miércoles, 7 de abril de 2010

ELEGÍA GATUNA


Lo primero que tiene que hacer un aspirante a escritor es procurarse un gato. No importa la raza: es más esto incluso puede orientar su estilo literario. Un gato persa le inspirará exóticas historias orientales, mientras que uno callejero lo llevará a recorrer calles de bohemia.

Es que el gato está ligado a la literatura como ningún otro animal. Las letras reivindican a este cuadrúpedo tan vilipendiado y lo retornan al lugar de privilegio que le conferían los antiguos egipcios. A caballo del misterio y de la lujuria, asimilado al ser femenino de la luna y sus caprichos, representa lo prohibido, lo inaccesible, lo desconocido. Es el habitante natural de Tlön, de ese universo paralelo gobernado por las musas y la noche.

Dijo Mark Twain "Si se pudiera cruzar al hombre con el gato, resultaría una mejora para el hombre”. Y dijo Víctor Hugo "Dios hizo al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”. Hubo otros más explícitos a la hora de reconocer que los únicos testigos de sus desvelos creadores fueron gatos: así conocemos al Beppo de Byron y al Beppo de Borges, a Mr. Peter Wells, de H. G. Wells, al Topaz de Tennesee Williams, a los dos Mysouff de Alexandre Dumas, a la Williamina de Dickens y a la Catarina del señor Poe. Mark Twain tuvo varios de nombres curiosos: Satan, Zoroaster, Beelzebub, Sin, Buffalo Bill. Scott Fitzgerald bautizó al suyo Chopin. Theòphile Gautier fue otro conspicuo gatófilo, lo mismo que Colette y Raymond Chandler y el mismísimo Dante. Quizás el más representativo sea Ernest Hemingway, con su batallón felino de seis dedos. Entre los escritores argentinos, Osvaldo Soriano, Julio Cortázar, Alberto Laiseca han sido fotografiados muy orondos con sus mininos y les han dedicado páginas en su defensa. Es Soriano, precisamente el que sentencia "Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo".

Siendo así, no es de extrañar que multitudes de ojos amarillos pueblen páginas escogidas. Desde La Gatomaquia de Lope de Vega, un poema épico-burlón, al Gato con botas de Charles Perrault, ese cuento popular en el que el legado menos prometedor de un molinero moribundo se convierte en asesor de imagen y consejero de negocios del hijo menor hasta el risueño y surrealista Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, libro en el cual aparece otra gata, Dinah, la mascota de la protagonista.

El relato del terror no podía prescindir de los gatos. Así Poe y Lovecraft retomaron la veta de la fascinación erizada que provocan estos animales de movimientos sutiles y mirada penetrante. El gato sabe algo que nosotros ni siquiera sospechamos.

Y los poetas, ¡cómo no iban a cantarle los poetas a esa masa de músculos flexibles y piel lustrosa! Baudelaire, Neruda, Borges, Lorca claudicaron al encanto magnético de sus compañeros silentes.

Con el fantasma de un ángel gris que ronroneó durante diecinueve años y sus correspondientes madrugadas y la omnipresencia de una bola de pelos blancos y un curioso bigotito negro que remeda al ominoso Führer y a Charlotte, los invitamos a desperezar estos textos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario