jueves, 29 de enero de 2009

LA VORAGINE

Cuando estalló el boom de la novela latinoamericana, a caballo del realismo mágico, muchos se atribuyeron su paternidad o, al menos, un parentesco cercano. Si bien es cierto que hay en su ADN genes provenientes del guatemalteco Miguel Angel Asturias, del mexicano Juan Rulfo, del cubano Alejo Carpentier, algunos tlönistas consideramos que el germen original debe rastrearse en una novela naturalista que vio la luz en 1924.

Debería estar incluida en los programas de literatura de las escuelas secundarias como una de las obras más importantes de las letras hispanoamericanas del siglo XX. Sin embargo, es un título desconocido por muchos lectores entusiastas. Tanto o más que su autor.

José Eustasio Rivera nació en San Mateo (actualmente, Rivera) Huila, Colombia, el 19 de febrero de 1889 y murió en Nueva York el 1 de diciembre de 1928. Se graduó como Doctor en Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Colombia, fue abogado y diputado. En su cargo como inspector del gobierno para las explotaciones petrolíferas de la región de Magdalena, recorrió la selva fronteriza a su ciudad natal, escenario que le sirvió de inspiración a su obra literaria.

La vorágine es la gran novela de la selva de la narrativa de nuestro continente y representa la lucha del hombre por la supervivencia en un ambiente tan exuberante como hostil. Esa selva que termina fagocitándose todo es el gran personaje de una obra que describe la explotación de los indios y mestizos que trabajan en la extracción del caucho.

Nada es paradisíaco: la violencia se respira en ese aire irrespirable, violencia que somete a los hombres y a la tierra. Hay un héroe, Arturo Cova, que huye a las entrañas de la naturaleza, junto con la mujer amada. Y varios villanos: empresarios sin principios, funcionarios cómplices. Hay desaparecidos, como preanunciado esa práctica soez y bastarda que aplicarían las dictaduras de turno contra sus pueblos.

La vorágine duele a nuestros ojos porque cuenta una realidad que no nos es desconocida ni lejana. Tiene vigencia en su crítica social, es una herida abierta. Sin pecar de excesos naturalistas, conmueve por su veracidad, por la mano maestra que la pinta sin abusar de los colores.

Nada hay de mágico en la novela, si vamos al caso. Lo que la instala como texto fundacional de una nueva literatura es el desborde calenturiento del continente, la escenografía que toma un rol principal y que la hace reconocible en cualquier idioma en que esté traducida. Es la América mestiza, el sur que también existe, somos nosotros mismos.

El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: «Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»

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