con la Indobenoni. Esto
significaba: No hay ninguna razón, mi querido ingeniero, para probar variantes
inseguras, carezcamos de orgullo, intentemos nuevas aperturas. Significaba: Si
yo no insisto, usted está libre para hacer lo mismo. Tablas. El miércoles me
anunciaron que Gontrán estaba enfermo y que pedía aplazamiento hasta el lunes
siguiente. Esto es muy común en ajedrez. Sólo que en mi caso significaba un
desastre. Los colores se habían invertido. Los lunes yo jugaría con blancas.
El lunes me
enfermé yo y las cosas volvieron a la normalidad. Cuando llevábamos siete
partidas, siempre con un punto atrás, supe que por fin ése era el día. Jugué
P4R. Al anotar en la planilla su respuesta, me temblaba la mano: P4R. Jugué mi
caballo de rey y él su caballo de dama. Jugué mi alfil y él pensó cinco
minutos. Jugó su alfil. Todo iba bastante bien: esto es lo que se llama un
Giucco Piano. Digo bastante bien porque, en ajedrez, nunca se está seguro de
nada. Desde esta posición podíamos o no entrar en el ataque Max Lange. Pensé
varios minutos y enroqué. Sin pensar, jugó su caballo rey; yo adelanté mi peón
dama. Casi estábamos en el Max Lange. Sólo era necesario que él tomara ese peón
con su peón, yo avanzara mi peón a cinco rey y él jugara su peón dama: las
cuatro jugadas siguientes eran casi inevitables. Sucedió exactamente así.
Escrito,
lleva diez líneas. En términos ajedrecísticos, para llegar a esta posición
debieron descartarse cientos, miles de posibilidades. Estaba pensando en esto
cuando me tocó hacer la jugada once. Yo había preparado todo para este
momento, como si fuera fatal que ocurriera, pero no tenía nada de fatal. Que
Laura fuera a morir dentro de unos minutos era casi irracional. Mi odio la mataba,
no mi inteligencia. Sé que en ese momento Laura estuvo por salvar su vida.
Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no porque quisiera matarla
sino porque, aún hoy, pienso que ésa es la mejor jugada en semejante posición.
Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a verificar si Gontrán esperaba
o no esa jugada.
Unos minutos
después había llegado a la casa junto al río.
Dejé el auto
en el lugar previsto, recogí del baúl mi maletín y caminé hasta la casa. Los
oí discutir.
Golpeé. Hubo
un brusco silencio. Cuando él preguntó quién es, yo dije sencillamente:
–El marido.
En un caso
así, un hombre siempre abre. Qué otra cosa puede hacer. Entré.
–Vos –le
dije a Laura– te encerrás en el dormitorio y esperas.
Cuando él y
yo quedamos solos abrí el maletín. El revólver que saqué de ahí era, quizá, un
poco desmedido; pero yo necesitaba que las cosas fueran rápidas y elocuentes.
No sé si ustedes han visto un Magnun en la realidad. Se lo puse en el cuenco de
la oreja y le pedí que se relajara.
–No vine a
matarlo, así que ponga atención, no me interrumpa y apele a toda su lucidez,
si la palabra no es excesiva. No vine a matar a nadie, a menos que usted me
obligue. Escúcheme sin pestañear porque no voy a repetir una sola de las
palabras que diga.
En ese
maletín tengo otro revólver, más discreto que éste. Con una sola bala. Usted va
a entrar conmigo en el dormitorio y con ese revólver va matar a Laura. No abra
la boca ni mueva un dedo. A un abuelo mío se le escapó un tiro con un revólver
de este calibre y le acertó a un vecino: por el agujero podían verse las
constelaciones. Usted mismo, excelente joven, va a matar a mi mujer. Ni bien la
mate, yo lo dejo irse tranquilamente adonde guste. Supongamos que usted es un
romántico, supongamos que, por amor a ella, se niega. Ella se muere igual. No
digo a la larga, como usted y como yo; digo que si usted se niega la mato yo
mismo. Con el agravante de que además lo mato a usted. A usted con el revólver
más chico, como si hubiera sido ella, y a ella con este lanzatorpedos.
Observará que llevo guantes. Desordeno un poco la casa, distribuyo la armería y
me voy. Viene la policía y dice: Muy común, pelea de amantes. Como en Duelo
al sol, con Gregory Peck y Jennifer Jones. Mucha alternativa no tiene;
así que vaya juntando coraje y recupere el pulso. Déle justo y no me la
desfigure ni la haga sufrir. Le aconsejo el corazón, su lugar más vulnerable.
El revolvito tiene una sola bala, ya se lo dije; no puedo correr el riesgo de
que usted la mate y después, medio enloquecido, quiera balearme a mí. Cállese,
le leo en los ojos la pregunta: qué garantías tiene de que, pese a todo, yo no
me enoje y lo mate lo mismo. Ninguna garantía; pero tampoco tiene elección.
Confórmese con mi palabra. No sé si habrá oído que el hombre mata siempre lo
que ama; yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero saber durante mucho
tiempo que está vivo. Perseguido por toda la policía de la provincia, pero
vivo. Escondido en algún pajonal de las islas o viajando de noche en trenes de
carga, pero vivo. A ella la amamos, usted y yo. Es ella a quien los dos debemos
matar. Usted es el ejecutor, yo el asesino. Todo está en orden. Vaya. Vaya,
m'hijo.
La escritura
es rara. Escritas, las cosas parecen siempre más cortas o más largas. Este
pequeño monólogo, según mis cálculos previos, debió durar dos minutos y medio.
Pongamos tres, agregando la historia del Magnun del abuelo y alguna otra
inspiración del momento.
No soy
propenso a los efectos patéticos. Digamos simplemente que la mató. Laura, me
parece, al vernos entrar en el dormitorio pensó que íbamos a conversar. Yo
contaba con algo que efectivamente ocurrió: una mujer en estos casos evita
mirar a su amante y sólo trata de adivinar cómo reaccionará su marido. Yo entré
detrás de él, con el Magnun a su espalda, a la altura del llamado hueso dulce.
Ella misma, mirándome por encima del hombro de él, se acercó hacia nosotros. Él
meció la mano en el bolsillo. Ella no se dio cuenta de nada ni creo que haya
sentido nada.
–Puedo
perder tres o cuatro minutos más –le dije a él, cuando volvimos a la sala–..
Supongo que no imaginará que puede ir con una historia como ésta a la policía.
Nadie le va a creer. Lo que le aconsejo es irse de este pueblo lo más rápido
posible. Le voy a decir cuánto tiempo tiene para organizar su nueva vida.
Digamos que es libre hasta esta madrugada, cuando yo, bastante preocupado,
llame a la comisaría para denunciar que mi esposa no ha vuelto. El resto,
imagíneselo. Un oficial que llega y me pregunta, algo confuso, si mi mujer,
bueno, no tendría alguna relación equívoca con alguien. Yo que no entiendo y,
cuando entiendo, me indigno, ellos que revisan el cuarto de Laura y encuentran
borradores de cartas, tal vez cartas de usted mismo. Mañana o pasado, un
revólver con sus huellas, las de usted, que aparece en algún lugar oculto pero
no inaccesible. Espere, quiero decirle algo. Un tipo capaz de matar a una mujer
como Laura del modo en que lo hizo usted es un perfecto hijo de puta. Vayase
antes de que le pegue un tiro y lo arruine todo.
Se fue. Yo
también.
Gontrán, en
el Círculo, seguía pensando. Habían pasado treinta y siete minutos. Gontrán
pensó diez minutos más y jugó la peor. Tomó el peón de seis alfil con la dama,
y yo, sin sentarme siquiera, moví el caballo a cinco dama y cuando él se retiró
a uno dama sacrifiqué mi torre. La partida no tiene gran importancia teórica
porque, como suele ocurrir en estos casos, el ingeniero, al ir poniéndose
nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las peores. En la jugada treinta y
cinco detuvo el reloj y me dio la mano con disgusto, no sin decir:
–Esa
variante no puede ser correcta.
–Podemos
intentarla alguna otra vez –dije yo.
A las tres
de la mañana llamé a la policía.
No hay mucho
que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no volvió a entrar en el Max Lange, que
el match terminó empatado y el título quedó en sus manos por ser él quien lo
defendía. De todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me
distraigo un poco analizando las consecuencias de la retirada de la dama a tres
caballo, que me parece lo mejor para las negras.
Abelardo Castillo
San Pedro, provincia de Buenos Aires, 1935. Cuentista, novelista, dramaturgo y ensayista. Autor de "El que tiene sed", "Las otras puertas", "Cuentos crueles", "El otro Judas".