martes, 22 de diciembre de 2009

El tábano


Decididamente, el ejército estadounidense debe haberse arrepentido de enviar al soldado clase 1923 Norman Kingsley Mailer a combatir al frente del Pacífico en la II Guerra Mundial. Pero la literatura le estará agradecida porque de allí nació una de las mejores novelas de la post-guerra: Los desnudos y los muertos.

Ya no se detendría: luego de intentar, sin éxito, escribir guiones para cine, fundaría The Village Voice, un periódico semanal antisistema, desde el cual se dedicó a examinar la sociedad estadounidense.

Resulta casi imposible despegar la obra de Mailer de sus opiniones políticas, porque forman parte de ella. Fue militante contra la guerra de Vietnam, defensor de los derechos civiles, candidato a alcalde de Nueva York, crítico de la invasión a Irak. Admirado por Jim Morrison y John Lennon, se lo puede ver y escuchar en numerosos documentales y programas de TV.

De sus novelas, cabe destacar Un sueño americano, Los tipos duros no bailan, La canción del verdugo, El Evangelio según el hijo. Tiene también ensayos (El negro blanco, Los ejércitos de la noche, Un fuego en la Luna, Noches de la Antigüedad) y biografías (sobre Marilyn Monroe, Pablo Picasso y Lee Harvey Oswald)

Murió en 2007 y es considerado, junto a Truman Capote, como el pionero del periodismo literario.

Un fuego en la Luna (fragmento)

Sí, la Luna estaba ante ellos, tan visible, por fin, como la tierra del horizonte en las noches de media luz interminable de un verano norteño, el satélite de la Tierra, cuerpo sumamente misterioso, único en el sistema solar, una Luna cuyas propiedades y dimensiones resistían todas las categorías de clasificación entre planeta y satélite, esa Luna cuyos orígenes seguían siendo un misterio, cuyas facciones lunares fueron formadas..., nadie podía demostrar con certidumbre cómo habían sido formadas; bajo ellos, la Luna yacía desnuda en su multiplicidad de diseño. Ya fuera prueba muerta de las fuerzas que actúan en los cielos, o alguna cosa no del todo muerta todavía, lo cierto es que allá, bajo ellos, giraba algún mundo oscurecido de azul y gris plateado, con color sutil en sus bordes y cráteres luminosos a la vista. Era un espectáculo sumamente extraño, extraño como una presencia sobrenatural, extraño como una costa extraña y desierta que surgiese a través de un sueño de cielo y cristalina superficie de aguas. ¿Cómo remar? ¿Cómo respirar? La costa azul y desierta se aproximaba a través del espacio impalpable, catedrales de luz se inclinaban en torno al borde de su curva.

¡Qué tierra se ofrecía ahora a sus investigaciones! Si estaba muerta, era una mente con dimensiones. Era un cuerpo celestial que mostraba todos los indicios de haber perecido en alguna angustia del cosmos, alguna angustia de apocalipsis, un rostro tan cruelmente puntuado como un acné habría dejado a un hombre cuya piel hubiese muerto permaneciendo vivo el corazón. ¡Qué superficie de lavas y cortezas, de granos en la popa y capullos en angustia congelada! ¡Qué escala de extinciones! ¡Qué misterio de líneas y radios y hendeduras que iban de los bordes de un cráter quemado a otro! La Luna era como una vieja máquina de calcular enloquecida y anticuada, con una maraña de alambres todos quemados, un mudo campo de batalla de golpes y heridas y contusiones e impactos de todos los cuerpos voladores o viajeros, o partículas o radiaciones del sistema solar y de más allá incluso. La Luna hablaba de agujeros, torturas, cicatrices, quemaduras y fusiones de magma hirviente.

Embestida, destripada, descuartizada, retorcida, golpeada, una tierra de desiertos en forma de círculos de 80 y hasta 130 kilómetros a través, una tierra de anillos montañosos, algunos más altos que el Himalaya, una tierra de recovecos huecos y cráteres interminables, cráteres dentro de cráteres, que, a su vez, residían dentro de otros cráteres que vivían en el borde montañoso de cráteres enormes, cráteres minúsculos y cráteres de 1,5 kilómetros de profundidad, cráteres tan grandes que el Gran Cañón del Colorado cabría en ellos, como un cráter dentro de un cráter: hay un cráter conocido por el nombre de Newton que tiene 140 kilómetros de anchura y casi 10.000 metros de profundidad; su borde se levanta hasta 4000 metros sobre todas las montañas circundantes, y hay cadenas de montañas tan altas y vastas que se llaman los Alpes y los Apeninos, o el Cáucaso y los Cárpatos. Había también hendeduras, rotondas aplanadas, cráteres fantasma sobre la llanura, cuya existencia se distinguía solamente por un anillo de colores más claros, como si la Luna, en vista de que todas las otras muertes están a su disposición, fuera también una placa fotográfica de explosiones, impactos y holocaustos llegados a ella de otros sitios. Se veían huecos excavados en el suelo lunar, y granos y resquicios y espumas de arrugas sobre las llanuras, cúpulas y conos huecos, montículos de cimas blancas o negras, terrazas amuralladas y cataratas de roca al azar, escupitajos de 150 kilómetros de roquedo, tacitas de huevos pasados por agua, mesas de montaña y rebordes, huecos de barro seco, guaridas de almejas, puntas, aperturas, astillas de malformaciones, cadenas de cráteres, largos y misteriosos tajos, largos como carreteras interminables desde un vasto cráter hasta el siguiente, cráteres oscuros y cráteres relucientes, cráteres relucientes como la fosforescencia en un mar iluminado por la Luna, y largas e inexplicables y misteriosas redes de radios: no se me ocurre mejor palabra o manera de comprender por qué esas líneas volaban a lo largo y ancho de la superficie, miles de líneas que salían de ciertos cráteres, líneas rectas y líneas oscilantes, líneas que se detenían de pronto y líneas que parecían saltar de pico a pico como un lápiz que pasa a lo ancho de una tabla sin cepillar, líneas que continuaban en forma de cien arañazos levísimos, y líneas anchas, anchas como pinceladas asestadas a través de los bordes de un viejo lienzo al óleo; luego, líneas que se entretejían saliendo y entrando por los valles; esas líneas, esos radios de cientos de kilómetros de longitud, hasta de miles de kilómetros de longitud, carecían de dimensiones verticales; no eran, en realidad, ni muescas ni hendeduras; poseían, simplemente, cierta propiedad especial sobre el suelo de la Luna, reflejaban la luz de manera distinta, como si fuera una especie diferente de suciedad y polvo lunares, una capa superior de polvo de alguna especie de mente u orden que hubiera visitado a la Luna después de desaparecer la mente primigenia de la Luna, alguna especie de jeroglífico para registrar la historia de la relación entre la Luna y la Tierra; sí, estudiar la Luna era suficiente para inducir en uno un curioso pensamiento, porque la Luna era un fenómeno, la Luna era una voz que no hablaba, una historia cuya extensión, completamente revelada, era, así y todo, incapaz de dar respuestas: toda propiedad de la Luna resultaba una prueba contraria a ideas anteriores sobre su propiedad. Sí, la Luna era un centrífugo del sueño, acelerando toda idea nueva hasta la incandescencia misma. Hay que contener el aliento cuando se mira la Luna.

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