miércoles, 28 de octubre de 2009

William Faulkner (1897-1962)


El premio Nobel de 1949 había nacido en New Albany, Mississippi, formando parte de los escritores “perdidos”, compartiendo con ellos la particularidad de haberse enrolado y a la vez representando a la incipiente literatura sureña. De esto precisamente trata la narrativa faulkneriana: el contraste entre el viejo y el nuevo sur.

Criado en el seno de una familia conservadora, abandona los estudios para dedicarse a andar de aquí para allá, viviendo cinco años en París. El encuentro en Nueva Orleans con Sherwood Anderson fue trascendental: allí recibe el sabio consejo de dedicarse a escribir sobre la gente y los lugares que mejor conoce. También lo ayudó a conseguir editor para su primera novela, La paga de los soldados.

Sus novelas posteriores estarán ambientadas en el ficticio condado de Yoknapatawpha, lugar donde Faulkner reproduce la fauna y flora de la sociedad sureña. Allí se desarrolla Sartoris y El sonido y la furia, novela que lo conducirá al reconocimiento literario que tanto anhelaba.

Con ella realizará el experimento de narrar una anécdota a través de las voces de cuatro personajes, uno de ellos retrasado mental, siguiendo la técnica del torrente de conciencia, es decir, escribir los pensamientos sin el tamiz de la estructuración racional.

Faulkner no es de fácil lectura, dado que utiliza frases largas, aparentemente incoherentes, jugando con los tiempos, superponiendo relatos, intercalando monólogos interiores. Su búsqueda es permanente y lo acompañará en sus otras novelas: Santuario (1931), Absalom, Absalom! (1936), Desciende, Moisés (1942), Los rateros (1962)

Trabajó también como guionista en Hollywood (lo mismo que Scott Fitzgerald)

El sonido y la furia (fragmento)

“Quentin, que amaba no el cuerpo de su hermana, sino algún concepto de honor familiar y (él lo sabía bien), temporalmente suspendido en la frágil y diminuta membrana de su virginidad, semejante al equilibrio de una miniatura en la inmensidad de la esfera terrestre sobre el hocico de una foca amaestrada. Quien amaba, no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él y no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana al infierno, donde eternamente podría protegerla y cuidarla para siempre jamás, invulnerable ante las llamas inmortales. Él que sobre todas las cosas amaba la muerte, y que quizá sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y pervertida curiosidad, tal y como ama un enamorado que deliberadamente se reprime ante el prodigioso cuerpo complaciente, dispuesto y tierno de su amada, hasta que no puede soportarlo y entonces se lanza, se arroja, renunciando a todo, ahogándose."

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